Cinco voces-surco IV: Hélène Cixous

La escritora Hélène Cixous.

 

La escritora Hélène Cixous.

La escritora Hélène Cixous.

 

No sé si alguna vez Hélène Cixous habrá escrito un poema. Hélène Cixous no se llama a sí misma poeta. Hélène Cixous, sencillamente, escribe.

Sin embargo, a mi modo de ver, cuando Cixous escribe teoría / ficción, teoría y ficción, ficciónteoría, impugnando la común, operativa y claustrofóbica división de los géneros literarios, se acerca mucho más a la poesía que muchos de los así llamados poetas.

Llamarse poeta no me parece interesante. Me provoca, a veces, una de esas arcadas que debían sacudir a Witold Gombrowicz cuando pensaba en el vacío y en la escasa repercusión social de la poesía. Autodenominarse poeta resulta caduco, incluso ramplón, como aquel personaje de El asado de Satán de Fassbinder que convocaba en su casa, bajo la luz de decimonónicos candelabros, a un público hastiado para que le oyera declamar.

Tengo la impresión de que los verdaderos poetas se mantienen únicamente en el plano inmanente de la lengua, y en ella, como en una superficie de corcho, realizan casi imperceptibles incisiones. Muchos de ellos, como la propia Cixous, ni siquiera escriben poemas.

Cuando Hélène Cixous escribe sobre Clarice Lispector, sobre Marina Tsvetáieva o sobre Heinrich von Kleist, abre una rara dimensión de la teoría literaria. Yo la siento cercana porque es una dimensión táctil, lúdica, que se mantiene en el caudal de la sensación y, además, la sobrevuela.

Lejos de la mirada erudita, Hélène Cixous nos enseña a leer masticando y deglutiendo los textos, apasionadamente. Cixous es caníbal y es acariciadora de escrituras. Hace de la literatura una experiencia viva, como un animal regurgitado que hubiera cobrado forma fuera de los libros, como un cuerpo que baila y merodea y que, imagino, tiene la misma risa que el Odradek de Kafka: una risa emitida por un ser sin pulmones que resuena como un “crujido de hojas secas”.

 

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Referencias:

Entrevista con Hélène Cixous

 

 


 

 

 

“Al principio, adoré. Lo que adoraba era humano. No personas; no totalidades, no seres denominados y delimitados. Sino signos. Parpadeos de ser que me impactaban, que me incendiaban. Fulguraciones que llegaban a mí: ¡Mira! Yo me abrasaba. Y el signo se retiraba. Desaparecía. Mientras yo ardía y me consumía entera. Lo que me sucedía, poderosamente lanzado desde un cuerpo humano, era la Belleza: había un rostro, en él estaban inscriptos, guardados, todos los misterios, yo estaba delante, presentía que había un más allá al que no tenía acceso, un allá sin límites, la mirada me oprimía, me impedía entrar, yo estaba afuera, en acecho animal. Un deseo buscaba su morada. Yo era ese deseo. Yo era la pregunta. Destino extraño de la pregunta: buscar, perseguir las respuestas que la calmen, que la anulen. Si algo la anima, la eleva, la incita a plantearse, es la impresión de que el otro está allí, muy cerca, existe, muy lejos, de que en algún lugar en el mundo, una vez cruzada la puerta, está la cara que promete, la respuesta por la cual uno continúa moviéndose, a causa de la cual uno no puede descansar, por amor a la cual uno se contiene de renunciar, de dejarse llevar; a muerte. ¡Qué desgracia, empero si la pregunta llegara a encontrar su respuesta! ¡Su fin!

 

 

Amar: conservar vivo: nombrar.

 

 

El rostro primitivo fue el de mi madre. Su cara podía a voluntad darme la vista, la vida, quitármelas. A causa de la pasión por el primer rostro, durante mucho tiempo esperé la muerte por ese lado. Con la ferocidad de un animal, no quitaba la vista de mi madre. Cálculo erróneo. En el tablero yo mimaba a la dama, y el que cayó fue el rey.

 

 

Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado; nada podía pasar.

 

Mi escritura mira. Con los ojos cerrados.

 

 

¿Quién puede definir lo que quiere decir «tener»?; ¿dónde sucede el vivir?; ¿dónde se asegura el gozar?

 

Primero escribí en verdad para cerrarle el paso a la muerte. A causa de un muerto.

 

Con una mano, sufrir, vivir, palpar el dolor, la pérdida. Pero está la otra: la que escribe.

 

¿Escribir? Ni lo pensaba. Soñaba con eso todo el tiempo, pero con el pesar y la humillación, con la resignación, la inocencia de los pobres. La Escritura es Dios. Pero no el tuyo.

