Maneras de ser y no ser madre. Lecturas de enero en La tribu

 

 

I

Quiénes seremos cuando seamos nosotras

 Irene Vidal Oliveras

 

[…] lo que sí estoy haciendo es reescribiendo mi yo: un yo que solía ser escritora, un yo que pensó que podía ser escritora y madre, un yo que pensó que sólo podía ser madre, un yo madre que descubrió que aún podía escribir: aunque sea poco, pero escribir; aunque sea lento, pero escribir; aunque sea cansada, pero escribir.

Iris García Cuevas, «La maternidad y la reescritura del yo», en Maneras de escribir y ser / no ser madre

 

Incluso cuando el sendero está supuestamente abierto —cuando no hay nada que impida a una mujer convertirse en doctora, abogada o funcionaria pública— hay muchos fantasmas y obstáculos, tal y como yo lo veo, que amenazan su camino. Discutir sobre ellos y definirlos me parece de gran valor e importancia; pues solo así se pueden compartir las tareas, solventar las dificultades.

Virginia Woolf, «Profesiones para mujeres», en Matar al Ángel del Hogar

 

Hay libros reveladores, que consiguen dar nombre a desazones que nos constreñían y de las que no éramos conscientes, a un runrún que nos acompañaba sin que lo oyéramos; libros que ponen el dedo en el punto exacto del desasosiego y nos dicen: «Mira qué llevabas encima». Son esos libros que, conforme se llenan de subrayados y pósits y notas en los márgenes, nos quitan un peso de los hombros y nos hacen más ligeras. Contra los hijos, de Lina Meruane, y Maneras de escribir y ser / no ser madre, antología de autoras mexicanas sobre (no) maternidad, han sido las lecturas de enero del club de La Tribu y son esa clase de libros. Lo mismo ocurre con Motherhood: A Manifesto, de Eliane Glaser, sin traducción aún al español, que no pude resistirme a leer porque intuía que tendría una gran conexión con el de Meruane, y Matar al Ángel del Hogar, de Virginia Woolf, al que Meruane me llevó de manera irremediable. De ellos y de las revelaciones que me han suscitado me gustaría hablar en estas líneas.

La diatriba de Lina Meruane se complementa y se entrelaza de manera extraordinaria con el manifiesto de Eliane Glaser. Aunque los tonos no podrían ser más distintos (el combativo y «punki» —como lo definió una compañera del club— de Meruane frente a la crítica más argumentada y comprensiva de Glaser), ambos construyen la misma crítica a la sociedad. Porque Meruane no escribe —diría yo, aunque en la sesión del club llegó a cuestionarse— contra las madres, ni siquiera contra los hijos: escribe contra el trono en el que los ha colocado la sociedad. Y aquí entra en juego la primera revelación de las lecturas: los hijos son el centro del universo. Resulta obvio, pero hasta que no leí estos libros no me di cuenta de hasta qué punto era verdad.

En cuanto te conviertes en madre, todo pasa a girar alrededor de los hijos. Leyendo he constatado lo constreñida que me he llegado a sentir como madre: lactancia exclusiva hasta los seis meses y recomendada hasta los dos años, estimulación temprana y tiempo de calidad, apego por decreto, educar sin pantallas, sin azúcar, en positivo… Claro que queremos lo mejor para nuestros hijos, pero parece que hoy en día tengamos que criar sin vivir. Lo curioso es que la mayoría ya hacemos muchas de estas cosas de manera natural: criar con atención y cariño, con apego (¿cómo si no?) y de la manera que consideramos mejor y más saludable, así que ¿por qué el bombardeo? ¿Por qué estos deberes por doquier para las madres, como si tuviéramos que sacarnos un máster en crianza y convertirla en una obligación más de nuestra vida, en otra fuente de estrés? Y, sin embargo, como observa Glaser, «el sentimiento que predomina en muchas madres no es la indignación, sino la culpa».

