Leo las últimas páginas de Los diarios del cáncer de Lorde en la zona de tránsito del aeropuerto de Lisboa. Espero durante horas el avión que me lleve a Madrid en un lugar como este, donde el mundo no se detiene y la enfermedad no cabe, como si no existiera. Y recuerdo mi viaje hace ya un año, esta misma espera pero en la que yo llevaba conmigo un bulto en mi mama izquierda de aspecto sospechoso.
Así lo dijo la médico: «No me gusta su aspecto». Tras esa frase se dibuja una línea que separa un bulto sin importancia de un cáncer de mama. Es una línea clara, bien delineada. En ese momento te encuentras a un lado o al otro. Sin ambigüedad. Es una línea vertical que divide la que eres ahora con la que eras antes. La sana y la enferma. La que no tenía cáncer y la que sí. Y cuando cruzas esa línea, sea muy grave o no lo sea, te conviertes en alguien distinto. Ya no eres la que fuiste y no lo volverás a ser.
Sentadas junto a un gran ventanal desde el que se pueden ver los aviones aterrizar y despegar, estamos ambas. La que aún cargaba un bulto incierto y la que se ha liberado de él. Ambas nos recogemos la mama izquierda con la palma de la mano. Este es un gesto que llegó con el cáncer. Un gesto inconsciente que habla de protección y cuidado. Ahí está mi cuerpo, mi mama, mi bulto, mi palma extendida sobre el. Ese mismo gesto que observé en doña Noninha cuando venía a visitarme a casa aunque su bulto ya había sobresalido de la mama. Era duro y grande. Ella también extendía la palma de la mano sobre su pecho izquierdo y lo agarraba como hacemos ambas en esta sala de tránsito, la que fui y la que soy.
Los diarios del cáncer de Lorde llegó a mí a través de una amiga. Ella, al conocer el diagnóstico, me fotografió el prólogo y yo, subrayé el primer párrafo:
«Cada mujer responde a la crisis que trae a su vida el cáncer de mama a partir de un esquema general, que es el diseño de quién ella es y cómo ha vivido su vida. La trama de su existencia diaria es el campo de entrenamiento para manejar la crisis».
Furia, angustia, tristeza, ansiedad, fe, desesperación, miedo, pérdida, impotencia. Esos son los adjetivos que más utiliza Lorde en sus primeras páginas. Yo decidí dejarme hacer, estar tranquila y apartar el miedo. Así se lo escribo a mi amiga cuando le mando una fotografía de ese mismo párrafo subrayado. Ella me lo ha enviado porque cree que estoy «haciendo como si nada» como explica Lorde en ese prólogo. «Asumo que no puedo revelarme contra lo que es» le escribo a modo de pie de foto.
Evito la palabra luchar porque la enfermedad y, sobre todo, el cáncer, está rodeado de palabras bélicas. Las subrayo en Lorde: batallas, escaramuzas, derrotas, victoria, lucha, enemigo. Prefiero otras palabras como aceptar, abrazar, abarcar, proteger. Le explico a mi amiga en un audio que ese aceptar lo que me viene lo traigo de mi isla, de la forma de mirar el mundo allá donde sabemos que la muerte y la enfermedad forman parte de la vida, que somos ciclo, somos, al igual que las plantas y los animales. Ese nacer, crecer, envejecer, enfermar y morir. Esto también me lo enseñó doña Noninha. Se sentaba bajo el mandarino de la entrada a mi jardín y me hablaba de que ya había llegado su momento, mientras se tocaba el bulto puntiagudo que le salía del pecho y que había decidido no operarse.
Yo, en cambio, sí me operé. Tras colocarme los brazos en cruz, la anestesista se acercó a mí. “Piensa en un lugar bonito”, dijo y yo me arropé en las vistas desde mi ventana isleña; las casas tradicionales a la izquierda, Pico de Antonio a la derecha y al fondo, en los días claros, el mar. Era una de las cosas que más temía, el soñar feo y no poder despertarme, incluso el no llegar a despertarme. Los miedos los iba pasando uno a uno, poco a poco, porque si eran más pequeños, resultaría más fáciles de sortear. Pensaba que, tal vez, en algún momento, todo saltaría por los aires y yo acabaría llorando sin poder parar. Pensaba que se me agarraría al centro del pecho un dolor y lo tendría durante todo el tratamiento incrustado pero nada de eso fue así. Lo que me trajo esa operación y ese bulto de apenas un centímetro fue algo bien distinto.
Escribe Lorde: «Me siento otra mujer, salida de la crisálida. Me convierto en una yo más ancha, estirada; fuerte y excitada, un músculo flexionado y listo para la acción». A pesar de tantos años de diferencia y de cánceres tan distintos, ambas compartimos ese ser crisálida.
Días antes, tras acudir a una de las múltiples pruebas que tenía, me senté en el autobús detrás de dos mujeres que hablaban entre ellas de lo flácidos que se les estaban quedando los antebrazos con la edad. Una de ellas tiraba de esa carne hacia abajo mientras la otra le comentaba que había regalado todas sus camisetas de tirantes. En apenas un mes, el brazo me iba a doler, pero yo aún no lo sabía. Iba a descubrir que, tras la operación de mama, me iba a costar moverlo. Durante esa primera semana de convalecencia me haría consciente de las actividades que podía y no podía hacer, de cómo necesitaba las dos extremidades para la mayoría de las tareas diarias.
