El postfeminismo de Bergman

 

 

Un fotograma de "Secretos de un matrimonio" de Ingmar Bergman.

Fotogramas de «Secretos de un matrimonio» de Ingmar Bergman.

 

Liv Ullmann, Erland Josephson

Liv Ullmann, Erland Josephson

Frente a la periodista, que quiere saber cómo es el matrimonio, el marido se describe a sí mismo con mucho detalle. Con un detalle inusual para el tipo de pregunta —nadie se conoce tan bien, es casi obligatorio titubear… aunque sea por compromiso y modestia. Ella, en cambio, vacila, y se describe a partir de las cosas que hace, y con cierta vergüenza: su trabajo, sus hijas, su matrimonio. Cuando empecé a ver Secretos de un matrimonio sólo pretendía seguir ahondando en la obra de Ingmar Bergman, mi idea era sólo la idea de una aprendiz, pero pronto me topé con el feminismo, el postfeminismo o con el nombre que se le quiera poner. La periodista es conocida de Marianne, la esposa del matrimonio en cuestión, y ahora trabaja en una revista para mujeres. Cuando Johan empieza a divagar y a parlotear de sí mismo, dejando muy claro en los primeros minutos que el locuaz y el inteligente de los dos es él, me encuentro con el primer comentario intencionado —la periodista, ante tanta palabrería y tanta pose intelectual, le advierte que es demasiado avanzado para las lectoras femeninas de la revista. Después de cortarle, necesita que sea Marianne quien le defina la felicidad, que es lo que —lo sabemos todos— esperan las mujeres que compran cierta prensa.

A estas alturas del capítulo, no más que el comienzo, ya preparo el cuaderno para no dejar escapar ni uno de los detalles que me van a hacer ver esta serie en clave feminista, postfeminista o… lo que sea. Marianne dice que en la felicidad es suficiente con ser bueno con la persona con quien vives. Basta con la ternura, el humor, la camaradería y la tolerancia, y moderar tus ambiciones por respeto al otro. Si todo eso existe, no creo que sea tan importante el amor. Yo, si fuera la reportera y esperara lo que espera ella de sus lectoras, recortaría la parte del final. Sí, señoras: moderar las ambiciones está bien, no vayamos a ofender a nadie, pero el amor debe ser siempre lo más importante, porque una mujer sin amor… ¿qué busca en la prensa rosa?

La escena termina y dan paso a otra que da mucho juego, porque ya no es sólo un matrimonio y sus secretos, sino dos matrimonios. Bergman sigue poniendo contra las cuerdas a la mujer, a lo femenino, a las convenciones, a la lista de conflictos de género: Catalina, la amiga del matrimonio, escribe un artículo firmado por su marido. ¿Tan lista eres?, le pregunta Johan. Oh, es tan lista que podría escribir un artículo firmado por un hombre y que nadie lo perciba. Aunque ella —o Bergman— se defiende bien, porque para ella no se trata de discriminación ni de inteligencia ni de reconocimiento, para ella su matrimonio es un equipo, y si él no tiene tiempo para el trabajo sucio, ya lo hará ella desde la invisibilidad. Marianne y Catalina se marchan al lavabo —sí, las mujeres van juntas— mientras los hombres fuman puros y se sirven bebidas. En las conversaciones, que se suceden a la vez, ellas hablan de los problemas matrimoniales, y ellos hablan de cualquier otra cosa y juegan al ajedrez. Es tan evidente el mensaje que pasa por sutil. El problema viene cuando, aprovechando la compañía, el matrimonio amigo salta por los aires —se detestan Marianne y Johan, que son el equipo perfecto, se lamentan por ellos, oh pobrecitos.

Parece que están a salvo, que pueden juzgar a los demás, que sus amigos son mucho más infelices que ellos, que han sabido cómo lidiar con la monotonía y los problemas de idioma. Para ellos la burguesía facilita la comprensión, porque no deben estar preocupados por otros temas, sólo deben dedicarle tiempo al idioma común, el lenguaje matrimonial. Pero ni siquiera en el amor acomodado las cosas vienen siempre dadas —Marianne, quizá, está embarazada. La clásica escena de cama es la que Bergman aprovecha para la conversación. Sentados, apoyados en el cabezal de la cama, una lámpara encendida, quizá un libro en la mano y las gafas para leer, y una conversación trascendental. El director está a punto de meterse en uno de los temas más comprometidos: el embarazo y el cuerpo de la mujer. Y más: el aborto. No saben si deberían tener el hijo o no. No querrían, pero quizá sí. Habían decidido que no, pero Marianne ya no estaba tan segura. Johan, en su papel de hombre, masculino, marcando su género, dice una frase discreta pero fina: es la mujer quien debe decidir si quiere o no un hijo, porque es quien padece más las molestias y quien disfruta más de las alegrías. Quizá haya un cariño condescendiente por ahí. La paternidad pierde toda su importancia, y la responsabilidad es toda de la mujer.

