Libre te quiero

 

 

 

 

 

En voz de Amancio Prada, ese “Libre te quiero” de Agustín García Calvo es con diferencia una de mis canciones favoritas, una especie de poema-mantra que recuerda algunos principios elementales. Incluso discrepando, a veces, de los alcances de ese “ni tuya siquiera” del final —inevitablemente en la traslación a las relaciones de pareja esto siempre me ha parecido una pequeña trampa, pues creo que ha de ser muy firme el anclaje de una, en una, desde una, para poder compartir los afectos—, los versos ponen en claro que no hemos de ser del amante, ni de Dios, ni de nadie y que, a todos los efectos, es la libertad como concepto nutricio la que nos hace radicalmente humanas y no cosas, apéndices, sujetos sometidos a tiranías de diverso alcance. En un momento en el que la libertad de expresión, que es como decir, la de respirar, la de constituirse en opinión pública crítica, formada e informada, está en jaque y está envuelta en polémicas identitarias que hacen más mal que bien a la causa que defienden (y sobre esto, este artículo de Beatriz Gimeno de hace unas semanas resulta fundamental), la voz del cantautor, los versos del poeta, resuenan en casa como una alerta antigua que nos pide atención y, creo, autocrítica. Vayamos por partes, conectando algunos debates y sucesos de estos días, de estos siglos.

 

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La resaca del movimiento #MeToo y de la centralidad discursiva que las mujeres en todo el mundo han dado a los casos de acoso, agresión y abuso sexual en un gran basta ya planetario ha incluido la restauración de una imagen que nos es querida. Somos las mujeres quienes ahora activamos esa caza de brujas que tanto nos hizo sufrir contra los varones como conjunto, confundiendo piropo y violación en grupo y rechazando la sacrosanta presunción de inocencia de una forma que hace irrespirable la vida de los señores encantados de haberse conocido. Es francamente vergonzante que la devolución argumental de esta denuncia colectiva sea nombrar el mayor genocidio de mujeres de la historia, pero la lectura de Silvia Federici y su Calibán y la bruja me temo que no está entre el bagaje de quienes temen a esta nueva Inquisición puritana que va a poner la sospecha en el más inocente flirteo y erradicar los cimientos del Estado de Derecho.

 

Permitidme la demagogia: el mito de la denuncia falsa prendiendo despacito por el campo cultural, eso es la agonía de la caza de brujas contra los señores. En España, no ha habido grandes denuncias en el seno de este fenómeno, no hay un Weinstein, pero lo que sí tenemos son casos tremendos como el de la violación grupal de San Fermín, como las estadísticas de acoso y percepción del machismo de nuestra gente más joven, como el dato frío y duro del feminicidio nuestro de cada año, o el más aterrador aun de los recursos escasos que el Gobierno destina a velar por la ciudadanía de todas… Tenemos todo esto, pero nos hacemos eco de dos o tres debates que han sucedido fuera —enumero: las señoras francesas olvidando algo tan elemental como el poder, la clase o a Foucault, alguna chiflada que pide quitar un cuadro de un museo, el sempiterno Woody Allen y hasta Margaret Atwood que tuvo la mala idea de defender las garantías procesales en un contexto verdaderamente puritano con lo sexual y se leyó todo como un gran no al #MeToo— y entonces la prensa patria nos regala con regularidad de fin de semana alertas, admoniciones y consejos de gusto más o menos dudoso sobre hasta dónde debemos llegar con nuestro feminismo.

 

Como feminista en este trozo de tierra, mi genealogía empieza de una forma moderna con Concepción Arenal, aunque sin desdeñar el siglo y pico previo donde empieza a forjarse un pensamiento organizado que eclosiona, como tantas otras cosas en nuestro devenir histórico, para 1868. Una Concepción Arenal preocupada siempre por las personas aplastadas por el sistema, por la necesidad de una justicia no medieval que reparase, de verdad, a los individuos (aplíquense esto los patriotas de prisión permanente revisable); convencida de que la caridad católica requería una remodelación desde parámetros si no filantrópicos, sí hermanos de la modernización de esa beneficencia que se articula desde la filantropía laica, convencida también de que el método científico era el único argumento, la razón, la RAZÓN, para los discursos de emancipación de las mujeres como justa demanda que corrigiera el error inducido por los “sabios” durante siglos. Una Concepción Arenal consciente de que España no tiene opinión pública formada, no tiene sociedad civil a la manera de los países protestantes, no tiene, en definitiva, un desarrollo ilustrado de su esfera pública que permita la verdadera libertad o la verdadera justicia porque carece de un espacio autónomo de intercambio de opinión y parecer fundado en el argumento y capaz de desenmascarar las falacias. Si no la teníamos para 1883, la cosa va sólo en apariencia mejor para 2018, golpe, guerra y dictadura mediante. Cualquier debate o tertulia política le da la razón a la socióloga ferrolana.

