Años, días, minutos

Fotografía de Mariña Sánchez Testas.

 

 

Fotografía de Mariña Sánchez Testas.

Fotografía de Mariña Sánchez Testas.

 

 

Catorce años. Catorce años con todos sus meses, todos sus días, todas sus horas. En catorce años quienes eran bebés han alcanzado ya la edad de empezar a enamorarse, y algunas de las madres que se preguntaban con qué palabra podían nombrar la ausencia de sus hijos muertos, ya han muerto también. En catorce años hay quienes logran rehacer su vida y quienes asumen que no la reharán nunca. Catorce años con sus días, con sus horas, con el lento paso de los minutos de dolor o el díscolo tiempo que se escapa cuando la luz logra pese a todo abrirse paso.

Catorce años son los que han pasado desde que el Yak42 que se estrelló en Turquía dejando 62 muertos hasta que los responsables políticos de la catástrofe han comenzado a dar explicaciones en el Congreso español. Y cada uno de los minutos de esos años se palpaban en el ambiente de la sala en la que comparecía el pasado martes la ministra de defensa. Creo que a todos nos rondaba la certeza de que dedicar década y media a una lucha de reparación es lo contrario a poder vivir un duelo en paz, y nos asolaba el abismo de ese planteamiento.

Catorce años más tarde, quienes dan las explicaciones no son quienes tomaron las decisiones, sino sus sucesores en los mismos cargos. Catorce años más tarde, quienes ejercen la oposición de las preguntas más duras son personas que vieron el desastre por televisión. Los familiares de los muertos, sin embargo, sí son las mismas personas.

Pero el ejercicio de reparación importa en su sentido colectivo. Recoger el testigo de la indignación o el de la responsabilidad es un modo de ejercer la comprensión de que la memoria nos construye como comunidad. Saber que somos parte de un hilo de causas y consecuencias del que no podemos abstraernos.

La mirada larga, sin embargo, es a menudo difícil en el desempeño cotidiano de la política. Cuando el ritmo lo marcan los titulares, las reacciones, las redes sociales, el tiempo parece acelerarse tanto que olvidamos que el momento de dentro de catorce años existirá. Y que la invisible cadena de los hechos incidirá de algún modo en quienes lo habiten.

Algunos viernes, cuando la casa de los leones está en calma, quienes trabajamos aquí nos sumamos a una de esas visitas guiadas en las que los turistas se pasean reverentes por los pasillos de nuestro día a día. Un día visitamos el archivo, otro nos dejamos contar las pinturas del hemiciclo. Siempre terminamos con la misma, contradictoria, sensación de alivio por sentir el peso del tiempo. Como si de algún modo un relámpago de noción de todo lo que nos ha precedido nos relajara de esas menudencias que en la inmediatez parecen tan importantes.

Un día nos enseñaron, por ejemplo, el original de la Constitución de 1812, con su papel quebradizo y sus tapas muy rojas. La Historia atravesó nuestras prisas con un golpe de trascendencia. Después nos enseñaron otro documento, más antiguo aún: uno de esos libros con los que las familias demostraban su sangre limpia y su saga de héroes para obtener un título de nobleza. Cientos de páginas manuscritas, con sus miniaturas coloreadas: la permanencia de lo humano, las motivaciones que llevan siglos siendo idénticas, nos dieron un escalofrío. Al salir a la calle era mucho más fácil relativizar casi todo.

Cien, doscientos, cuatrocientos años, con todos sus días, con todos sus minutos. Marcando la cadena de las causas y las consecuencias.

Una de mis historias favoritas, en todo caso, es la del reloj. El reloj astronómico que vigila desde una de las salas cercanas al hemiciclo. Con sus tallas en madera y nácar y su majestuosidad, este reloj no marca solo las horas: también la posición de las estrellas y planetas sobre el zodiaco, la diferencia de nuestras horas humanas con la que indica el sol realmente, el momento del día que es en veinte ciudades del mundo o la previsión meteorológica. Lo que su historia cuenta es que un relojero suizo afincado en Barcelona – y al que solemos imaginar como un tipo con gran seguridad en sí mismo- se pasó un año construyéndolo, encerrado en su casa. Cuando lo terminó, montado y todo se lo trajo a Madrid, y se lo ofreció al Congreso con una carta en la que explicaba su preocupación porque “el arte de medir el tiempo se hallara en España en un considerable atraso”.

Las pinturas que decoran el palacio en el que se reúnen los diputados también cuentan muchas cosas sobre nuestra memoria. Están las alegorías que definen la idea de nación, las virtudes que se les suponen a los soberanos, todos esos héroes, todas esas musas. Están, representadas a todo color, las ideas heredadas que definen la comunidad que se ha ido construyendo. Al mirarlas, una revive la sensación de aquellas clases de filosofía de la Ciencia o de filosofía de la Historia en las que se desentrañaban los sistemas de pensamiento que servían de andamiaje a los modos de mirar el mundo de cada época. Esas certezas que el tiempo ha ido desmontando, y que hoy miramos con una ternura no exenta de cierta soberbia. Y que, sin embargo, con sus logros y sus catástrofes, nos fueron trayendo hasta aquí.

Catorce años, cien, doscientos. Miro el lento reloj astronómico y me pregunto: ¿qué memoria estamos generando? ¿Qué será lo que se vea de nosotros cuando se nos mire desde dentro de un tiempo? ¿Cuáles de nuestras certezas se habrán revelado tan inocentes como las tierras planas y los ángeles que acompañan a los hidalgos?

¿Cuáles habrán sido nuestros fallos imperdonables, y quién pedirá su reparación?

¿Quiénes permanecerán, y a qué coste? ¿Quiénes se habrán ido, y a dónde?

¿De cuáles de las urgencias de ahora nos acordaremos siquiera nosotros mismos?

¿Cuáles de esas cosas que damos por naturales serán precisamente las que no se logren entender?

El reloj, en todo caso, permanecerá impasible, marcando años, días, minutos, la presión atmosférica, el paso de los planetas por los zodiacos.

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