Dos bofetones*

 

La poeta Alfonsina Storni.

La poeta Alfonsina Storni.

 

El poema “A Eros” de Alfonsina Storni (1892-1938) es un bofetón. Y el poema “Kinsey Report” de Rosario Castellanos (1925-1974) es otro bofetón. Dos bofetones que perpetran, cada uno a su manera, una crítica feroz a la “mística de la feminidad”, que aún hoy nos concierne; justo en medio de ambas, en 1964, Betty Friedan clamaba al cielo y al infierno y nos instaba a las mujeres a darnos cuenta de que nuestra desigualdad “material” (por lo que respectaba, por ejemplo, al derecho al voto o a la independencia económica o al trabajo doméstico) resultaba inseparable de la desigualdad “abstracta” que se nos imponía, vendiéndonos – u obligándonos a comprar − Cierta Idea (Normativa) De Cómo Debe Ser La Mujer. Desde entonces (como mínimo), sabemos muy bien (o sabemos muy bien cómo poner en palabras) que los estereotipos de género nos oprimen de una manera tal que lo tangible y lo cuantificable y lo visible se trascienden: lo “material” y lo “abstracto” son, en realidad, las dos caras de una misma moneda (una misma moneda de lo más palpable), que es la moneda de uso común en el vil universo del machismo (y en sus millones y millones de planetas y lunas y pasadizos secretos). El pegamento que une todo eso es una suerte de dolor: “el malestar que no tiene nombre”, la herida incontrolable, el daño que invocan tantísimos poemas. Como los de Storni, como los de Castellanos. Este ataque contra la preceptiva de “lo femenino” (ataque que no es sino una hermosa auto-defensa: transgresión que es auto-protección) no tiene sentido si no se da también la denuncia del amor romántico qua ideología-que-nos-perjudica: Storni lo logra mediante la parodia y la deconstrucción; Castellanos, enfatizando el contraste entre el estatus oficial y el verdadero que se destaca en la vida de ciertas muchachas y señoras, así como la grieta que se abre entre las expectativas sociales que pesan sobre nosotras y nuestra realidad del día a día (y de la noche a noche) (que es como un acantilado). Veamos los dos casos, primero el de la argentina, y después el de la mexicana.

 

A EROS – Alfonsina Storni

 

HE AQUI que te cacé por el pescuezo
a la orilla del mar, mientras movías
las flechas de tu aljaba para herirme
y vi en el suelo tu floreal corona.

Como a un muñeco destripé tu vientre
y examiné sus ruedas engañosas
y muy envuelta en sus poleas de oro
hallé una trampa que decía: sexo.

Sobre la playa, ya un guiñapo triste,
te mostré al sol, buscón de tus hazañas,
ante un corro asustado de sirenas.

Iba subiendo por la cuesta albina
tu madrina de engaños, Doña Luna,
y te arrojé a la boca de las olas.

 

En “A Eros”, la voz protagonista es la de la mujer, la mujer que se atreve a decirle al hombre “¡eh, tú, detente, que te he descubierto!”. Eros queda caracterizado como un “muñeco”, como un monigote fachoso y atontolinao y ridículo. Ello nos remite, no al universo simbólico tradicional del hombre-macho (poderoso, eficaz, asertivo y activo), sino, por el contrario, al de lo artificial, lo infantil, lo nulo y lo pasivo. En estos versos es ella quien caza al dios masculino (y no él a ella, como solía suceder antes, antaño, antañísimo, cuando era la fémina quien sucumbía ante el poder ajeno tan pronto como se daba el contacto, el simple roce, con las envenenadas flechas de Cupido). Ella es enérgica y tajante; él, en cambio, es un “guiñapo” (¿un descosido afeminado?), tocado de una “floreal corona” que se cae al suelo (como un fracaso, como un desvalimiento, como un resbalarse) al ser derribado de un golpe (que está implícito). Hay ironía en título, pues no es una apología del amor romántico sino una maldición devastadora contra él (él es el amor romántico; él es el hombre-macho). Y también hay ironía en la caracterización del personaje de quien-se-suponía-que-iba-a-ser-un-dios-heroico y que, al final, no acaba siendo sino el paradigma de la mofa: el cazador cazado. A este respecto, el segundo cuarteto es fundamental, en tanto que el yo lírico procede a deconstruir el amor romántico revelando su naturaleza embaucadora: sucede que al examinar atentamente sus “ruedas engañosas”, al observar meticulosamente toda esa retórica apasionada y exaltada y emocional y al rascar para ver qué hay debajo, solo hay sexo. Los regalos, las cartas, las flores… todos esos detalles hechiceros son burdos anzuelos y máscaras: anzuelos para que las mozas piquen (y entonces se transforman en ojos de pez muerto); máscaras para que los zagales no se muestren tal y como su deseo –su deseo que no es generoso, que es unidireccional, que no es honesto− los constituye. Es esta una manera, pues, de desvelar lo que hay de falocéntrico en el tipo de pasión que promueve el patriarcado: el romanticismo no es más que sublimación interesada del puro interés sexual.[1] Storni desacraliza el amor porque nos lo hace ver como una relación de poder, como un constructo histórico-social ideado, justamente, para engañar a la mujer. La mujer que nos propone Storni, sin embargo, se rebela, y asesina, arrojándolo al mar (y dejando plantadas a las sirenas), al mismo amor que, tramposamente, afirmaba que iba a ser su salvador. Y al final fue su víctima. Su víctima ex–verdugo. Su justa víctima…

