Si la escritura poética es revelación y negación del mundo, acto fundacional y aniquilador a un tiempo, síntesis de unos universos que se crean y de otros que se destruyen, la figura del poeta, entonces, vendría a ser el elemento semiconductor que comunica a esos dos polos, el cuerpo que vincula esos instantes de destrucción y germinación. El poeta, desde una perspectiva cósmica, funcionaría como una suerte de sinapsis, de diminuto y difuso punto de conexión entre ambos momentos. En su interior se produce la descarga eléctrica, el big bang destructor que reordena la materia para crear un universo nuevo.
Si hablamos de dos poetas que son, a la vez, mujeres, la metáfora deviene casi palpable, táctil. Las figuras y las obras de Else Lasker-Schüler y Unica Zürn resultan ejemplares, en el contexto de la literatura alemana, de esa ambigua situación intermedia: «No soy un ser humano en el sentido estricto, pero tampoco un animal […], y no debe asombrarles […] que mi vida se divida en dos mitades», dice Else Lasker-Schüler; mientras que Unica Zürn, en uno de sus inquietantes Anagramas, nos habla también de esa profunda deflagración del ser: «Por mucho tiempo escindida, desligada de todo engrudo, nunca una unidad». Hay en ambas escritoras una obsesión por residir en los límites de dos mundos: lo masculino-femenino en Else Lasker Schüler; la razón y la sinrazón en Unica Zürn, su imaginario oscilante entre lo humano y lo animal, entre el sujeto y el objeto, mientras que la obra de ambas se movía siempre entre las fronteras de la escritura y el dibujo.
Else Lasker-Schüler nace en 1869, justo un año antes de que, con la derrota de los ejércitos franceses en 1870 en Sedán, se iniciara el proceso de fundación del llamado Segundo Imperio alemán, la perfecta maquinaria del totalizador Estado prusiano, principio del desmoronamiento de un mundo de precaria –pero diversa— armonía que Stefan Zweig rememoraría años después en El mundo de ayer. Destrucción de todo vestigio de un universo todavía casi matriarcalmente líquido, etéreo y múltiple, aplastado por la bota soldadesca de una nueva división del mundo, conseguida a base de sólidas reparticiones de tierra y de descargas de fuego. No es raro encontrar en la obra de Lasker-Schüler el oropel grandilocuente de la era Guillermina y la añoranza mistificadora de una tierra prometida y etérea. Gershom Scholem, al referirse a la poeta, habla de «oposición entre una existencia mesiánica y otra histórica». Era tal vez esa mezcla de pompa y misticismo lo que tanto irritaba a Kafka en los poemas de esta autora: «No soporto sus poemas», le escribía el escritor de Praga a Felice Bauer; «no siento al leerlos sino tedio y repugnancia por su oropel artificial. Su prosa me resulta molesta por los mismos motivos, en ella trabaja el cerebro azaroso y espasmódico de una urbanita desaforada […]; me la imagino siempre como a una borracha, deambulando por las noches de bar en bar». Una nota de prensa de 1913, titulada «La poeta y el policía», nos proporciona una anécdota que parece una prefiguración de los actuales flashmob: ocurrió en la ciudad de Praga cuando Lasker Schüler, «ataviada con una túnica negra», inició de madrugada una aspaventosa oración matutina en plena calle que generó un tumulto y provocó la intervención de un agente del orden, al que los acompañantes de la poeta intentaron apaciguar diciéndole que se trataba de un «exótico huésped llegado desde Tebas» (Yusuf de Tebas fue uno de los principescos heterónimos que Lasker-Schüler se inventó para apuntalar su escindida identidad, y en la mayoría de sus dibujos se la ve ataviada con ropas masculinas.)