Pondré un ejemplo de mi cosecha que creo que ilustra el absurdo en que a veces nos vemos sumidas: cuando tuve que reincorporarme al trabajo tras el permiso de dieciséis semanas, empecé a sacarme leche para conseguir ese hito de los seis meses de lactancia exclusiva. Recuerdo quedarme trabajando hasta las dos de la mañana mientras me sacaba leche. Después de más de una hora exprimiéndome los pechos salía medio biberoncito. Recuerdo esa sensación de impotencia cuando, por fin terminada la jornada y con el bebé felizmente dormido, en vez de caer rendida en la cama, me empecinaba en seguir sacándome leche para no tener que recurrir (¡Dios me librara!) a la leche artificial. Aquello duró tres semanas. Al final tuve que rendirme a la evidencia de que no podía seguir así. Con alivio y culpa a partes iguales, compré mi primer bote de fórmula. ¿Y qué pasó? Nada. Seguí amamantando a mi hijo y, cuando me iba a la oficina, su padre le daba un biberón o dos de leche artificial. ¿Tanto drama por un biberón o dos? Cuando te bombardean por todas partes con la importancia de la lactancia materna exclusiva, te sientes tremendamente culpable cuando no consigues mantenerla. Pero son los permisos de maternidad de dieciséis semanas (menos de cuatro meses) los que tienen la culpa. Por no hablar de que, como argumenta Glaser, en realidad no hay pruebas suficientes de que la lactancia materna sea tanto más beneficiosa que la leche artificial.

Como este ejemplo podría citar tantos… Podríamos llenar una enciclopedia con nuestros «fracasos». Y lo peor es la culpa acumulada, esa culpa vacía creada por el dramatismo de los manuales de crianza, de los profesionales de la salud, de los asesores, de los padres perfectos de las redes sociales. Parece que cualquier desvío de la norma (y por desvío me refiero a necesidad vital nuestra) conducirá a traumas, a experiencias que marcarán de por vida, a apatía, obesidad y conductas agresivas. Glaser hace mucho hincapié en cómo la mayoría de esos estudios que respaldan «la versión de la maternidad aprobada por la sociedad» son «ambiguos, han sido refutados o son incluso inexistentes». Afirma: «[…] ahora, en lo referente a la maternidad, se invoca la ciencia para revelar supuestamente las verdades de la naturaleza, o más bien para proyectar una versión cultural y partidista de la naturaleza que sirva para oprimir a las mujeres». Como madres, se nos anula el sentido común y llegamos a pasar por verdaderos calvarios para cumplir con unas normas que ni siquiera tienen base científica suficiente.

Me ha dado miedo leer sobre la «supermadre» de Meruane porque nos he visto reflejadas. A mí y a casi todas las madres que conozco, las que nos reunimos en la puerta de la escuela después de darlo todo en el trabajo y recibimos a nuestros hijos con el mayor de los abrazos y la cabeza llena de tareas que ir tachando conforme transcurra la tarde. Esas madres, en palabras de Meruane, «tan dadas a pensar en la perfección de los hijos como deber», que «validan la energía por sobre el merecido descanso, el sacrificio por encima de un equilibrio donde todos pongan de su parte»; esas madres a las que «se anima —en palabras de Glaser— a actuar más como animales (a veces de manera explícita) y a dejar sus ambiciones a un lado para sustituirlas por prácticas de crianza intensivas y que requieren mucho tiempo».

Pero no siempre ha sido así. Nuestras madres estaban más liberadas que nosotras y, aunque a veces nos sintamos juzgadas por ellas, parece que vean con más claridad, que no tengan encima ese velo de miedo que nos nubla a nosotras. Tanto Meruane como Glaser hablan del péndulo que rige históricamente la maternidad, que pasa de la idea de la supermadre y del hijo como centro a épocas mucho más relajadas para las mujeres. ¿Por qué ese regreso de la supermadre? No es que nos hayamos vuelto locas; como explica Glaser, «hoy en día se intimida y se hace sentir culpables a las madres para que renuncien a sus aspiraciones, se les cortan las alas, se les atajan los placeres y se ponen sus necesidades en último lugar».