Yo, al igual que Lorde, también escribí un diario:
«El pecho forma parte de mi cuerpo. Hay muchas cosas que no puedo hacer y siento como algunas posturas, algunas tareas en las que creía que mi pecho no estaba involucrado, lo está. Este cáncer me habla de interdependencia y conexión dentro de mi cuerpo. No soy un árbol sino un bosque. Y veo lo desfragmentado que lo sentía, como si cada miembro fuera independiente del otro. Ya no estoy hacia fuera sino hacia dentro. Sentada a la mesa pelo y corto patatas. El movimiento asciende hacia los músculos superiores del brazo y los pectorales. Debo pausar la tarea durante un rato y descansar. Jenny Odell en su libro Como no hacer nada escribe sobre la importancia de hacer ver. El objeto está ahí y si no podemos verlo resulta imposible observarlo. Este tumor y esta operación fijan mi atención en el cuerpo, en el uso que hago de él. La barriga, la celulitis, las arrugas, las dimensiones del culo ya no importan. Nada de eso me ayuda o impide a continuar pelando patatas».
Anoto las palabras relacionadas con la mama. Opulenta, exuberante, grande, abundante, turgente, erguida, caída, péndula, flácida, tetona, plana, pechugona, carnosa, gruesa. Palabras masculinas para describir nuestro cuerpo desde fuera, desde su contemplación. Esa misma línea, ese diagnóstico, me obliga a descubrir mi cuerpo, a observarlo desde dentro. Dejo de ser una crema para las arrugas, ejercicios para un vientre plano o un tinte para el pelo. Me convierto en un cuerpo con órganos vitales, con articulaciones y músculos, con ganglios y omóplato. Me convierto en un cuerpo unido y dependiente de sí mismo, un cuerpo enfermo que se esfuerza por sanarse. Mirarse desde lo funcional, y no desde la estética, es una forma de resistencia.
Audre Lorde cuenta en sus diarios que tras la masectomía se niega a rellenarse el sujetador con lana de cordero, y que es censurada por ello. Escribe:
«Las mujeres hemos sido programadas para ver nuestros cuerpos en términos de cómo los demás los ven y los sienten, más que en función de cómo los sentimos nosotras y cómo deseamos usarlos».
Doña Noninha lo sentía cansado y quería marcharse. Ya había sufrido un cáncer y había pasado varios años en Lisboa siguiendo un tratamiento que la agotó. Pero el cáncer volvió a emerger. A Lorde también le volvió, murió en el año 1992 por la misma enfermedad. Noninha murió en el 2016 rodeada de dos de sus hijos, sus nietos y bisnietos que es lo que ella deseaba.
«Soy una mujer que tuvo una masectomía y que cree que nuestros sentimientos necesitan voz para ser reconocidos, respetados y útiles». Me viene a la mente esta frase de Lorde cuando hablo con una conocida a la que no veía hace tiempo. Me encuentro con ella en la peluquería del barrio. La conversación fluye entre nosotras. Me habla de su mama izquierda, de su grado tres, de la masectomía. Y yo le pregunto sin vergüenza porque creo en la importancia de sentirse acompañada, de la necesidad de esa voz para ser reconocidas. Me cuenta que ella optó por llevar peluca y por hacerse una reconstrucción de la mama. «Quería que cuando me miraran, me vieran a mí y no a mi enfermedad», lo dice repitiendo ese gesto con la mano; se acerca la palma al pecho y la coloca suavemente, recogiéndolo.
Cada mujer debería tener derecho a vivirlo como ella quisiera, sin presiones de ningún tipo. Reconstruirse la mama o no hacerlo. Llevar peluca o un pañuelo. Ser dueñas de nuestro cuerpo. Pero no todas pueden hacerlo. La espera para una reconstrucción de mama en la Seguridad Social española dura de uno a dos años. Si prefiere hacerse por la privada el precio oscila entre los once mil y veinte mil euros. Aquí también hay una línea que separa dos realidades. La misma línea que separa mi cáncer del que viven mis vecinas en esta isla del África occidental.
Según la OMS, en el año 2020 murieron alrededor de 685.000 mujeres en el mundo por un cáncer de mama. La mayoría de estos fallecimientos son de mujeres que viven en países de ingresos bajos y medios. En países con ingresos elevados la curación por un cáncer de mama es de un 90% mientras que en países con ingresos bajos oscila en torno al 40%.
Doña Noninha tuvo la suerte de tener a una hija que había emigrado a Portugal. Cuando le diagnosticaron cáncer, la primera vez, fue a vivir con ella dos años, durante los que no pudo volver a su casa. Una organización le ayudó a encontrar un trabajo limpiando oficinas de noche. Su hija, en los días de la quimioterapia, la sustituía.
«Mis miedos eran los miedos de todas», escribe Lorde. También el dolor es el dolor de todas. De las que están naciendo ahora mismo de su crisálida, de las que acompañan su pecho con un gesto, de las que sufren un grado tres y de las que tras una biopsia les informan que es benigno, de las que se tatúan sobre su cicatriz y de las que deciden darle forma a esa ausencia. También de las que mueren.
Doña Noninha me visitaba y se sentaba bajo mi mandarino porque yo le untaba crema hidratante en ese bulto iceberg que emergía de su pecho. Ella creía que eso le aliviaba el dolor, como si tuviera poderes medicinales. Pero no era eso, claro que no. Era el darse voz, encontrar a alguien que la escuchaba y la acompañaba. Ese ser red por y para otras. Ser crisálidas, siempre.
Belén García Abia. Madrid (1973). Escritora. Autora de diversas publicaciones educativas en la enseñanza de lenguas. En el campo de la literatura, debutó en el año 2015 con El cielo oblicuo (Errata Naturae). Habitual colaboradora en La tribu, una casa propia,y de otros medios digitales. Actualmente vive en Santo Antao, Cabo Verde donde regenta un negocio familiar.