¿Dónde quedan las aristas, las intersecciones, cuando hablamos de feminismos y de poesía hoy en día? Para construir una genealogía de voces de mujeres resulta primordial fragmentar la mirada y hurgar a fondo en la historia de las identidades, poner en entredicho un sistema que históricamente ha colocado unos cuerpos en un lugar de privilegio con respecto a otros, también dentro de las mismas teorías feministas. Subvertir el canon significa, entonces, también investigar desde lugares culturalmente más lejanos y deconstruir el discurso mediante una reinterpretación radical de los hechos históricos.
En este sentido se mueve Voyage of the Sable Venus, el debut poético de Robin Coste Lewis, galardonado con el Premio Nacional del Libro de 2015 en la categoría de poesía. A través de una prosa poética con un ritmo vibrante, la autora, una docente universitaria afroamericana, medita sobre la figura de las mujeres negras a lo largo de los siglos con una voz fresca, valiente y penetrante. Desde los primeros versos del poema que abre el libro, Plantación, se puede palpar la atrevida y, a la vez necesaria, misión de la poeta, que indaga sobre cuestiones como raza, género y deseo, en una continua metamorfosis de los personajes, desconcertando por completo al público lector y dejándolo sin ningún referente fijo. De esa forma, a lo largo del libro, dinamita los estereotipos sobre las mujeres negras también en el arte y, en especial modo, en el sistema cultural occidental y colonial. Se trata, sin duda, de una lectura que ofrece nuevas visiones sobre la historia y el cuerpo y que no dejará a nadie indiferente.
***
PLANTACIÓN
Y luego una mañana nos despertamos
abrazados sobre el suelo desnudo de una inmensa jaula.
Para hacerte feliz, decoré los barrotes.
Puesto que nunca pasaste hambre, sabía
que podía decirte que la parte negra
de mi familia tuvo esclavos.
Supongo que esa es la razón
por la que te quiero: porque te lo conté
y, a pesar de ello, querías besarme.
Nos reímos cuando dije plantación,
y nos hundimos en las sillas cuando dije caña.
Había dedos en el suelo
y los cuerpos rotos de mujeres
devastadas por los caballos
durante la Inquisición.
Dijiste, ¡No me lo puedo creer!
Cada cierto tiempo pasabas de ser
un antílope revoltosa
a una de esas jóvenes mestizas: con coletas,
cuero, ojos que tejen telarañas, implorando
por ensalada de huevo y budín de plátano.
O de repente te convertías en la madre de la chica,
alejándote de ti mismo.
Puesto que mi cabeza entera estaba cubierta
por una rebosante colmena, creías
que no me habría dado cuenta. Pero lo hice. Lloré miel.
Y luego tenías catorce años, y te había crecido
una gloriosa polla bajo la falda. Para presumir
te restregaste sobre mí. Y tu lengua acabó
dentro de mi boca, quise decir
Por favor, antes pregunta, pero era tu
lengua, así que, de repente, ¿a quién
le importaban tus pésimos modales?
Teníamos libros y una catarata
precipitaba en un rincón.
Nunca reconocí que no podía
recordar lo que
me dijiste aquella vez, esas tiernas palabras
que dijiste no debería olvidar nunca.
En cuanto las pronunciaste, las olvidé.
Me pregunto si creías que estábamos perdidos.
No estábamos perdidos. Éramos la pérdida.
Y, mientras tanto, solo podía pensar
en las infinitas maneras en las que habría deseado
comerte. Como ser
devorado puede hacer llorar a alguien. Y esperaba
que te gustase el sabor fresco y agradable
del jugo de la caña. Acercaste
mi hueso púbico hacia ti. No te dije
sigue roto, no te dije
aún sigue aquella fractura. Dolía,
pero me quedé en silencio porque te veía sonreír.
Dijiste, los barrotes son preciosos, cariño,
luego restregaste tu pata trasera sobre mí.
VERANO
El verano pasado dos jóvenes y discretas serpientes dejaron su piel
en mi pequeño porche, dos mañanas seguidas. Siendo
ahora postmoderna hice como si no la hubiera visto
o como si no entendiera lo cíclico que sabía que estaba ocurriendo
dentro de mí. En cambio, cada hora le decía a mi hijo
que parara con su incesante manía de contestarme mal. Pelé
un plátano. Y maldije a Dios –Su arrogancia,
Su insolencia- por seguir esperando nuestra devoción
tras crear el amor. Y los mosquitos. Le enseñé
a mi hijo la piel muerta y acartonada para que él también
supiera cómo se siente una cuando algo aparece
ante tu puerta –dos veces- para decirte lo que ya sabías.
*
PLANTATION
And then one morning we wake up
embracing on the bare floor of a large cage.
To keep you happy, I decorate the bars.
Because you had never been hungry, I knew
I could tell you the black side
of my family owned slaves.
I realize this is perhaps the one reason
why I love you: because I told you this
and you still wanted to kiss
me. We laughed when I said plantation,
fell into our chairs when I said cane.
There were fingers on the floor
and the split bodies of women
who’d been torn apart by horses
during the Inquisition. You’d said
Well I’ll be damned!
Every now and then, you’d change
from a prancing black buck
into a small high yellow girl: pigtailed,
patent leather, eyes spinning gossamer, begging
for egg salad and banana pudding.
Or just as quickly you’d become the girl’s mother, pulling
yourself away from yourself.
Because my whole head was covered
with a heaving beehive, you thought I didn’t
notice. I noticed. I cried honey.
And then you were fourteen, and you had grown
a glorious steel cock under your skirt. To brag
you rubbed yourself against me. Then your tongue
was inside my mouth, and I wanted to say
Please ask me first, but it was your tongue,
so who cared suddenly
about your poor manners?
We had books and a waterfall
was falling in the corner.
I didn’t tell you I couldn’t
remember what that thing was you said
to me once, that tender thing you’d said
I should never forget.
The moment you said it, I forgot it.
I wondered if you thought we were lost.
We weren’t lost. We were loss.
And meanwhile, all I could think
about was the innumerable ways
I would’ve loved to have eaten you. How
being devoured can make one cry. And I hoped
you liked the pleasant taste
of juiced cane. You pulled
my pubic bone toward you. I didn’t
say It’s still broken; I didn’t tell
you, There’s still this crack. It was sore,
but I stayed silent because you were smiling.
You said, The bars look pretty, Baby,
then rubbed your hind legs up against me.
SUMMER
Last summer, two discrete young snakes left their skin
on my small porch, two mornings in a row. Being
postmodern now, I pretended as if I did not see
them, nor understand what I knew to be circling
inside me. Instead, every hour I told my son
to stop with his incessant back-chat. I peeled
a banana. And cursed God—His arrogance,
His gall—to still expect our devotion
after creating love. And mosquitoes. I showed
my son the papery dead skins so he could
know, too, what it feels like when something shows up
at your door—twice—telling you what you already know.