Esas dos corrientes, apego a la forma heredada del posromanticismo y subversión travestida, atraviesan el cuerpo de Else Lasker-Schüler para producir los chispazos de sus poemas hermafroditas, declamados por un andrógino yo que es testimonio de una fragmentación identitaria casi original. Lo que en su momento fue considerado extravagancia, cobra a nuestros ojos una dimensión moderna que nos remite a los (a veces) estrafalarios reclamos actuales de los travestis en cerradas sociedades machistas, artificialmente ordenadas según obsoletas divisiones genéricas que sólo buscan mantener esas formas tan inherentes al poder. (Ser travesti en un país como Cuba, por ejemplo, es –o era al menos hasta hace muy poco, hasta que el régimen castrista comprendió, algo tardíamente y por mero cálculo político, que era más provechosa la asimilación paulatina que la exclusión punitiva—, un acto de subversión. Por otra parte, en el año 2010, pude ver en Fráncfort del Meno una muestra amplia de los dibujos y acuarelas de Else Lasker-Schüler, y no pude sino asociar su universo gráfico, lleno de estrellitas y motivos astrales y lunares, con el de aquellos hippies ibicencos de los años sesenta que también buscaron refugio en la entonces virginal isla mediterránea en su huida ante un mundo que se había vuelto demasiado materialista: fuga hacia una nueva Jerusalén, hacia una nueva e intacta tierra prometida, originaria. A estas alturas, ya sabemos en qué acaban tales performances: en «chemise-lacosteados» turistas llegados desde Houston o Schwabing para darse leves y poco peligrosos cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones, mientras su acompañante deja constancia del «sagrado ritual» de iniciación con la camarita del teléfono móvil.)
Es, a nuestro juicio, en el cromatismo de sus poemas donde Lasker-Schüler alcanza sus páginas más memorables. Su cercanía a los pintores expresionistas dio como resultado inquietantes poemas que oscilan entre el ensueño y el terror, como acuarelas de una niña asustada. Su nutrida correspondencia con Franz Marc era un constante intercambio de dibujos, y fue a Marc, precisamente, a quien dedicó uno de sus poemas más bellos, a raíz de la muerte del artista de Der blauer Reiter en 1916, durante la Primera Gran Guerra:
Cuando el jinete azul cayó…
Nuestras manos se aferraron como anillos;
nos besamos como hermanos, en la boca.
Arpas se tornaron nuestros ojos
al llorar, en un celestial concierto.
Y nuestros corazones, ahora, son ángeles huérfanos.
Su divinidad, profundamente ofendida,
se ha extinguido en la imagen: destinos de animal.
En otro poema, dedicado al gran expresionista Georg Grosz, la poeta muestra su talento para trazar con palabras, en el más puro estilo expresionista, un retrato de quien fuera el pintor por excelencia de la grotesca sociedad alemana de su época: en ese poema las figuras «se hinchan» como si hubiesen estado mucho tiempo flotando en unas aguas de «turbia letra». Son figuras «misteriosas, extraviadas, con bocas de batracios y almas corrompidas». Basta una ojeada a la pintura más representativa de Georg Grosz para que nos salten a la vista esas figuras casi anfibias (con «bocas de batracios») que, a pesar del colorido estridente, parecen nadar en las apantanadas aguas de un charco otoñal cubierto de coloridas hojas en proceso de putrefacción.
Lasker-Schüler acabó encontrando su tierra prometida en el mundo real, y murió en 1945 en Jerusalén. Nacida judía en Alemania en plena euforia de los llamados Gründerjahre (años fundacionales), moriría como alemana en la patria (también a punto de fundarse) de sus judaizantes fantasías.
Unica Zürn (Berlín, 1916-París, 1970), por su parte, es la encarnación de un desgarramiento que adquiere formas ejemplarmente amorfas en sus Anagramas y sus dibujos: formas surgidas de una fragmentación y una disgregación del pensamiento (Unica era esquizofrénica), pero también del rigor casi matemático de sus composiciones, precisión mecánica de musicalidad cristalina, ingenio y lucidez que parecen producir los sonidos programados de una máquina de escribir autistamente desquiciada, figuras que, como sugería Bataille, con sus tesis anti-estéticas de lo informe, se asemejan a arañas aplastadas de un pisotón: forma nueva (in-forma-lidad, casi podría decirse) tras la destrucción de las formas impuestas.
En un mundo donde la disposición de los signos (letras, palabras, trazos, símbolos) aspira a devolvernos un orden irreal, que no existe sino en la superficie de la con-ciencia, Unica Zürn llena su cubilete de letras, lo sacude con rabia, hace su tiro y recoge los dados dispersos para ir colocándolos, cada vez, en una nueva disposición de puntos negros y titilantes que iluminan nuestros ojos ante la perspectiva de un nuevo orden, de nuevos sentidos. Hay en sus dibujos (y aun en sus Anagramas) una especie de vuelta al universo celular, a una desaforada multiplicación de los órganos; sus figuras muestran, en muchos casos, atributos femeninos de carácter casi monstruoso, como en una suerte de cancerígena proliferación de células. En una de sus obras en prosa, El hombre jazmín, que da fe del deterioro de su mente y de sus múltiples estancias en instituciones mentales, Unica Zürn escribía: «Como alguien que está a punto de ahogarse, busca un punto en el espacio al que aferrarse». También la forma anagramática es un modo de aferrarse a un punto de partida en el espacio de la letra, para, a partir de él, crear frases nuevas. Un anagrama de Zürn parece resumir las tesis de Bataille sobre lo informe, sobre la perversidad del deseo en las relaciones eróticas, que el francés consideraba un mero acto soberano de destrucción sádica, más allá de toda economía de lo utilitario:
Lo utilitario, principio de todo vicio,
tierno canto de una mortaja nupcial:
tierra nueva, angustia, frío. Todo tiempo
es principio de todo. Lo utilitario, ese vicio.