 

Hago este excurso, en apariencia no conectado con la caza de brujas, porque en estos días inciertos en los que si algo está claro es que la lucha feminista parece tener una ventana de oportunidad como nunca antes, o nos anclamos en genealogías propias y argumentamos con voluntad ilustrada —feijoniana, arenaliana—, o ganará el murmullo de esa sempiterna misoginia, falsa aliada, que cual Partido Popular ante la prensa del día, teme ver saltar por los aires el orden del mundo occidental (o al menos esa pequeña franja del prestigio, la respetabilidad y la alta cultura que no, no ha sido desde luego el espacio para ninguna alianza feminista, esto es, un espacio de verdadera izquierda transformadora) y se despacha con alarmas de alta intelectualidad escandalizada ante asuntos de importancia menor frente a la verdadera violencia (el cuadro que se quita, el caso aislado, el fantasma de la femme fatale finisecular que como una antigua amiga vuelve transformado ante un momento de repunte de la demanda de libertad de las mujeres), para concluir finalmente que nos estamos equivocando… nosotras.

 

 

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Y es cierto, nos estamos equivocando: el artículo de Gimeno que citaba al principio explica el error fundamental en el que podemos incurrir si caemos en la trampa de la ofensa, del mal empleo de ese delito de odio de dudosa utilidad si no es para el Estado represor, pues es el camino directo a cuestionar la libertad de expresión de la mayoría que no tenemos poder y padecemos sus efectos, bajo la aparente razón comprensible de que no se ofendan ni se vulneren verbalmente los derechos humanos de las mujeres o de otros colectivos que puedan considerarse agredidos por ciertas manifestaciones. En España sabemos un poco de eso: el recrudecimiento de la ley antiterrorista o la Ley de partidos durante los gobiernos de Aznar y Zapatero con la idea de luchar contra ETA sirvió bien, muy bien, a la lucha contra “radicales” sospechosamente a la izquierda y no necesariamente violentos. No es, obviamente, casualidad, que del miedo al terrorismo se derivase la justificación de un recorte de libertades civiles, algo consolidado tras los grandes atentados terroristas que han inaugurado la vida del tercer milenio.

 

Y es que el artículo de Gimeno incide en algo que estamos perdiendo de vista: la libertad de expresión tiene una relación estrechísima con el derecho a ella que necesitamos las desposeídas, los oprimidos. El derecho existe porque existe un poder hegemónico que nos silencia, nos reprime y nos dificulta la negociación de la justicia o la democracia si no es blindando ese derecho de expresión libre que no se ha pensado para quienes ofenden sino por el hecho de que el pensamiento democrático, radical y de justicia es una permanente ofensa al poder… y sigue siéndolo y necesita serlo. Bea Gimeno habla del “fascismo de baja intensidad” en el que vivimos y que vamos tolerando y recuerda otro principio casi ilustrado, de democracia radical y feminismo netamente nuestro, que es que nuestra lucha se apoya en la razón y la justicia para ir transformando la sociedad, su peligroso sentido común, a fuerza de evidencia y verdad, y no de procesos penales por “odio”. Pues si bien no es tolerable que un cargo público diga que todas las mujeres somos unas putas mentirosas y ahí se quede, bien distinto es que lo haga en sus redes cualquier gilipollas.

 

Si vamos a las condenas de estos últimos días, si miramos qué contienen las obras de ARCO que se descuelgan y qué procesos judiciales por delitos de odio, ofensas a la corona o exaltación al terrorismo se están juzgando, qué libros se secuestran, veremos con claridad que el poder, sospechosamente, está metiendo en la trena A LXS DE SIEMPRE, con la pasmosa tranquilidad de quien se sabe dueño de un ruido mediático que alimenta y ante nuestra peligrosa alianza implícita argumentada desde la falsa razón de reparar por lo penal lo que debe combatirse en las ideas. Esa opinión pública formada que añoraba Arenal. Si pienso en algunas feministas históricas entre los siglos XIX y XX que trabajaron desde premisas obreras, librepensadoras, republicanas federales y radicales, pienso en consejos de guerra, encarcelaciones, secuestros de publicaciones y exilios forzosos para salvar la vida, a veces intercontinentales. El poder quiere en la trena a las de siempre y por eso la autocrítica: la libertad de expresión y de conciencia es una veta del pensamiento feminista español que debemos cuidar y que no podemos poner en cuestión aceptando la trampa del odio y del derecho penal que se va a volver en nuestra contra.

