El desarrollo de robots con fines sexuales se mueve en un oscuro triángulo formado por la confusión ética, el negocio multimillonario y la perpetuación de roles machistas.
El mes de octubre ha sido intenso en noticias relacionadas con la robótica, no siempre para bien. La revista The New Yorker llevaba el día 23 a su portada una ilustración distópica en la que se veía a un mendigo humano rodeado de robots en una indeterminada ciudad futura. El ser humano pedía limosna mientras que los robots de impecable factura humanoide hablaban por sus móviles o pasaban de largo. Alguno mostraba incluso cierta caridad con el perdedor de la carrera tecnológica, con el homeless vintage de carne y hueso.
Por su parte, la publicación Wired, de carácter más tecnológico y futurista, dedicaba su ejemplar del día 17 del mismo mes a un asunto mucho más inquietante: un extenso reportaje titulado Love in the times of robots mostraba al mundo –de nuevo- los increíble avances en la humanización de los robots logrados por el ingeniero japonés Hiroshi Ishiguro –nada que ver, que se sepa, con el Premio Nobel de Literatura de 2017. Ishiguro lleva años trabajando en la fabricación o construcción de una réplica lo más exacta posible de un ser humano, y sus investigaciones abarcan desde la textura de la piel y la imagen física hasta los propios resortes (interfaces) que marcan o marcarán las relaciones inmediatamente futuras de los hombres y mujeres con las máquinas y la inteligencia artificial. Ishiguro ya da una pista del contenido de este artículo: “el sexo entre robots y humanos será definitivamente parte de nuestro futuro; es simplemente una cuestión de cuándo”. El autor del artículo, obviamente, compara a Ishiguro con Pigmalión, tan citado en este asunto. El viejo mito del rey escultor enamorado de su propia creación, en la que buscaba la perfección exacta que no había sido capaz de encontrar en una mujer real y auténtica, demuestra el acierto de los clásicos en sus predicciones de futuro. En este sentido no conviene olvidar que Afrodita, compadecida por el sufrimiento del pobre varón infeliz, dotó de vida a su estatua, convertida en Galatea para sosiego y felicidad del rey desgraciado.
España también se ha sumado a esta ola de noticias sobre robots, humanos y sexo. Un artículo de Analía Plaza en El Confidencial sobre Samantha, la muñeca sexual creada y vendida por el catalán Sergio Santos, esconde bajo su aparente frivolidad información muy útil sobre el estado de la cuestión, y aporta fuentes muy interesantes y valiosas para forjarse una opinión propia y objetiva al respecto. En un momento de su reportaje Analía escribe que “el tono de Sergi es desafiante, sus respuestas misóginas y sus muñecas, a las que vende como inteligentes, un producto más dentro del creciente mercado de los robots sexuales, en su mayoría femeninos”. Como veremos a continuación, esto es sólo un aperitivo.
Nuestro futuro sexual con robots
Hay un documento que me gustaría recomendar para realizar una aproximación científica, rigurosa y muy sensata al mundo de los robots sexuales. Aunque su portada sea tramposa, puesto que muestra a una mujer humana besando a un robot masculino (cuando la realidad es radicalmente inversa), sin embargo su contenido es realmente bueno. Se trata de Our sexual future with robots, un informe consultivo a cargo de la Foundation for Responsible Robotics.
Este trabajo condensa los principales temas en discusión sobre el papel de los robots en el campo sexual, y lo hace a través de encuestas a personas especializadas, entrevistas en profundidad y un barrido de la literatura académica más interesante. Es un trabajo bien construido, con numerosas consideraciones éticas y una visión muy cercana a la que puede tener una persona normal que se acerque con curiosidad y cierta aprensión a este asunto tan espinoso y controvertido.
El informe se divide en siete grandes apartados. Algunos de ellos plantean cuestiones que a primera vista deben formar parte del debate público, y van desde la investigación social sobre la posibilidad real de incorporar a robots de aspecto humano a nuestra vida sexual en el futuro, la aceptación de burdeles de robots, el impacto de los robots sexuales en la perspectiva de género o la utilización de robots sexuales para “ayudar” a individuos con dificultades para establecer relaciones personales, incluso a hombres y mujeres con discapacidades físicas o psíquicas. Todos estos temas están ya encima de la mesa de académicos relacionados con la ética, la psicología y la inteligencia artificial. Pero también este informe entra de lleno en cuestiones más polémicas y escabrosas, como por ejemplo el uso de robots sexuales para reducir los crímenes y ataques de carácter sexual. Vayamos por partes.