Meruane da una explicación de lo más lúcida: el ángel del hogar ha vuelto. Ese ángel que describe Virginia Woolf en su conferencia «Profesiones para mujeres», esa mujer fantasma que se nos aparece constantemente para instarnos al sacrificio y al perfeccionismo extremos, para atarnos al papel que se nos ha impuesto históricamente, no desapareció, como quizá creíamos. Woolf explica que la mató, que matarla «era parte de la ocupación de una escritora»; pero, como apunta Meruane, el ángel siempre regresa. Es nuestra tarea volver a matarlo, cada una de nosotras, matarlo todos los días si hace falta, cada vez que se nos aparezca y empiece a susurrarnos al oído.

¿Cómo? Meruane da esta respuesta: «[…] la única manera de fulminar al ángel y recortarle las alas […] es aferrarse a un sentido profundo y a la vez visionario de lo político. Entendido, lo político, como operación radical que excede a las instituciones. Entendido como cuestionamiento permanente de las estructuras en las que se advierten los revoloteos de ese mandato angélico que regresa una y otra vez a infligir su aliento conservador a las condiciones económicas y legales y políticas y culturales de todas las mujeres». Quizá la clave esté en desaprender, en desoír. En cerrar todos los manuales de crianza y escucharnos a nosotras y a nuestros hijos. Dice Woolf: «El ángel había muerto, ¿qué quedaba entonces? Pueden decir que lo que quedó fue algo simple y común: una mujer joven, en una habitación, con un tintero. En otras palabras, ahora que se había liberado a sí misma de la mentira, esa mujer joven solo tenía que ser ella misma. Ah, pero ¿qué es “ella misma”? Es decir, ¿qué es una mujer? Se lo aseguro, no lo sé».

Quizá sea hora de descubrir quiénes somos cuando nos rebelamos; cuando, en vez de competir por ver quién está más agotada, quién duerme menos, quién lo pasa peor, nos cuidamos las unas a las otras, nos hablamos con amor y con compasión, nos atrevemos a decir que no es normal estar así. ¿Qué pasaría si nos ayudáramos, cada día un poco, a revelar la verdad, aunque fuera con acciones minúsculas? Una compañera del club explicó que algunos días conseguía salir pronto del trabajo y llegar al colegio veinte minutos antes de que salieran sus hijos. Entraba en una cafetería y se ponía a leer. ¿Sentís el placer de ese momento? Yo lo siento con todo mi ser. A veces alguna otra madre la veía y le decía: «¿Cómo es que no subes ya a buscarlos?».

Tomémonos ese café. Concedámonos ese tiempo que se nos niega. No dejemos que la sociedad nos haga pagar el pato, no nos carguemos todo a los hombros. Permitámonos, como dice Iris García Cuevas, reescribirnos. Cuando todas veamos con nuestros propios ojos y hablemos con nuestra propia voz, quizá el ángel por fin se desvanezca.

 

Referencias:

Glaser, E. (2021). Motherhood: A Manifesto. Londres: 4th Estate. (Me he permitido la licencia de traducir los fragmentos citados.)

Meruane, L. (2018). Contra los hijos. Barcelona (España): Penguin Random House Grupo Editorial.

  1. AA. (2021). Maneras de escribir y ser / no ser madre. Guadalajara (México): Paraíso Perdido.

Woolf, V. (2021). Matar al Ángel del Hogar. Madrid (España): Carpe Noctem. Traducción de Alberto Gómez Vaquero.

