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Hace unos días, un compañero del camino este de la política ponía un tuit que me gustó mucho. Se trata de un compañero peculiar, además: de esos que una no creía ni que tendría, ni que llegaría a gustarle tanto tener. Julio, que tras haber sido militar de alto rango ha decidido, en su jubilación, poner su experiencia al servicio de un proyecto comandado por un montón de jóvenes al que muchos llaman ingenuos. Decía su tuit: “¿Sigues? me preguntan. Pues claro. No quiero avergonzarme de haber renunciado a pelear por un mundo mejor para los que vienen detrás”.
Esta sensación ha sido recurrente en estas semanas. Mientras La Tribu tenía su parón navideño, también la extraña casa del Congreso lo está teniendo: y más largo aún. Durante todo el mes de enero no hay (apenas) actividad parlamentaria, lo que no quiere decir que no se trabaje. Las diputadas y diputados corretean de reunión en reunión, tachan tareas de la lista de pendientes, atienden con calma sus territorios. Por lo demás, en vacaciones todo el mundo aprovecha para hacer limpieza general, para ordenar la casa. Algo así pasa también en los partidos políticos: en este principio de año, quien más quien menos anda preparando sus congresos, asambleas, comités, encuentros de un tipo u otro para repensar, reorganizar, refundar.
También en nuestras vidas, supongo, este enero es el mes de la reorganización vital. Es en entonces cuando llega la pregunta que le hacían a Julio. “Bueno, y en esta nueva etapa, ¿vas a seguir?”
es en efecto la pregunta recurrente de este tiempo de impasse amplificado al máximo volumen por medios de comunicación y conversaciones de bar. Es así como la cuesta de enero coge un tono de punto de inflexión, como si fuera realmente posible ir dividiendo en tiempo en partes.
Algunos de los que preguntan se amparan en el tamaño y permanencia de las ojeras: “¿Vas a seguir aguantando este ritmo? ¿No prefieres volver a lo tuyo?” Otros apoyan la pregunta en la derrota electoral. Otros, en el aburrimiento institucional. Pero lo que la mayoría tiene en el fondo de la duda es lo que, a su entender, falta o sobra en el proyecto al que se pertenece. Lo que en realidad están diciendo es algo así como: “¿no te has llevado ya demasiada decepción?”
Sí, la pregunta subyacente dice: “¿Cómo puedes seguir en esto pese a todas sus imperfecciones?” Yo leo entre líneas, por ejemplo: “¿Cómo puedes seguir en esto, pese a que no es tan feminista como debería?” Supongo que a muchas de mis compañeras les resonará a menudo:“¿Cómo puedes seguir en esto, si habéis cedido con la renta básica?” Y a otras les dirán: “¿Cómo puedes seguir, si no defendéis el derecho de autodeterminación?” O tal vez: “¿Cómo puedes seguir en un proyecto tan deficitario en lo que respecta al ecologismo?” Son infinitas las posibles versiones del “¡pero con lo firme que tú eras en la defensa del noséqué, y ahora mírate!”
La respuesta a cada una de esas preguntas es, a mi entender: “pues precisamente por eso”.
En algún momento de nuestras vidas se nos hizo entender que “entrar en política” implicaba algo así como asumir catecismos. Creo que a muchas nos ocurrió: pensar que si se discrepaba en algo con un ideario, ya no se podía militar. Que la adhesión a un proyecto debía ser de todo o nada.
Y así, claro, nos pasamos los años en el nada.
En la vida, yo me he ido enterando tarde de casi todo. Me encantaría a veces poder decir que llevo siendo militante de algo desde los quince años, que ya en el instituto me las arreglaba para montar revoluciones o que la conciencia de género me acompaña desde que empecé a tener uso de razón. Me gustaría a menudo tener como mínimo un sólido pasado punk o hippie u okupa que me diera un poco de la autoridad y seguridad que otorgan los caminos largos. Pero me temo que no. Yo de todo me fui enterando tarde y a duras penas, a medida que lecturas y vivencias iban encajando. El caso es que no fue hasta eso de los veinte cuando apareció para mí la experiencia política colectiva reveladora. Y no fue de partido, sino de asamblea —de pequeña asamblea, además—. Vino de la mano de un colectivo amigo, un grupo de poetas y artistas que se las han arreglado para que su modo de estar en el mundo responda con fidelidad a sus creencias. Con ellos, que viven ajenos a la prisa del capitalismo, aprendí en dos sentidos la virtud de ese estar permanentemente pensando en común. Primero, la sorpresa de lo hermoso que es salir de una reunión pensando lo contrario de lo que tenías por cierto al llegar, y que el orgullo sea ese: yo que rozaba el individualismo por la vía de pensar que hacía las cosas muy bien sola, me encontré aprendiendo que entre varios siempre se piensa mejor. En segundo lugar, la tranquilizadora compañía que supone, a partir de ahí, sentir que siempre se lleva la asamblea encima, encarnada. Que nunca se habla por una misma, por una sola. Una vez conocida, esta sensación ya nunca deja de acompañarte.
Algo me dice que este aprendizaje que a mí, en lo personal, me cambió la vida, fue el mismo que se tuvo colectivamente con el 15M. Y que fue ese aprendizaje el que nos llevó a muchos a sentir que, pese a lo que habíamos pensado siempre, entrar en política no suponía adoptar catecismos. Sino, probablemente, todo lo contrario.
Mi mayor convencimiento desde que estoy en esta aventura de la Política con mayúscula es que esta consiste, sobre todo, en el arte de gestionar las concesiones. Ideas de cómo debiera ser el mundo, todos tenemos una (por lo menos). Así que, en cuanto nos juntamos para hacer algo, lo que sea, ya empezamos a tener que negociar y conceder. Y en esa conversación, pensar que sea la visión del mundo de una la que deba necesariamente salir como conclusión de la asamblea se parece más a un intento dictatorial que a cualquier otra cosa. Yo he tardado treinta años en irlo apenas entendiendo, pero ahora veo con cierta claridad que asumir las renuncias que debe hacer cada visión para sumarlas todas en un proyecto común que las ponga en diálogo es precisamente lo que nos salva de que estar en política se parezca a adoptar catecismos. Que a lo mejor, muy a menudo hacer política nos cuesta porque el orgullo nos lleva a llamar renuncia a lo que en realidad se podría llamar entendimiento.
Cuando se miran los toros desde la barrera se ven las cosas muy claras: pero es porque se miran de una en una. Es el delicado juego de balances entre las certezas y prioridades que cada uno tiene claras lo que acaba por configurar, supongo, los límites de lo posible.
Cuando leí el tuit de Julio, me acordé de inmediato de una anécdota que suele contar el poeta Fernando Beltrán. Dice que a menudo le ocurre, como a todos, que se encuentra por la calle a un viejo amigo, alguien a quien conoció digamos en su juventud, que le pregunta: “Oye, ¿y sigues siendo poeta?” Y que lo que responde es, pongamos por caso: “Y tú, ¿sigues siendo médico?”
A lo mejor con esta respuesta me podría haber ahorrado este artículo, y todas sus razones.
Empieza el año nuevo, se hace limpieza de las casas y las cabezas, y seguimos: por supuesto que seguimos.
Porque todos los motivos para dejarlo son personales. Pero todos los motivos para seguir son colectivos.