No obstante, vale la pena mencionar el lado retrógrado de lo que parece plantear la poeta: supone que el hombre-macho es el que quiere sexo, y que ella no quiere, y que por eso él se dedica a tratar de atraparla en su telaraña retórica mediante mentirijillas de talentoso don juan y mediante baraturas y mediante cortejo teleológico (siendo el fin el sexo, claro, no el amor, o cualquier otra cosa). Y eso es mucho suponer. Es suponer lo que ya suponían muchos misóginos medievales (y renacentistas, y posteriores): que la mujer es un ente santo sin libido (¿orientado al matrimonio, a la reproducción?); que el hombre-macho busca el coito y nada más (y nada menos) (y que su discurso amoroso-romántico es funcional, es un medio, un instrumento).[2] Este lado retrógrado por suerte no es explícito en el poema: es solo un lado, un lado medio oculto, un lado medio confuso. De todas maneras, el desmontar –mejor o peor− el discurso amoroso-romántico ya es un atrevimiento muy precoz.

[1] Pienso, qué se yo, en los versos de Gonzalo Rojas: “útero es útero y falo es falo, no hay / aura ni distinción, ni mucho menos Danza, / haces tu número / en la feria y te vas, todo es comercio de hombre / y de mujer”. Pero creo que Storni no hubiera dicho “y de mujer”, probablemente lo hubiera dejado en “todo es comercio de hombre”.

[2] Pienso, qué sé yo, en el Pamphilus de amore, o en la Poliscena de Leonardo de la Serrata.

La poeta Rosario Castellanos.

La poeta Rosario Castellanos.

KINSEY REPORT – Rosario Castellanos

 

1.

 

—¿Si soy casada? Sí. Esto quiere decir
que se levantó un acta en alguna oficina
y se volvio amarilla con el tiempo
y que hubo ceremonia en una iglesia
con padrinos y todo. Y el banquete
y la semana entera en Acapulco.

No, ya no puedo usar mi vestido de boda.
He subido de peso con los hijos,
con las preocupaciones. Ya ve usted, no faltan.

Con frecuencia, que puedo predecir,
mi marido hace uso de sus derechos o,
como él gusta llamarlo, paga el débito
conyugal. Y me da la espalda. Y ronca.
Yo me resisto siempre. Por decoro.
Pero, siempre también, cedo. Por obediencia.

No, no me gusta nada.
De cualquier modo no debería de gustarme
porque yo soy decente ¡y él es tan material!

Además, me preocupa otro embarazo.
Y esos jadeos fuertes y el chirrido
de los resortes de la cama pueden
despertar a los niños que no duermen después
hasta la madrugada.

2.

Soltera, sí. Pero no virgen. Tuve
un primo a los trece años.

Él de catorce y no sabíamos nada.
Me asusté mucho. Fui con un doctor
que me dio algo y no hubo consecuencias.