 


 

II

Bitácora de un mundo reintentado. Una habitación propia

 Rosana Corral-Márquez

 

Cuando se abre un espacio de silencio en casa, no les censuro a los chavales el abuso del móvil porque me permite ponerme a escribir. Su padre me pide que los riña yo por una vez, está cansado de hacer el papel de malo. Mientras oigo sus argumentos, descubro que paso la vida nadando entre dos culpas y dos condenas inescapables. Hay un sentimiento de culpa que es oficial y otro que es clandestino. El primero lo genera mi dedicación a la escritura. Abandona usted a su familia para acabar su novela. Veredicto: culpable. El segundo, que no viste de blanco ni se presenta en sociedad, que nunca llevaría los zapatos limpios ni olería a lavanda, responde ante un tribunal secreto y sin rostro. Allí comparecemos unos cuantos andrajosos, quizá escritores, quizá sólo gente que intenta sacar cabeza con sus sueños y no se rinde. Abandona usted su novela para atender a su familia. La vista judicial se celebra en una catacumba. Veredicto: culpable. Y así van las cosas en mi neurosis, que se ha hecho sangrante desde hace unos años. Como creadora-con-hijos arrastro, según Lina Meruane, un trabajo asalariado y dos ad honorem, o sea: sin salario (y sin cuarto propio).

Una cosa he aprendido leyéndola y es que lo mejor de la vida, lo más preñado de claves para entenderla, queda siempre fuera. En la periferia de nuestro campo visual. Afortunadamente, siempre puede llegar alguien que lo haya visto de pasada pero se lo haya quedado mirando. Que lo traduzca a tu idioma y te lo traiga al oído como un suculento plato, elaborado, libre de impurezas. Meruane, la autora de Sangre en el ojo, cocina como nadie una de estas ideas exiliadas en los márgenes: la de que los hijos quizá no. Los hijos, ¿a qué santo, si ya nos encontrábamos libres y completas? En Contra los hijos, la chilena (escritora sin hijos) hace un viaje valiente por estas reflexiones que a todas se nos han quedado siempre fuera, las madres y las no madres (las unas demasiado exhaustas para mirar bien, las otras acaso demasiado atormentadas) ¿Está la maternidad sobrevalorada? ¿Cómo resuena esto en boca de la que tuvo hijos? ¿Y en la que no los tuvo? La cosa se puede ramificar hasta el vértigo, ¿desde dónde hablaría la que los tuvo y fueron enfermos, o malvados?, ¿la que los tuvo siendo más niña que sus propios niños, aunque no cumpliera los treinta?, ¿los cuarenta?

La cuestión principal es que Lina le abre la tripa al lobo y deja que salgan criaturas y vísceras. Pienso, qué cosa, en el lobo de Los siete cabritillos. Mi mente está sabiamente adiestrada para activar metáforas de este tipo si se habla de la maternidad. Si se cuestiona la maternidad, más bien. Y este es el primer nivel de la excursión: descubrir una programación mental celosamente planificada, con miles de años de veteranía en los cerebros de todas nosotras. Maternidad traicionada. Lobos. Heridas sangrantes. Cabritillos en riesgo.

Lo único que saco en claro es que la mística de la feminidad necesita ser puesta a debate. El ángel del hogar sentado por fin en el banquillo. Lo mejor que ha hecho este ensayo por mí es mostrarme lo ridícula que he sido en mi aspiración de madre total, madre perfecta, “la madre-máquina de existencia cronometrada… que, camino a casa tras ocho o diez o doce horas de trabajo intensivo (precedido, si alcanzó, por una madrugada en el gimnasio), acelera para cumplir el tiempo de calidad que los colegios han inventado para sobrecargarla”. He sido, por entregas, esa caricatura. He dado el espectáculo abalanzándome sobre bandejas de empanadillas que otras madres desdeñaban en los cumpleaños de bolas, encuentros a los que ellas acudían amarradas a sus bolsos Vuitton y yo a mi hipoglucemia. Y me he visto con una mano en la de mi retoño y otra en un temario de oposición (arrullada por el sonido de un carrusel). Sé de buena tinta que ese modelo de madre es tan falso como las princesas Disney, que no se puede sostener sin enfermar, siempre acaba enseñando brechas. Pero, esos momentos en blanco, esos entreactos delgados en los que mi periscopio captaba la desproporción, el reclamo y la farsa, sufrían un barrido rápido. Ese momento ventana en que una se ve y se sabe ridícula, en que cambia maniáticamente las piernas en el banco de los columpios porque teme caer fulminada, se activaba el autolavado.