Marianne, además, es abogada en el ámbito familiar. Es decir, debe atender a parejas que quieren separarse, debe aconsejarles. Bergman vuelve a la carga, porque al despacho se presenta una mujer que después de muchísimos años de convivencia y amistad, sabe que no está enamorada de su marido y decide separarse siendo casi una anciana. La mujer no sabe qué es el amor, ni si lo encontrará, pero está segura de que no quiere ni debe seguir viviendo de ese modo. Marianne, diría, casi intenta convencerla de la importancia del cariño y la camaradería —como al definir la felicidad para la revista frívola y femenina—, pero es una causa perdida.

Una vez dada una de las caras del feminismo, el postfeminismo o… lo que sea, Bergman se da media vuelta. Para ser ruin y grosero prácticamente siempre elige a Johan, que cree que ahora las mujeres pueden hacer lo que deseen, la pena es que no les apetezca; y también que las mujeres llevan tanto tiempo subyugadas que han aceptado su humillación; y también que el feminismo es una causa agotada. Sí, Johan no es sólo el locuaz y el inteligente, también es el detestable, no deja de parlotear y parlotear sobre la mujer. Se vuelve mezquino, y Marianne se recuesta sobre su hombro, descansa los pies descalzos sobre la mesa. Ahí la tenéis: la escena del amor burgués, sin luchas pero agotadora, con suspiro incluido.

El tratado sobre el género no ha hecho más que empezar, porque después del embarazo, Bergman aborda el tema de la sexualidad. El matrimonio repasa su vida, el deseo que sienten el uno por el otro, el asqueo del tiempo, la pasión… y surgen los reproches. Es entonces cuando Bergman ofrece lo que debe ofrecer para tratar este asunto tan molesto —la mujer se esfuerza sexualmente. No sólo ha perdido el apetito sexual, sino que cuando mantienen relaciones es sólo por una cuestión de generosidad. Pobrecillo, el hombre, que está a dos velas —y la mujer se esfuerza. Antes de volverlos locos, los tranquiliza, a los personajes. Deciden que no todo debe hablarse, que podrían hacerse daño. Pero, sí, por supuesto, la cosa acaba como estamos acostumbrados a que acabe en el arte —y un poco, también, en la vida—: él se enamora de una mujer. Más joven.

Cuando ya está todo decidido, él se marcha, cuando ella se sorprende sobre todo por no haberse dado cuenta, Bergman perfila la situación con maestría. Lo más sencillo sería enloquecer a Marianne, volverla agresiva, pero la hace mansa, como ocurre en la realidad más contradictoria. No sólo está más sorprendida y triste que enfadada, no; además le ayuda a elegir qué traje ponerse, quiere hacerle el equipaje, decirle cuál es la mejor combinación, cómo está más elegante. Es tan poco creíble que es verdad. Tanto, como que Johan, pese a ser el responsable de la situación, se enfurece y es cruel. Engañar a tu mujer y que además sea amable contigo… menuda tortura.

Los capítulos se van sucediendo, el personaje de Marianne evoluciona, mejor, se distancia. Se ocupa ella sola de las niñas, quiere divorciarse por si algún día decide casarse de nuevo, ha cambiado el despacho y lo ha vuelto suyo, con sus propios títulos en las paredes —que antes parecían un estorbo para el marido. ¡Tener tan presente la capacidad intelectual de la mujer con la que convives, qué horror! Ya, quizá es un poco exagerado, queda poco natural —Bergman, el feminista o postfeminista o lo que sea, sabe lo que se hace. Antes lo más importante era que tú tuvieras un despacho donde pudieras estar sin que te molestaran las niñas. Las palabras de Marianne van cambiando poco a poco, cada vez es más libre no sólo con respecto a Johan, también con respecto a sí misma, a sus familias —atosigantes—, a lo que debería ser una mujer. Johan, ante tal cambio, se vuelve irónico, habla con grandilocuencia sobre la vida y los cambios —en realidad lo único que ocurre es que se ha cansado de Paula, la mujer joven—, mientras que Marianne se queda en lo pequeño, lo que parece insignificante y a ella le procura tanta paz. Marianne se mueve en una dimensión más fina, especial, reservada a mujeres con una vida emocional privilegiada y más terrenal. El mezquino de Johan ya no quiere ser un sabihondo, ya no necesita ser avanzado, ahora le bastaría con moverse en esa dimensión femenina que Bergman ha abierto entre ellos para distanciarlos.