Ahora soy mecanógrafa y algunas veces salgo
a pasear con amigos.
Al cine y a cenar. Y terminamos
la noche en un motel. Mi mamá no se entera.

Al principio me daba vergüenza, me humillaba
que los hombres me vieran de ese modo
después. Que me negaran
el derecho a negarme cuando no tenía ganas
porque me habían fichado como puta.

Y ni siquiera cobro. Y ni siquiera
puedo tener caprichos en la cama.
Son todos unos tales. ¿Qué que por qué lo hago?
Porque me siento sola. O me fastidio.

Porque ¿no lo ve usted? estoy envejeciendo.
Ya perdí la esperanza de casarme
y prefiero una que otra cicatriz
a tener la memoria como un cofre vacío.

3.

Divorciada. Porque era tan mula como todos.
Conozco a muchos más. Por eso es que comparo.

De cuando en cuando echo una cana al aire
para no convertirme en una histérica.

Pero tengo que dar el buen ejemplo
a mis hijas. No quiero que su suerte
se parezca a la mía.

4.

Tengo ofrecida a Dios esta abstinencia,
¡por caridad, no entremos en detalles!

A veces sueño. A veces despierto derramándome
y me cuesta un trabajo decirle al confesor
que, otra vez, he caído porque la carne es flaca.

Ya dejé de ir al cine. La oscuridad ayuda
y la aglomeración en los elevadores.

Creyeron que me iba a volver loca
pero me estaba atendiendo un médico. Masajes.

Y me siento mejor.

5.

A los indispensables (como ellos se creen)
los puede usted echar a la basura,
como hicimos nosotras.

Mi amiga y yo nos entendemos bien.
Y la que manda es tierna, como compensación;
así como también la que obedece
es coqueta y se toma sus revanchas.

Vamos a muchas fiestas, viajamos a menudo
y en el hotel pedimos
un solo cuarto y una sola cama.

Se burlan de nosotras pero también nosotras
nos burlarnos de ellos y quedamos a mano.

Cuando nos aburramos de estar solas
alguna de las dos irá a agenciarse un hijo.

¡No, no de esa manera! En el laboratorio
de la inseminación artificial.

6.

Señorita. Sí, insisto. Señorita.

Soy joven. Dicen que no fea. Carácter
llevadero. Y un día
vendrá el Príncipe Azul, porque se lo he rogado
como un milagro a San Antonio. Entonces
vamos a ser felices. Enamorados siempre.

¡Qué importa la pobreza! Y si es borracho
lo quitaré del vicio. Si es mujeriego
yo voy a mantenerme siempre tan atractiva,
tan atenta a sus gustos, tan buena ama de casa,
tan prolífica madre
y tan extraordinaria cocinera,
que se volverá fiel como premio a mis méritos,
entre los que el mayor es la paciencia.

Lo mismo que mis padres y los de mi marido
celebraremos nuestras bodas de oro
con gran misa solemne.

No, no he tenido novio. No, ninguno
todavia. Mañana.

 