El ensayo de Meruane no es sesudo ni riguroso, deja que se filtre su emoción y el desorden de sus referencias y citas, muchas de ellas deliciosas (Virginia Woolf, por supuesto, pero también Mary Woodstonecraft y sus “apacibles bestias domésticas”, Simone de Beauvoir denunciando las cómplices entre las propias oprimidas, Elfriede Jelinek y otras menos canónicas como Patricia Galvâo, Orna Donath, Elisabeth Balinter o Leila Guerriero). Cuando esboza un recorrido histórico no roza lo académico ni el aburrimiento, pero parece no dejarse ninguna en su hall of fame de las madres escritoras. Lucia Berlin la más grande, la más vapuleada, cuatro hijos y miles de mudanzas y oficios basura. Litros de alcohol. Gloriosamente imperfecta y, por eso mismo, inalcanzable.

¿Por qué hemos permitido que los hijos nos conviertan en esto? Su argumento principal pivota alrededor del dato histórico de que el niño, como tal, no llegó hasta el siglo XX. Antes de ser nosotras las explotadas lo eran ellos. Y una vez las clases medias les han permitido ser tan depredadores como los antiguos adultos, ¿cómo salimos de ésta? Parece que la balanza esté volcada al otro extremo y puede que alguno (más bien alguna) se haya quedado carente de derechos y de fragilidad. La adolescencia, nos recuerda, nació en 1904 con el mito de Peter Pan a través del estreno del dramaturgo James M. Barrie. Desde entonces este mal no parece dejar de crecer, poblando las clases medias de padres exhaustos y niños vampiro que reclaman servicios y derechos sin freno. ¿Sería posible un término medio?

“Jalonadas entre la necesidad de ser madres o ser libres”, nos describe la chilena, pero se le queda en el tintero la mención del instinto de cuidado, que no tiene género aunque la sociedad nos haya hecho creer otra cosa. Los chicos hostigan y acorralan ya desde el patio a cualquier niño que deje ver su empatía natural y su gracia para con el otro. La sociedad no abandona sólo a las madres, sino a muchos hombres y a todos los seres vulnerables, junto a sus cuidadores.

Y, en aquellas familias de reparto ideal en las que colabora también el padre al 50 %, ¿por qué continúan oyéndose quejas? La respuesta que sugiere Meruane es porque el Estado ya no protege a nadie, ni siquiera al fruto de su propaganda (sé madre, la familia es el valor supremo). Se podrían sumar argumentos aquí hasta no acabar, pero éstos rebasan el límite de la reflexión feminista. El primero que se me ocurre es el que apela a la insatisfacción esencial que se nos inyecta para fomentar el consumo. Ya no es nueva para nadie la idea de que el progreso no trajo la felicidad, dado que ésta se apoya precisamente en la regulación (o anulación) del deseo. Y los hijos, como todo, son un producto de consumo. Otro de los bienes que han sido mercantilizados.

En conclusión: recela, madre mujer, cuando seas aplaudida, porque el Estado no vendrá a sacarte del desamparo. Igual que los sanitarios recelábamos de los aplausos en la pandemia, hay que dejar de lado la euforia de un halago para mirar a su través y analizar fríamente a qué se enfrenta uno. Tomar conciencia lleva su trabajo. Así lo explica Chomsky en una de su últimas entrevistas (…) cuando habla de que su abuela no hubiera entendido nada si le hubieran preguntado por lo oprimida que estaba. El oprimido debe descubrir primero si lo está y en qué forma.

Por suerte una va tirando del humor, que siempre será la mayor de las defensas. Una de las profesoras de mi hija convocó un día a las mamis para una merienda escolar creyendo que cada una podría aportar un tipo de galleta casera. Galletas caseras, nada menos. En mi bandeja del correo floreció una lista donde cada obediente madre apuntaba lo que iba a traer: chocolate, almendradas, hojaldradas. Príncipe cookies, escribí yo, medio grogui, después de echar una ojeada sonámbula a mi despensa. Aún no había leído a Meruane, pero sirvió para que mi hija y yo nos riéramos una semana.

 

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