Marianne reconoce que ha estado siempre en constante adaptación, y que todo era muy sencillo: si era agradable y aduladora, la respuesta de los demás siempre resultaba buena. Mientras que el mal genio, el carácter y la personalidad eran rechazados por todos. Una mujer pendiente de los demás acaba sintiendo remordimientos por la familia, el resto del mundo y Dios. No hay escapatoria.

Se han vuelto a encontrar en el despacho de Johan para hablar del divorcio, y Marianne le confiesa que hace terapia y está casi rehabilitada. La ayuda mucho escribir un diario, y cuando se dispone a abrir su corazón —más fino, especial, reservado a las mujeres—, Johan se queda dormido. Es entonces cuando el hombre, pese a ser un cretino, recibe la ternura de la mujer —no sé cómo saldrás adelante sin mí en este mundo, le dice.

Marianne necesita una vida más real que la anterior y sigue adelante. Ha recibido una carta de Paula. Quiere que sean amigas. Ella quiere divorciarse, seguir con su amante, escribir en su diario, estrenar ropa, ponerle buena cara a la primavera. Está pletórica. Está tan pletórica que se siente culpable. Pobre Johan, qué vida tan difícil y complicada la suya. El sarcasmo de Bergman es cortante, porque Marianne no sólo se compadece de quien le ha hecho daño, sino de su enemiga. Pobre Paula. Está tan apenada por todos, los infelices. De todos modos, el buen humor no le sirve de nada, porque pronto se vuelve contradictoria: se enfada pero decide controlarse porque, confiesa, está acostumbrada a hacerlo por Johan y sus caprichos; alza la voz y se arrepiente, pelean porque las niñas no reciben la disciplina que el padre —ausente— cree que deben recibir. Marianne cree que empieza a liberarse de él y está segura de que la consideración que tuvo por Johan fue la causante de que el amor muriera, pero también todo lo contrario.

De pronto, se odian. Se odian tanto como aquel matrimonio amigo de la primera escena, aquellos dos que se detestaban y que Marianne y Johan juzgaban. Siguen en el despacho de Johan, primero tiernos, después furiosos. Johan recurre —oh, Bergman— a la violencia, no sólo verbal. Marianne se da cuenta de que su papel se había limitado a ser un sucedáneo de la madre de su marido. Todos los lugares comunes de un matrimonio quedan reflejados (con maestría, eso sí) en la serie. Marianne se sincera: se ha sentido siempre mal por ir al trabajo y abandonar a las niñas, por no ser buena amante, por las presiones familiares. Y cuando ella se derrumba, él contraataca: que la echa de menos, que no quiere divorciarse, que es un desgraciado en caída libre. El drama, compañeros, está asegurado.

Necesitan volver a la vida ordenada, la de los primeros capítulos, cuando le aseguraban a la reportera que eran un matrimonio feliz. Pero ahora Marianne, aunque tiene caídas y se arrastra, sólo siente una compasión rudimentaria. Aun así, se pregunta si tiene derecho a otro objetivo que no sean Johan y las niñas. Marianne, ésa es la verdad, pone nervioso a cualquiera: la ves cómo despega, cómo se deshace de las cadenas sociales y familiares, y luego la ves caer en peso muerto hasta el suelo. El catálogo de la problemática de la mujer, que Bergman recorre sólo con el personaje de Marianne es exhaustivo —la hace pasar por todas las fases, absolutamente todas las fases. La sumisión, ser mansa, renacimiento, la rebelión, la culpabilidad, nuevo despertar, la libertad, el remordimiento… y vuelta a empezar. Todo lo que se pregunta y padece Marianne en los pocos capítulos de esta serie es lo que les lleva ocurriendo a las generaciones de mujeres durante décadas. En una sola vida, en menos de veinte años en la vida de una mujer, Bergman ha plasmado el conflicto interno con el que se vive cuando se tiene cierta sensibilidad hacia el feminismo, el postfeminismo o… lo que sea. Quiere liberarse, pero no sabe ser libre. Marianne encuentra su equilibrio, que es un equilibrio precario, que aún cuelga de Johan, y así resuelve Bergman la contradicción femenina —la pospone. Que es más o menos lo que hace la sociedad con la desigualdad… hacer que se quede cinco minutitos más.

1 Comment

  • En la decada de los 60 se produjo en la Espana franquista un intento de apertura y modernizacion del sector filmico que contribuyo a que se importaran al sistema cultural espanol repertorios extranjeros novedosos como el del realizador sueco Ingmar Bergman. Uno de los objetivos de este volumen es ilustrar como la censura estatal franquista utilizo la traduccion como herramienta de manipulacion ideologica en la importacion de Bergman durante el periodo mencionado.

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