En un sitio como este (una chica como yo): cuando empecé a plantearme publicar estos artículos – crónica o reflexión de esta rara experiencia de rutinas y cosas extraordinarias–, ese título para la serie se me apareció con toda claridad. El asombro, la extrañeza, la sensación de estar donde no estaba previsto que una estuviera. Por los tres factores: el sitio como este, la gente como yo… y el hecho de ser una chica.
Los sitios como este (los centros de poder y decisión, los lugares de discurso y visibilidad) han tenido históricamente como una de sus características la capacidad de ser una fortaleza que dejase en un nítido afuera a la gente como yo (entendiendo por esto a casi toda la gente). Pero el hecho de ser mujer, por supuesto, es un matiz en absoluto baladí. Participar en política (sea desde la visibilidad de las portavoces, o sea desde las tareas estructurales que hacemos tantas otras) aúna tres de las cosas que más se han negado a las mujeres a lo largo de la Historia: la palabra, el espacio público y el poder. Esa inercia es un permanente desafío: todo en este entorno son modos de decirte tú no perteneces aquí.
Hace unos días vi, en el Teatro del Barrio de Madrid, la obra “Emilia”. En escena, una Pardo Bazán en la que Pilar Gómez aúna delicadamente firmeza, humor, ternura y mala leche se enfrenta a los integrantes de la Real Academia de la Lengua, que ven como un delirio hilarante su deseo de entrar a formar parte de la institución. El monólogo escrito por Noelia Adánez es una continua confrontación de un afuera y un adentro. El adentro pautado del poder y la norma, personificado en esas decenas de señores empeñados en mantener inamovible un mundo de privilegios. Y el afuera complejo y lleno de vida que Emilia les pone enfrente: porque ella no es solo, en esta obra, su escritura y sus argumentos políticos. Ella es la vida entera entrando como una turba: el amor, y el orgullo, y la familia, y la casa, y la provincia, y el sexo, y la violencia. Todo eso que es mucho más cómodo dejar afuera, para un adentro aparentemente insensible a todo lo que nos constituye en realidad.
Unos días antes, había tenido ocasión de participar en el Gabinete de Urgencia Feminista que organiza esta misma tribu en la que escribo. El lema de la velada era “lo personal es político”. Yo dudaba al principio sobre la pertinencia de que ese fuera el mejor enfoque, y lo hacía sobre todo porque me parecía que, a estas alturas, podría resultar demasiado evidente. Me equivocaba: queda mucha tela por cortar.
Esta idea de que lo personal es político es una de esas que han ido instaurándose como indudables más allá del feminismo que la acuñó y le dio alas. En nuestro modo de hacer política no cabe otra cosa que la politización de nuestras vidas. Tomar conciencia no es sino darse cuenta de que los problemas que nos urgen y condicionan no son propios, sino colectivos, estructurales. Y de que, entonces, solo cabe organizarse y hacer. Es un lema, además, que también funciona a la inversa: hay que entender que lo político es personal. Recuerdo algo que escuché en una charla al dramaturgo tunecino Fadhel Jaïbi: “mientras dices que no te interesa ocuparte de la política, la política está ocupándose de ti”.
También en estos días, me encontré con un artículo que me hizo sentir muy acompañada: “Hombres de más de 40 con corbata”, de la concejala del ayuntamiento de Barcelona Gala Pin. “Vivo en un mundo de señores con corbata” es una de las frases que más me ha servido para iniciar mis relatos, últimamente. Y ese mundo, para una chica como yo, igual que para una chica como Gala, está lleno de vivencias muy extrañas. Decía el otro día Sofía Castañón – amiga, poeta y diputada – en un tuit: “No me gusta que me llames señoría, pero tampoco que me llames bonita”.
En un sitio como este, a una chica como yo, su homólogo con corbata de otro partido cree que puede decirle, al final de la reunión: “lo has hecho muy bien, niña”. No, no quiero hacerlo muy bien: mi papel es pelear contigo, contra ti.
En un sitio como este, cuando una chica como yo trata de que un medio retire una noticia falsa sobre la vida sentimental de una compañera, le responden: “¿Pero por qué te pones así, mujer? Si es solo un divertimento, una cosa fresquita”.
En un sitio como este, cuando una chica como yo presenta un buen informe, ocurre que alguien se permite felicitar, en vez de a la chica como yo, al chico con el que en ese momento tiene una relación afectiva. Porque, naturalmente, si está bien, tendrá que ser él quien lo haya hecho.
En un sitio como este, si una chica como yo está negociando las condiciones de un debate electoral y plantea que en este tiempo ya no tiene sentido suponer que el acompañante del candidato sea necesariamente su pareja, puede pasar y pasa que el homólogo con corbata de otro partido responde con voz de burla y un “ya están estas, siempre igual”.
En un sitio como este, una chica como yo se siente a menudo como si fuera un marciano o hablase en un idioma incomprensible.
Pero hasta aquí hablamos de los otros. Esto incide en nuestros días y los dificulta. Pero quienes me preocupan realmente somos nosotros. Nosotros, nosotras, cómo pensamos y actuamos, ante todo esto.
