Ansiedad
Del lat. anxietas, -atis.
- f. Estado de agitación, inquietud o zozobra del ánimo.
- f.Med. Angustia que suele acompañar a muchas enfermedades, en particular a ciertas neurosis, y que no permite sosiego a los enfermos.
La primera acepción de ‘ansiedad’ es reconocida por la sociedad abiertamente y sin tabúes de por medio. Gracias a ella, todos creemos saber qué es. Llena nuestras bocas en conversaciones sobre el trabajo, sobre los estudios, sobre los hijos, sobre la rutina… Pero cuando se trata de la enfermedad a la que va relacionada, el público cierra los ojos y los pacientes se meten en el armario para observar desde la ranura el exterior hostil. Aquellos que de verdad la sufren, y conviven con ella sin descanso, se cuidan mucho de usar la palabra ‘ansiedad’ y sólo lo hacen si es absolutamente necesario. No quieren que se note el más mínimo trazo de debilidad en su sombra ni que los que les rodean (compañeros de trabajo, familiares, amigos, desconocidos en el metro) crean que son unos histéricos hipersensibles que se ahogan en un vaso de agua. Porque eso es lo que son para la sociedad: gente débil que no sabe lidiar con el día a día. Gente demasiado delicada, demasiado sensible, demasiado frágil para enfrentarse a lo cotidiano.
Lo cierto es que, en la mayoría de casos, se trata de gente exigente hasta rozar lo enfermizo. Gente que soporta en silencio lo que otros lloran a mares. Gente que jamás reconocería que no puede, que no se rompe ante un episodio trágico cuando los demás sí lo harían. Gente que no comparte su sufrimiento nunca, bajo ningún concepto, lo que agrava más aún las crisis, su frecuencia y su intensidad. Son rocas que se resquebrajan profundamente cuando nadie mira. Rocas con una sensibilidad especial, jodida, dolorosa y única. Sin pensarlo dos veces, ante una crisis, resisten por encima de las posibilidades humanas y, cuando imponen sobre su resistencia unas intenciones propias de un semidiós vikingo, los verdaderos límites del cuerpo estallan.
Siempre escondiendo esas sensaciones demoníacas bajo la piel, nos alejamos con calma aparente de la multitud y nos encerramos en el baño más próximo. Allí liberamos los ojos de la mirada de pánico que llevaba horas empujando desde dentro y respiramos lentamente, para seguir latiendo. Ese minúsculo pestillo en la puerta nos proporciona un útero improvisado en el que refugiarnos y nos asegura unos instantes de descompresión para poder seguir fingiendo que todo va bien. Nos sentamos, colocamos la cabeza entre las piernas y repetimos para dentro, casi susurrando, un mantra íntimo que nos da fuerzas para seguir. Antes de regresar, comprobamos en el espejo un par de veces que nuestra expresión no nos delata, que la máscara de dignidad sigue ahí. Incluso ensayamos en el reflejo una sonrisa protectora que evitará preguntas, comentarios. Esos son los días buenos, los días en los que podemos salir de casa, llegar a nuestro puesto de trabajo y actuar como los superhéroes del control que los demás creen que somos, siempre serenos, siempre fuertes.
Los días malos no suelen venir solos y normalmente se convierten en semanas, meses, en los que la angustia se mete en tu cama, coloca sus dedos huesudos sobre la boca de tu estómago, sobre tu tráquea, sobre el músculo de tu corazón, y presiona mientras se ríe como una hiena desbocada. Tú te retuerces, intentas respirar y latir con normalidad, pero es inútil. Ya no controlas tu cuerpo. Ese momento es terrible. El momento en el que te das cuenta de que no importa la fuerza que pongas en sentirte calmada porque hay algo dentro de ti, que no puedes etiquetar y que te impone unas sensaciones castradoras: temblores que empiezan en el pecho y se expanden hacia las extremidades, taquicardias, nudos en la garganta, una hipersensibilidad en la piel que hace que el roce con las sábanas te provoque un dolor indescriptible, ganas de vomitar, pies y manos dormidas, asfixia, agorafobia… Con suerte no se dan todos esos síntomas a la vez.
¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?
¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de noche?
Fragmento de El despertar de Alejandra Pizarnik
A veces la bestia ataca en la noche, cuando la mente no puede bloquear o defenderse. Te levantas gritando, empapada en sudor, temblando, sin saber por qué. Otras, nos ataca después de un día feliz, rutinario, cuando te sientes relajada. Puede que hayas acabado una época de estrés intenso, horrible y absoluto con una fuerza de la que te sientes orgullosa. Has resistido, no te has quebrado donde los demás sí lo han hecho. El espíritu de Leónidas te invade y te sientes más fuerte que nunca, liberada, victoriosa… Es entonces cuando la bestia te sorprende sin piedad: de puntillas entra en la habitación, esquiva tu mirada, tu olfato y, sin que te des cuenta, envuelve suavemente con sus manos descarnadas tu corazón, tus pulmones y aprieta fuerte hasta que el alma te sale por la boca. No hablo de una experiencia etérea y metafórica, no es una sensación poética de desasosiego. Esa angustia es demasiado real y te empuja a una locura solitaria, destructiva.
No le puedes poner palabras y, si lo haces, no consigues capturar el significado de esos episodios de angustia intensa. La estrategia humana ancestral de etiquetar y clasificar para poder lidiar con el trance, aquí no es posible. Tampoco puedes hacer una radiografía para detectar su foco, su extensión. Sólo tú sabes que es real, que no puedes deshacerte de ella con un paseo, una distracción, una tarrina de tres kilos con cinco tipos de helado de chocolate.
Poco a poco, en un intento desesperado por sobrevivir, te haces con estrategias patéticas que no compartes con nadie; lo que sea por convertir ese dolor crónico en intermitente. Algunas son más peligrosas que otras pero si no mira nadie, si no te pueden juzgar, no importa. Te metes en la bañera vestida, con el agua prácticamente hirviendo, y sonríes levemente al ver que las pulsaciones disminuyen. El dolor y la carne roja de tus piernas te distraen de esa ansiedad asfixiante. Cualquier sensación es preferible a ésa, cualquiera. Te sientes mareada, drogada, libre. A veces la tensión arterial baja tanto que empiezas a ver chiribitas blancas y pierdes el sentido. Los momentos de ausencia son deliciosos. Si fueras tú, con tus facultades intactas y tu sentido común íntegro, no lo harías… Pero no eres tú, eres una versión distorsionada de ti.
De madrugada, te descubres arrinconada en el baño, tumbada en el suelo, ignorando el frío que va calando poco a poco en tus huesos, con las rodillas plegadas contra el pecho y la mirada fija en las baldosas negras. No tiene sentido pero solamente allí te sientes a salvo. Por momentos, cuando te observas desde fuera, te sientes una loca perturbada y te levantas para marcharte al dormitorio, el lugar donde el resto de humanos descansan… pero no puedes. El ritmo del corazón se acelera con tan sólo girar el pomo de la puerta para salir de esa cueva helada, acogedora. Tu orgullo, astillas. El sentido común, también.
Si decides salir del armario, encontrar algo de comprensión, prepárate para recibir toneladas de consejos absurdos no solicitados. Todo el mundo sabe qué te conviene. Todo el mundo parece más fuerte que tú, más inteligente que tú, más preparado que tú, más decidido que tú, más adulto que tú. Que si piensas demasiado, que si debes relacionarte con gente nueva, distraerte, que si le das demasiada importancia a las cosas, que si debes dejar de ser tan negativa, gótica, que si debes hacer deporte para generar endorfinas, pasear, agradecer los pequeños detalles que te ofrece la vida… De tu interior puede que nazca un sentimiento de ira inimaginable contra todos aquellos que intentan guiarte y sacarte de tu supuesta debilidad mental. Querrás arrancarles la cabeza de un bocado, querrás darles una patada en el pecho para que caigan a un pozo infinito y se callen de una vez por todas. Eso es bueno. La ira te distraerá de la angustia y podrás descansar unas horas.
me parece que describe a la perfeccion la ansiedad. gracias