La proporción de gente que considera que los robots formarán parte sin duda de nuestra vida sexual en el futuro es tan sorprendente como inquietante. Los autores del informe recuerdan, sin embargo, el daño que han hecho la ciencia ficción, el cine fantástico y algunas series de televisión en la creación en el imaginario colectivo de una idea de robots enfocados como objetos sexuales (y cita por ejemplo películas como A.I., Ex Machina, y series como Westworld o Humans, sin olvidar la mítica Blade Runner).
De esta manera, descubrimos que ha cogido fuerza una idea esencialmente peligrosa: la sustitución de mujeres por robots sexualmente complacientes, sumisos y con los que no es necesario establecer una relación de igualdad, ni siquiera lograr su consentimiento, para satisfacer el deseo natural de mantener relaciones sexuales. Ojo a esto.
La lectura de la parte más convencional del informe deja una áspera sensación de inquietud y preocupación. Hay quien afirma que los robots “no tienen género”, como si pudiésemos obviar que el 98% de los pedidos de robots sexuales exigen formas de mujer, con curvas pronunciadas y rasgos faciales hechos a medida. Y aunque la mayoría de las reflexiones que se apuntan e insinúan son absolutamente sensatas y aceptables (yo mismo me hago las siguientes preguntas: ¿de verdad los robots van a acabar con el aislamiento de las personas más complicadas? ¿acaso la aceptación social de robots de carácter sexual no significa una vuelta de tuerca más a la cosificación de las mujeres y de su cuerpo y a la adoración del sexo puro y duro?), sin embargo las tendencias sociales y el multimillonario negocio que se adivina no invitan precisamente al optimismo.
Los robots y los crímenes sexuales
La parte final del informe aborda un tema realmente controvertido. Hay autores, y libros publicados con cierto éxito, que confían en los robots para el tratamiento de parafilias como la pedofilia, y que apuestan por robots sexuales para satisfacer las demandas poco éticas de personas –hombres- que tienen la mala costumbre de unir la violencia a sus necesidades corporales. Autores como David Levy (Amor y sexo con roots) defienden posturas cuya simple imaginación resulta del todo punto repugnante y asquerosa. Y también hay académicos (como John Danaher, que acaba de sacar en inglés Robot Sex: Social and Ethical Implications) que parecen relativizar algunas cuestiones fundamentales en cuanto a las derivadas éticas de las aplicaciones sexuales de robots creados con ese fin.
En este sentido, coincido de lleno con los autores del referido Informe cuando afirman que “para muchos de nosotros, que no somos criminales sexuales o terapeutas entrenados, hay una visceral respuesta inmediata de repulsión a la noción de robots sexuales infantiles”. Y aunque haya gente que defienda esos postulados, sin la más mínima evidencia científica sobre su efectiva utilidad “terapéutica”, la sola idea de imaginar robots con aspecto de niños y niñas de ¿ocho? ¿once? ¿tres? años para tratar de contentar a quienes tienen ese tipo de apetencias sexuales es tan horrible que sin duda hay que rechazar frontalmente esa opción, en nombre de la ética y de nuestra propia condición humana.
No está de más, en este momento, recordar también la peligrosa asociación de la robótica sexual con la inteligencia artificial más pragmática y machista. Porque ya hay empresas que están desarrollando prototipos de robots sexuales, siempre femeninos, con la capacidad de actuar o comportarse en función de los deseos de su propietario. No en vano se habla de “engendrar robots” (Elena García Armada lo hace en un pequeño libro divulgativo del CSIC, titulado ¿Qué sabemos de Robots?). Ya que los robots se diseñan, construyen y programan en función de la voluntad de sus creadores, ya hay quien ha detectado un sólido mercado potencial para robots que ofrezcan una cierta resistencia al mantenimiento de relaciones sexuales (es el caso de Frigid Farrah, creación de Roxxxy TrueCompanion). De esta manera, los gloriosos fabricantes de robots sexuales ya han incorporado a su catálogo la oferta de máquinas que ofrecen la posibilidad de recrear una violación, desde la seguridad que dan sus planes de negocio y sus proyecciones de ventas.