Una cosa más que ha ocurrido en estos días son muchos debates y polémicas sobre, precisamente, todo esto. El papel y la situación de las mujeres en el mundo político. El feminismo y sus formas. Algunos temas espinosos, como la prostitución o la pornografía. Y, sobrevolando todo ello, la pregunta sobre qué pueda significar eso de feminizar la política. El término me preocupa, y el debate me interesa. Dos peligros me parecen clave – y no por evidentes y muy pensados tenemos que darlos por ganados –.
En un primer sentido, me preocupa que una visión corta de ese feminizar reduzca la cuestión a un problema de presencia. Correríamos el riesgo de que, con tener mujeres en los puestos de visibilidad, curásemos el síntoma en vez de la enfermedad, y nos quedásemos tan tranquilos. No se trata solo de estar, sino de cómo y dónde se está. ¿Cómo estar? La pregunta va desde el conflicto que todas hemos sentido con las cuotas a la no menos inevitable tentación de “ser un hombre” para que todo sea más fácil.¿Dónde estar? Lo que importa no es la foto sino los lugares donde realmente se decide: la paridad no puede ser un paliativo frente a los techos de cristal.
En este sentido, la garantía del acceso tiene radicalmente que ver con hacer las cosas de otro modo. Y nada más lejos de mi intención que caer en ningún esencialismo: no pienso que la presencia de mujeres en lugares de poder sea un antídoto automático contra las lógicas de competitividad y jerarquía que han venido siendo inherentes a la política. Pero sí pienso que quien ha sentido y siente la violencia del “tú no perteneces aquí” es más fácil que no reproduzca las lógicas de exclusión. Abrir la puerta de la participación a quienes han sido tradicionalmente excluidos es a la vez condición y consecuencia de ese hacer las cosas de otra manera en el que, de nuevo, lo personal se revela político, y viceversa. Esa “externalidad positiva” en el “espacio de los iguales”, que nos dejaron teorizado las que pensaron antes y recordaba también últimamente María Pazos en uno de los artículos que contribuyeron al debate.
En un segundo sentido, la reflexión sobre qué sea feminizar implica necesariamente la reflexión sobre qué es ser mujer y si esto aporta algo específico en política – y qué–. De nuevo, “esencialismo” es la palabra que nombra el peligro. Despatriarcalizar, desmasculinizar son otras palabras interesantes para poner en juego en estas reflexiones. Medio en serio medio en broma, alguien decía el otro día: “¿Feminizar la política? ¿Cuidados, dulzura? ¿Te busco unas fotos de las sufragistas y sus acciones?” Mantener complejo lo complejo es radicalmente necesario, en un mundo de simplificaciones.
Entre las obsesiones recurrentes de este momento político de construcción, con un amigo damos vueltas muy a menudo a la idea de si estamos siendo capaces de generar modelos a emular, y cuáles: ¿cuáles son los roles de referencia a los que puede agarrarse alguien que se aproxime a la política en estos días? En ese debate, apasionante, tiendo a pensar que es fundamental que esos modelos muestren, además de sus firmezas, sus fisuras. Que, como Emilia en la obra, dejen entrar la vida como una turba en el espacio de lo contenido que suponía la política tal y como la veníamos conociendo. Si no ponemos sobre la mesa las contradicciones, los dolores, el modelo no sirve. Siempre uso la misma analogía: los amores libres. Quienes defienden nuevos modelos de relación desde la certeza y sin admitir la dificultad, condenan a otros al dolor. En este ejercicio complicado de ser gente como nosotros en lugares como este, necesitamos decir que duele. Porque, si no, quien venga detrás y nos tome como modelo, no sabrá que ese dolor es posible, y es normal, y es hasta señal de cordura. Por el contrario, se sentirá débil y torpe, sentirá que sus contradicciones inhabilitan, que no tiene la fortaleza que es necesaria para esta tarea. Que no merece sino permanecer en el afuera. Que otras personas sientan esto ha sido siempre un arma en las manos de quienes quieren mantener el poder, pero es un virus letal para la voluntad de hacer las cosas de otro modo.
El feminismo no puede ser sino esa contradicción sobre la mesa, esa pregunta abierta, ese dolor desnudo. Ese señalar las fisuras de los otros, sí, pero también las que nos habitan. El feminismo no es un perfil que se pueda construir, ni un discurso rentabilizable. No es ni un lavado de cara a la voluntad de ser la excepción entre varones, ni el pegamento de un enjambre en el que ser la abeja reina. El feminismo es un modo de estar en el mundo, una vivencia que atraviesa: la mejor herramienta que las chicas como yo tenemos, en los sitios como este, para leer en términos fértiles lo que nos ocurre.
En mi despacho tengo pegada, como un póster, desde mucho antes de ver la obra, una cita de Emilia Pardo Bazán: “Semejantes victorias no merecen la batalla”. En un sitio como este, a una chica como yo todo el mundo le dice cuáles son las batallas legítimas, y de qué modo debe darlas. Nuestras victorias, sin embargo, son incomprensibles en el lenguaje de los señores con corbata.
Vivir en esa doble o triple guerra es cansado, y duele. Pero me temo que es a lo que hemos venido aquí.