En “Kinsey Report” nos encontramos con algo diferente, aunque también ambiguo: seis voces de mujer que desafían varios roles de comportamiento de género más bien conservadores, a veces desde el propio conservadurismo. Notemos que ya no se trata de hombres hablando sobre mujeres, ni de mujeres hablando sobre hombres, como era lo habitual en la época de la autora (y en la nuestra), sino de mujeres hablando sobre sí mismas: mujeres protagonistas, al mismo tiempo sujetos enunciadores y objetos temáticos de sus discursos auto-exploratorios. Quieren explicarse, entenderse, hacerse entender, hacerse oír. La voz del investigador (de género masculino) es la voz que no se oye, la voz que solo está ahí en tanto que eco, subproducto, de lo que dicen ellas. La voz del hombre-macho no importa, únicamente se sugiere, desde la oblicuidad. Sin embargo, y es aquí donde entra la ambivalencia, fijémonos en que estas mujeres basculan entre el estereotipo y el anti-estereotipo: incluso cuando quieren escapar de él, acaban en un campo minado o en unas arenas movedizas o en un callejón sin salida que difícilmente podría satisfacernos, si lo que nos importa es la emancipación. Tenemos a una mujer infelizmente casada (1), con un marido que la viola a placer –el famoso “derecho de pernada” está vivo−, y con hijos a los que ella cuida. A la vez que anula el mito de matrimonio feliz (cumpliendo uno por uno todos los clichés del rito: la pomposidad, la luna de miel, la ranciedad, etc.), ella misma mantiene algunas ideas conservadoras, sobre todo la de la negación del deseo sexual femenino (“no debería de gustarme / porque yo soy decente”). Aparece también una joven soltera pero que ya no es virgen (2), que tiene relaciones sexuales insatisfactorias por soledad (y no por vicio, como dictaría el estereotipo de “mujer fácil”); ni siquiera disfruta, no puede darse “caprichos” y, aunque técnicamente no es una “puta”, porque “no cobra”, ellos la hacen sentirse siempre al borde de serlo. Y no lo es… ¡ella tan solo quisiera encontrar un marido, amoldarse a lo que se espera de una mujer buena! Se acuesta con ellos, pero no es libre. Luego entra en la escena una divorciada (3) que ya no cree en el amor y que, no obstante, sigue educando a sus hijas en esa utopía: quiere ser un “buen ejemplo” para ellas, pero ¿un buen ejemplo de qué? ¿De optimismo ciego, de fracaso-que-no-te-convierte-en-una-amargada, de hipocresía? Se casó porque, como todas, era idiota (una “mula”); más tarde vinieron las decepciones, y ahora solo tiene sexo por no volverse una “histérica”. Nada de sentimientos, nada de ideales, nada de ilusiones. Pero, contradictoriamente, sus niñas deben seguir creyendo.[1] Viene después a contarnos su historia una monja (4) que, para aliviar lo extremo de su libido desatada, se masturba; se confiesa y se limpia el alma y vuelve a caer y vuelve a ensuciarse el alma y vuelve a confesarse, y así indefinidamente, in saecula saeculorum. Parece pensar que lo suyo es algo físico (como la mujer anterior, que “echa canas al aire” por no enfermarse, por no volverse loca, como si hubiera que sacar de una misma ese impulso, dándole alas periódicamente, con un orden), pero tiene sueños acosadores[2], y se escapa de vez en cuando al cine[3]… A continuación, nos topamos con una lesbiana (5) que, a pesar de que meramente por ser lesbiana ya incurre en una tremenda transgresión contra los estereotipos de género tradicionales, cumple con el estereotipo lesbofóbico de cómo-se-supone-que-son-las-lesbianas: mujeres resentidas con los hombres que, en sus propias relaciones con otras mujeres, reproducen el esquema heteronormativo de complementariedad entre la mujer/hombre-macho y la mujer-mujer (la “femenina”). Por último, escuchamos a una joven enamorada del amor (6) pero que, en la vida concreta, va retrasando indefinidamente el momento de ennoviarse. Como si fuera una Madame Bovary hiperconsciente que hubiera aprendido (aunque a medias) la valiosa lección. En todas ellas, el amor no es lo que les habían contado, y ninguna está inequívocamente contenta con su situación (excepto, tal vez, la lesbiana).

El poema de Storni es una bofetada: el amor no es lo que parece, lo que ellos nos decían que era: es el disfraz de otra cosa, es el tapujo de nuestra cosificación sexual unilateral. El poema de Castellanos es una bofetada: el amor no es lo que parece, lo que ellos y ellas (en millones y millones de cuentos de hadas, de promesas, de juramentos) nos decían que era: es un señuelo, una quimera-esparadrapo, un anzuelo-navaja. Porque como dijo Simone de Beauvoir: “La misma palabra amor significa, en efecto, dos cosas diferentes para el hombre y para la mujer”.

 

*La mayoría de las ideas expresadas en este texto no son propias. Para su redacción, me beneficié muchísimo las reflexiones que estos dos poemas suscitaron en los demás estudiantes, y en el profesor, Carlos Riobó, de la clase “Queer Latin American Literature” (tomada en The City College of New York; semestre de primavera, 2014).

[1] Pienso, qué sé yo, en la paradoja de “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno.

[2] Pienso, qué sé yo, en la roca de Sísifo, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

[3] Pienso, qué sé yo, en “La pianista”, de Michael Haneke.

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