 

Yo comía los textos, los chupaba, los mamaba, los besaba. Soy el niño innumerable de su multitud.

 

Pero ¿escribir? ¿Con qué derecho? Después de todo, los leía sin derecho, sin permiso, a sus espaldas.

 

¿Escribir? Me moría de ganas, de amor, dar a la escritura lo que ella me había dado, ¡qué ambición! Qué imposible felicidad. Alimentar a mi propia madre. ¿Darle a mi vez mi leche? Loca imprudencia.

 

Todo en mí complotaba para vedarme la escritura: la Historia, mi historia, mi origen, mi género. Todo lo que constituía mi yo social, cultural. Empezando por lo necesario, que me faltaba, la materia en la cual la escritura se talla, de la que se arranca: la lengua.

 

Tú puedes desear. Puedes leer, adorar, ser invadida. Pero escribir no te está concedido.

 

Hablar (gritar, aullar, rajar el aire, la rabia me impelía a eso sin descanso) no deja huellas: tú puedes hablar, -eso se evapora, los oídos están hechos para no oír, la voz se pierde. ¡Pero escribir! Sellar un contrato con el tiempo. ¡Anotar! ¡¡¡Hacerse notar!!!

 

– Eso está prohibido.

 

– no tengo lugar donde escribir. Ningún lugar legítimo, ni tierra, ni patria, ni historia que sean mías.
Nada me corresponde – O bien todo y no más a mí que a cualquier otro.
– No tengo raíces: en qué fuentes podría hallar alimento para un texto. Efecto de diáspora.

 

– No tengo lengua legítima. En alemán canto, en inglés me disfrazo, en francés robo, soy ladrona, ¿dónde iba yo a recostar un texto?

 

 

– Hasta tal punto soy ya la inscripción de una distancia, que una distancia más es imposible. Me dan esta lección: tú, la extranjera, insértate. Toma la nacionalidad del país que te tolere. Pórtate bien, entra en vereda, en lo común, en lo que imperceptible, en lo doméstico.

 

He aquí tus leyes, no matarás, serás muerta, no robarás, no serás una mala recluta, no estarás loca ni enferma, sería una falta de consideración con quienes te hospedan, no zigzaguearás. No escribirás. Aprenderás las cuentas. No te tocarás. ¿En nombre de quién iba yo a escribir?

 

(«Ella sólo se despierta al contacto del amor, antes de ese momento es sólo sueño. Pero en esta existencia de sueño se pueden distinguir dos etapas: primero el amor sueña con ella, luego ella sueña con el amor.»)

 

Arriba, vivo en la escritura. Leo para vivir. Leí muy pronto: no comía, leía. Siempre «supe» sin saberlo, que me alimentaba de texto. Sin saberlo. O sin metáfora. Había poco sitio para la metáfora en mi existencia, un espacio muy restringido, que a menudo yo anulaba. Tengo dos hambres: una buena y una mala. O la misma sufrida de modo diferente. Tener hambre de libros era mi alegría y mi tormento. Libros, casi no tenía. No hay dinero, no hay libro. Roí en un año la bilbioteca municipal. Yo mordisqueaba, y al mismo tiempo devoraba. Como con los pasteles de Jánuca: pequeño tesoro anual de diez pasteles de canela y jengibre. ¿Cómo conservarlos consumiéndolos? Suplicio: deseo y cálculo. Economía del tormento. Por la boca aprendí la crueldad de cada decisión, un mordisco, lo irreversible. Guardar no es gozar. Gozar y no gozar más. La escritura es mi padre, mi madre, mi nodriza amenazada.”

 

De La llegada a la escritura, traducción de Irene Agoff, Editorial Amorrurtu, 2006.

 

 

“Es urgente. Son órdenes que ella da, pero se es libre de obedecerlas. El imperativo de esperanza. Inmediatamente después perdona. Dios me ruega. Su confianza, qué bella es. No se dirige a mí sino gravemente intensamente y razonablemente. Pidiendo auxilio solo para lo que está realmente por encima de sus fuerzas. Es una manera honesta de no reducir al otro a la esclavitud. La manera sublime con la que tolera la instatisfacción: sin resentimiento. Un equilibrio espiritual. Divina versatilidad.

Me pide la realización de sus sueños: ser una mariposa, párame esta lluvia, podría tener patas de ardilla, sin alas volar. Por desgracia no puedo cumplir tan justos y tan concretos deseos. Mi magia es abstracta. Mala suerte me dice sin tristeza. Tomo las medidas de mi impotencia. Estoy tan limitada que incluso no tengo en mí la idea de tener alas. Ella tiene su cuerpo por alma. Yo, estoy separada.”

De “Mesías” (fragmento), en Deseo de escritura, traducción de Luis Tigero, Reverso Ediciones, 2004.

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