Pero Unica Zürn fue mucho más allá. Su afán por romper los moldes de lo utilitario la condujo a un universo gráfico de inquietantes formas animales y a poner su cuerpo a disposición del artista surrealista Hans Bellmer para que éste creara sus «muñecas». Las fotografías de esas esculturas vivientes muestran distintas partes del cuerpo de Unica Zürn atravesadas por hilos que se clavan en su carne y hacen aflorar protuberancias y redondeces nuevas: como gusanos u órganos puestos bajo el ojo de un microscopio («En el interior de todo ser humano hay un animal encerrado como un reo, y existe una puerta: cuando esa puerta se abre un palmo, el animal sale fuera como el reo que ha encontrado la salida», dice Bataille en Documents).
Hay cierto paralelismo entre los Anagramas de Zürn y las cuerdas lacerantes de Bellmer: la dinamitación de una frase, en la forma anagramática, es el principio de la creación de una nueva con el mismo material, hasta entonces disperso, y esto se corresponde con el proceso de atar y desatar una parte del cuerpo femenino para, de inmediato, empezar desde cero y embalar otra con el mismo entramado de cuerdas. Tanto los anagramas como las «muñecas» parecen querer reproducir los procesos de la vida, con sus fractales, sus rizomas y ramificaciones, visibles en el abanico irregular de raíces y follaje (ésos que los hombres podamos para ajustarlos a nuestro anhelo de forma). Podría incluso decirse que hay en la práctica escritural de Unica Zürn (y en sus trabajos en conjunto con Hans Bellmer) un intento por impugnar toda línea recta, todo molde, toda gramática ilusoria (las de la escritura, las de la arquitectura o la música), que no es sino el fruto de la arrogancia del hombre, de su impericia para afrontar la vida tal como es. Hay en esas obras, por otro lado, una conciencia subliminal del caos, de un anhelo del desorden: el inocente y a la vez perverso pinchazo del niño a un globo de redondez perfecta, la alegría y el susto ante la estampida del aire, de la explosión, de esa forma que se deshace y cuya belleza (informe) podemos contemplar hoy con precisión gracias a la cámara lenta, esa lupa para mirar el tiempo, como llaman los alemanes a ese artificio cinematográfico. Unica Zürn corrige nuestra precaria visión, que no alcanza a ver lo que sí pueden observar los ojos facetados de los insectos.
Viendo en Google una sucesión de sus dibujos, me parece estar hojeando el catálogo de una moderna tienda de tatuajes (¡Otra vez la escritura sobre el cuerpo, la laceración como estética, como placer vinculado al dolor!). Las mallas con las que Bellmer parceló sus piernas y sus senos parecen guiadas por la voluntad de reordenar, con un disparatado trazado de cuerdas, un mundo de líneas rectas bien definidas, ahora transformados en minifundios informes de sentidos nuevos; es el intento por alcanzar una libertad salvaje a través de dolorosas ataduras, capaces de deshacer las viejas. («Nosotros, tu muerte, tejemos tu perpendicular en la tierra, mensajeros salvajes, amamos la muerte», dice Unica Zürn en uno de sus Anagramas.) Las marcas en el cuerpo desnudo de Unica parecen prefigurar las acciones libertarias de Femen con sus irrupciones en esos templos del orden que son los Parlamentos y las vías públicas. Y fue tal vez ese afán de libertad, de deshacer la forma, lo que indujo a Unica Zürn a saltar por la ventana de su apartamento parisino un día de octubre de 1970 y quedar en plena vía pública con la forma nueva e irregular de un gusano aplastado de un pisotón. Freitod llaman los alemanes al suicidio, una palabra en la que se funden el anhelo de muerte y el afán de libertad («Cansada de sufrir, empújame, perro –te lo ruego— hacia el vacío del fin. Es allí donde yo, ciega, tendrían que ver»).