Emily Roberts, 23 años. Escritora y filóloga.

Marina Abramovic

Marina Abramovic

Como mujer, no tengo país. Como mujer no quiero país, como mujer el mundo es mi país.

— «Tres Guineas», Virginia Woolf

Tengo cinco años y he dejado de llevar falda al colegio. ¿Por qué, si mi prenda favorita son los vestidos? Porque hay un niño que me acosa, que se mete por debajo de mi silla, que quiere verme las bragas. La profesora dice que “son cosas de niños”. Es la primera vez en mi vida que no quiero ir al colegio.

 

Tengo catorce años a la salida del instituto.  Después de una discusión en un debate de clase, mis compañeros me rodean y gritan:

–¡Pija!

–¡Mimada!

–¡Pija, mimada! ¡Niña de papá!

Les digo: Sois muchos contra una, os estáis aprovechando de que soy una y de que soy una chica, sois unos machistas.

Ya está, ya lo he dicho. Entonces viene el insulto, dicho de manera que parezca muy ingenioso, como queriendo decir: Bueno, que ya estamos en secundaria, hay que subir el nivel:

–¡Feminista!

Y rompen a reír.

Mis amigas de entonces no hacen nada. Los chicos son los chicos. Y algunos de ellos les gustan. En cierto modo se sienten avergonzadas, pero más por ellos que por mí.

Consigo salir del círculo empujando a uno, y bajo corriendo la calle donde mi madre tiene aparcado el coche.

Cuando se lo cuento a la tutora, me dice que son “cosas de niños”, que ha sucedido “fuera de las dependencias escolares” y que, por lo tanto, queda fuera de su potestad. Cuando se lo cuentan mis padres, sus argumentos son los mismos, y añade que “algo haría yo”.

 

Flash-forward: Holanda, abril de 2012. Es víspera de las fiestas nacionales, mis amigos Erasmus y yo bailamos en un concierto al aire libre. La Dom Plein de Utrecht está a rebosar de familias, gente joven, gente mayor… Un grupo de chicos se acerca y empiezan a sobar el culo de todas con la excusa de que estamos apretados. Y cuando digo sobar, digo sobar, agarrando. Mis amigas ponen cara de asco y se resignan. Saben que no nos van a hacer nada porque en nuestro grupo hay un canadiense altísimo y grande, el novio de una de ellas. De hecho, a ella es a la única a la que no le tocan el culo. Yo me tapo el culo con las manos y no cómo me las quitan. Las mantengo. No voy a dejar que un extraño me toque el culo. Me doy la vuelta y me encuentro a un grupo de chavales turcos de mi edad mirándome, riéndose. El que lo ha intentado extiende la mano y me toca la mejilla. Mi acto es reflejo, ni siquiera lo pienso: se la aparto con tanta fuerza que cuando le suelto, la mano vuelve hacia sí mismo y está a punto de golpearse. Ya está, me digo, van a darme una paliza.

Ambos grupos se tensan. El canadiense se pone firme. Está muerto de miedo. Se van. Hay demasiada gente para iniciar una pelea, para hacer nada. Después me dicen: no deberías haber hecho nada. Podrías haberte metido en problemas.

En mi clase de Historiografía del feminismo, en Holanda (el único país desarrollado con un porcentaje notablemente inferior a la media de profesoras de universidad), hablando de la conciliación familiar y la igualdad de salarios, el único chico de la clase se queja de que en la mayoría de los países los hombres no tengan baja de paternidad, o esta sea muy corta. Dice que eso también es discriminación. La profesora me pregunta mi opinión. Le digo que opino que, hasta que una mujer no pueda caminar por la calle de cualquier país a cualquier hora y sentirse segura, no habrá igualdad en ningún otro sector. La profesora dice que eso es irrelevante y que a los hombres también les atacan y les roban. E incluso les violan, pero no se atreven a denunciarlo. Digo, ya. Le pregunto al chico: cuando tú vas sólo por la calle y vas a desencadenar tu bici para volver a casa y se te acerca un extraño, ¿de qué tienes miedo? Me dice: de que me robe la bici. Le digo: exacto. La bici es lo último que me importa.

 

Flash-back, hace unos meses: Celebramos un cumpleaños en La Botellita de Majadahonda, sitio de moda entre los ambientes “pijos” en verano. Entramos allí porque en nuestro grupo van chicos y nos dejan entrar a todos gratis, mientras que en la discoteca de al lado, los chicos tienen que pagar. Bailamos y, como siempre, algunos chicos se acercan y nos preguntan si queremos bailar con ellos. Les decimos que no, y, educadamente se marchan. Seguimos bailando, la discoteca se llena y noto como algo se me pega por detrás. Es un chico, bailando culo con culo (como he comprobado que los británicos ligan). Me despego ligeramente y me aparto a un lado, con lo que el chico se mete en nuestro círculo de baile porque sigue echándose para atrás. Cuando se da cuenta, me mira. Le digo que no con la cabeza, incluso con media sonrisa: no, lo siento, vete de aquí. Entonces el chico alza la mano y me revuelve el pelo. Mi pelo. Es mucho más alto y grande que yo, pero le quito la mano y le empujo. Otra vez pienso: me la va a devolver, pero no lo hace. Atónito, se marcha.

Mis amigas me preguntan: ¿Le has pegado?

 

No sólo por esto soy feminista. No porque me haya ocurrido a mí. Sino porque estos cuatro ejemplos no son únicos y excepcionales. Porque tan sólo son ejemplos entre otros tantos. Por eso soy feminista.

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