Cualquier persona que esté familiarizada con la violencia de género y todo el universo que acompaña a esta plaga que la humanidad lleva soportando desde su origen, sabe que la realización de determinadas prácticas sexuales “no convencionales” (siendo extremadamente cautos con el uso de esta expresión) entre hombres y robots no aporta la más mínima solución a un problema de una gravedad inabarcable. Todo lo contrario. Quienes defienden, desde la inocencia, el pragmatismo mal entendido o el interés económico, que los robots sexuales pueden erradicar la prostitución y acabar con la trata de blancas (como David Levy), reducir las agresiones sexuales o curar o mitigar la pedofilia, demuestran un profundo desconocimiento de la evidencia científica y empírica disponible, y también de las insondables y oscuras profundidades del alma humana. De la misma manera que ocurre con la ludopatía o las drogas, el primer paso sólo anticipa el camino a seguir. Y estamos hablando de una corriente de pensamiento cuya normalización en el imaginario colectivo global asusta y es realmente inquietante.
Prohibir o no prohibir: he aquí la cuestión.
En casos tan polémicos como éste hay dos posibles respuestas. La primera es optar por la autorregulación, es decir, por la ética. La segunda es apostar por la regulación, o sea, la intervención de los gobiernos y las autoridades administrativas a través de las normas. Las normas pueden limitar o pueden prohibir, en función del debate público y los intereses enfrentados. Hacer política supone gestionar el conflicto y mantener la convivencia. No siempre es fácil.
Hay una creciente atención a los aspectos éticos en el masculinizado mundo de las nuevas tecnologías. Y esto es especialmente real en el campo de la inteligencia artificial y sus implicaciones. Pero la ética es siempre voluntaria, y aunque se escriba y se investigue sobre el tema y ya haya quien exija más formación humanística a quienes están imbuidos en la construcción del nuevo mundo en solitarios laboratorios muy bien financiados, no parece suficiente por ahora.
Frente al voluntarismo ético no faltan voces, todavía incipientes, que abogan por la prohibición de los robots sexuales. Es el caso de las profesoras británicas Kathleen Richardson (@ProfKRichardson) y Florence Gildea y su campaña contra los robots sexuales (www.campaignagainstsexrobots.org). Estas profesoras alertan sobre la cosificación del cuerpo de la mujer y sobre las “siniestras consecuencias sociales” de la proliferación y venta libre de robots sexuales. Merecen que se les conozca y se lean sus artículos y argumentos. Merece la pena reflexionar sobre nuestro apoyo a esta campaña.
Llama poderosamente la atención, además, el potente recorrido mediático de la campaña lanzada por numerosos intelectuales y empresarios para la prohibición de los robots asesinos y la aplicación violenta y bélica de la inteligencia artificial (www.stopkillerrobots.org), y la escasa atención que por su parte ha recibido la campaña de estas dos profesoras para la prohibición idéntica de los robots de uso sexual. Esta asimetría demuestra la necesidad de actuar y de conocer el problema para implicarse y estar alerta.
Una vez más el feminismo defiende la humanidad. Desde su precaria trinchera son profesoras y escritoras feministas (como Laura Bates, autora de Sexismo cotidiano) quienes están informando y publicando sobre los peligros de un mundo desbocado. Desde mi punto de vista, la robotización de las relaciones sexuales perpetúa la masculinidad más tóxica y machista. Con ello, el ser humano varón está renunciando de nuevo a transitar por el camino del respeto a los demás y de la igualdad entre hombres y mujeres. La distopía de Margaret Atwood puede verse superada por un mundo futuro en el que existan robots para el sexo y úteros artificiales para garantizar la reproducción (volviendo en contra de la emancipación femenina la utopía futurista de Shulamith Firestone). En ese mundo que no quiero imaginar las mujeres ni siquiera serían criadas: serían directamente superfluas. Sin ánimo de ser apocalíptico, conviene sin embargo llamar la atención sobre todo lo que está pasando: es inquietante, dramático y oscuro.