Tango de las madres locas

 

9788415851325

 

Pendiente de Mariana Dimópulos
Adriana Hidalgo editora (2015)

A vueltas con la feminidad. Suspendido el asunto femenil. Así anda todavía Mariana Dimópulos en su última novela, Pendiente, editada por Adriana Hidalgo a finales de 2015. Una crítica, un poder que duda de los mandatos sociales y culturales que acompañan a nuestro género, esas etiquetas que nos encasillan y restan. ¿Qué es ser mujer? Es la pregunta profunda que rumia la protagonista a lo largo de todo el relato, por si acaso pudiéramos al final ser algo más que saber hacer un arroz, poner nombres a los gatos, ilusionarnos con recetas, recoger las migas con un paño, parir… Socorro.
Un concepto un tanto beauvoiriano desde el que la autora se retuerce, molesta porque alguien pudiera comprender que las mujeres no somos más que una especie de personajes sentimentales, que pagan cualquier precio a cambio de amor, practican la gimnasia de la abnegación y desarrollan un desmedido gusto por la tragedia. “Yo no soy una dama. Tampoco soy una mujer”, se escuece la protagonista. Oh, qué dificil papel a representar nos tocó.
Ser mujer, ser madre
Hasta aquí nada nuevo, ¿verdad? Lo fresco de la novela de Dimópulos es el momento que elige la autora para que tenga lugar esta crisis, y que hace además que ésta sea una notable narración sobre La Maternidad (o, más bien, sobre su ausencia).
La novela sucede a lo largo y ancho de un día concreto: el día en que la protagonista regresa a casa tras haber dado a luz en el hospital. Es el día en que una mujer se ha convertido en madre,  alcanzando así —para algunos— su plenitud. Convertirse en mujer y convertirse en madre. Como si esto fuera lo que sucede de forma instantánea al parir. Como si ser madre sólo fuera haber parido. Como si ser mujer no fuera otra cosa que tener útero, o preparar bien un arroz.
Una mujer acaba de dar a luz, llega a casa con su bebé y no hay ni rastro de amor. Inexistentes esos dulces sentimientos que se esperan en toda recién parida. Ella ni siquiera puede tocar a su hijo. Tendrá que venir el padre a recordarle o explicarle que ese ser extraño, al que no puede siquiera alimentar o coger en brazos, es un bebé, y les necesita. Ella sólo puede mirarlo de lejos con temor y extrañeza.
Un momento poderoso en la vida de esta lozana madre que ve cómo, en mitad de un viaje astral-hormonal, el mundo conocido se resquebraja, delante de tus narices, sin que pueda hacer nada para evitarlo. Nos dijeron que alumbrando vidas desde nuestras entrañas nos convertiríamos en mujeres completas, en madres. Pero, en realidad, lo que pasó es que nos convertimos en locas. En marginales. No pasa lo que se espera. Tienes un hijo y se te vuela la cabeza. Esto no encaja dentro de ningún cliché conocido.
Dimópulos está creando así un nuevo trazado, un lenguaje original, un camino insólito por el que podrán transitar algunas a partir de ahora. Las que no sienten amor instantáneo e incondicional por las crías que traen al mundo, las que no creen que todo sea maravilloso y rosa, las que miran a su bebé de días mientras se preguntan “qué he hecho”, ya tienen el clavo ardiendo al que agarrarse. No estamos solas. Es más: al final igual somos unas cuantas.
Las madres locas
Dimópulos retrata un tipo de mujer inconformista, que lleva 20 años de amoríos y vida loca —tal y como repasa en ese día crucial—, de éxitos y fracasos, rebelándose contra el estereotipo. “No habría de casarme tampoco, ni dejaría lágrimas en ningún hombro que no lo mereciera, ni tendría hijos, ni atendería ningún otro llamado de la naturaleza, si es que la naturaleza llamaba”, recuerda el juramento que se hacía a sí misma en su juventud.
Una cuarentona que verdaderamente nunca quiso tener hijos y llega a la maternidad rindiéndose, como para tratar de cambiar un destino, alejándose de la situación, en plan “vale, venga, pues”. Una madre tan contradictoria, tan imperfecta, con tanto pasado y tanto asunto pendiente, tanto nudo por resolver. Una no madre a la que al final caló el mensaje: “tenga un hijo, dependerá de usted para sobrevivir, no hablará una palabra. Usted hablará por él, usted sabrá o creerá saber lo que necesita y lo que teme. Tendrá usted frío por usted y frío por el hijo, o viceversa. Tendrá usted dos corazones y dos estómagos, al menos por un tiempo, o para siempre en una bella, dolorosa ilusión. Pruébelo. Hay un esfuerzo, pero no hay dificultad alguna”.
No debería ser una obligación la maternidad, sino un deseo. Ella no necesitaba ese bebé, pero tampoco se veía con fuerza para romper y amenazar la supervivencia de la especie. Total, claudicó y claro, luego pasa lo que pasa.
Todas locas
“En las noches del año, entre las mujeres de la cerveza varias habían descartado hombres a los treinta, a los treinta y cinco, y por entonces, habiendo pasado la mitad de la vida ya muy encremadas, con ropas para diversos disimulos, cada tanto encontraban uno amable, uno quizás sobornable, y por varias cenas se ponían locuaces y fantasiosas al hablar del hombre encontrado, con esa cosa lobuna, rapaz de la mujer que quiere un hijo muy netamente y muy tarde, como se quiere un sofá o un loro”. Así ve la autora a las que rondando los 40 buscan con premura acabar con el historial de insatisfacción y se ilusionan con una pareja estable que incluya proyecto de familia. Un grupo del que ella se intentó alejar toda su vida, pero al que acabó perteneciendo, aunque sin el furor. Esa urgencia la protagonista no la reconoce en ella, por lo de la paja en el ojo ajeno, es de suponer.
Una vez nos cuelgan o nos colgamos ya la etiqueta de mujeres totales, nos toca representar bien el papel. “Después de los hombres, eran los hijos su tema preferido. Sólo pocas habían tenido alguno, y bien se cuidaban de no entregarse a los sentimentalismos ante las demás, a los argumentos naturales, ni tocaban nunca la tecla esa, tan conocida, de ‘la mayor alegría del mundo’, ni ninguna otra de sus variaciones melódicas. Una de pelo negro y dientes algo en desorden había tenido dos con un hombre que había querido y se había muerto, y reconocía, alzando el vaso, sin brindar, que con el primero nada pero con el segundo hijo, al sostenerlo al principio en brazos, la que había descansado había sido ella, como sobre sí misma, como si volviese de un viaje de años y de a pie.” Y continúa diciendo de nosotras, las mujeres que “a veces lloraban que daba gusto verlas, tan bien lo hacían; eran fuertes pero no eran árboles, sabían quebrarse”.
Con una idea así de lo femenino, desde luego es normal que no se quiera estar ahí, que se tenga pendiente la pertencia al grupo y suspendida la identidad.

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