Cuatro poemas de Rosario Castellanos

Origen

Sobre el cadáver de una mujer estoy creciendo,

en sus huesos se enroscan mis raíces

y de su corazón desfigurado

emerge un tallo vertical y duro.

Del féretro de un niño no nacido:

de su vientre tronchado antes de la cosecha

me levanto tenaz, definitiva,

brutal como una lápida y en ocasiones triste

con la tristeza pétrea del ángel funerario

que oculta entre sus manos una cara sin lágrimas.

 

Destino

Alguien me hincó sobre este suelo duro.

Alguien dijo: Bebamos de su sangre

y hagamos un festín sobre sus huesos.

Y yo me doblegué como un arbusto

cuando lo acosa y tritura el viento,

sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme

gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia

que todos escondemos

en el rincón más lóbrego del pecho.

Olvidé mi memoria,

dejé jirones rotos, esparcidos

en el último sitio donde una breve estancia

se creyera dichosa:

allí donde comíamos en torno a una mesa

el pan de la alegría y los frutos del gozo.

(Era una sola sangre en varios cuerpos

como un vino vestido en muchas copas.

Pero a veces el cuerpo se nos quiebra

y el vino se derrama.

Pero a veces la copa reposa para siempre

junto a la gran raíz de un árbol de silencio.

Y hay una sangre sola

moviendo un corazón desorbitado

como aturdido pájaro

que torpe se golpea en muros pertinaces,

que no conoce el cielo,

que no sabe siquiera que hay un ámbito

donde acaso sus alas ensayarían el vuelo.)

 

Una mujer camina por un camino estéril

rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.

una mujer se queda tirada como piedra

en medio de un desierto

o se apaga o se enfría como un remoto fuego.

Una mujer se ahoga lentamente

en un pantano de saliva amarga.

 

Quien la mira no puede acercarle ni una esponja

con vinagre, ni un frasco de veneno,

ni un apretado y doloroso puño.

Una mujer se llama soledad.

Se llamará locura.

 

La casa vacía

Yo recuerdo una casa que he dejado.

Ahora está vacía.

Las cortinas se mecen con el viento,

golpean las maderas lentamente

contra los muros viejos.

En el jardín, donde la hierba empieza

a derramar su imperio,

en las salas de muebles enfundados,

en espejos desiertos

camina, se desliza la soledad calzada

de silencioso y blando terciopelo.

 

Aquí donde su pie marca la huella,

en este corredor profundo y apagado

crecía una muchacha, levantaba

su cuerpo de ciprés esbelto y triste.

(A su espalda crecían sus dos trenzas

igual que dos gemelos de ángeles de la guarda.

Sus manos nunca hicieron otra cosa

más que cerrar ventanas.)

 

Adolescencia gris con vocación de sombra,

con destino de muerte:

las escaleras duermen, se derrumba

la casa que no supo detenerte.

 

Nostalgia

Ahora estoy de regreso.

Llevé lo que la ola, para romperse, lleva

–sal, espuma y estruendo–,

y toqué con mis manos una criatura viva:

el silencio.

 

Heme aquí suspirando

como el que ama y se acuerda y está lejos. 

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