 

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Los diez años de la Ley de la Memoria Histórica de Zapatero han traído a la primera línea, otra vez y nunca será suficiente hasta que se haga verdadera justicia, las cunetas, las personas asesinadas, la impunidad y la represión. La familia Franco quiere vender esa granja de Meirás, como la llamaba doña Emilia Pardo Bazán, expoliada al pueblo galego y que es una vergüenza histórica que no haya sido expropiada y restituida tras cuarenta años de teórica democracia. La familia de Urdangarín, que está condenado, pero no en la trena (Alfon, Alfon, Alfon Libertad), nos va a costar algo así como medio millón de euros al año ahora que vive en Suiza. La princesa está triste, qué tendrá la princesa. Ada Colau dice que la pleitesía para otras, el rey se agarra a la parte de la Constitución que le blinda institucionalmente y no a la del derecho a la vivienda para justificar su injerencia de parte en el tema catalán. Dios salve al rey porque si cae el rey, se cae la ficción de democracia contemporánea en España, construida sobre un silencio tan espeso, tan de muertos, tan hondo, tan cómplice entre élites viejas y nuevas de aquel final de los setenta, que puede tragar como un gran agujero de vacío a quienes una mañana se despertaron demócratas para seguir despertándose ricos. Es la clase, al final, la que demarca los alcances de nuestra libertad. Porque la memoria histórica que nos falta no es sólo la de las personas represaliadas, asesinadas, olvidadas para construir una ficción de pacto tranquilo, es toda la anterior, muy anterior, es la de ese pueblo estúpido que no deja de entonar el vivan las caenas y ha perdido, sin embargo, memoria de su conciencia oprimida expresada en republicanismo, en revolución y principios elementales del liberalismo progresista de entonces, ante una familia de reyes franceses que llegó aquí en 1700 pasando a cuchillo la identidad política española —y a conciencia lo digo— que, aun monárquica, había respetado desde Isabel y Fernando fueros, diversidades, sentires y lenguas. Puestas a identidades nacionales, volvamos a la Trastámara. Puestas a identidades nacionales, recordemos fueros y pactos. Puestas a patriotismos, desnudemos al rey desnudo de saga de reyes y reina muy desnudos, muy conservadores, muy de echarse a la bolsa propia lo que era del reino. Ahí seguimos, aunque se le llame presupuesto.

 

Vamos a estirar la libertad de expresión fundamental: que un país democrático recoja ofensas a la Corona en sus leyes, y por ellas encarcele, no es democrático. Que blanqueemos las monarquías como sistemas de representación justa y moderna, tampoco. Que no se pueda señalar la injusticia no escogida y pactada de la forma de Gobierno de esta democracia no es democrático. Que se blinde la clase social, el estatus y poder en torno a una figura institucional envuelta en páginas escogidas de constitucionalismo dirigido (las que lo hacen inviolable y las del 155) no es democrático. Que no entendamos esto es nuestra derrota como pueblo consciente.

 

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Hay otra memoria que también precisa de cierta reparación o de cierto golpe de conciencia. Va una autocrítica generacional: criadas en la democracia, la educación pública, el “tu hermano también pone la mesa”, la ficción de modernidad europea de esos tiernos noventa para las clases bajas y medias que todavía nos beneficiamos del ya estropeado ascensor social, toca reparar en nuestra voluntad socialdemócrata tan bien construida la herida de la clase y de la clase mujer para recordar que la ficción de vidas libres, de la educación para el trabajo, del esfuerzo que se premia, se agotó hace ya tiempo y en la orfandad nos toca, quizá, volver a la raíz.

 

Es más cómoda la ficción, basta ponerse la radio, moverse en ciertos ambientes, poetizar la infancia con familiares de raíz obrera transmutados en pastores de égloga garcilasiana. En este tiempo de ofenderse por casi cualquier cosa, hay que recordar que la lucha transformada en la sociedad, desde las izquierdas, desde el republicanismo, desde la más elemental hambre, se ha reprimido siempre por el poder y nunca ha salido gratis. La falsa conciencia progresista que se escandaliza por la falta de libertades cuando le tocan su estatus no es exactamente lo mismo que la conciencia de clase o de clase mujer, que de hecho suele molestar a la falsa progresía porque le señala la costura y la contradicción.

 

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Recabo hilos: el debate sobre libertad de expresión, sobre represión, sobre nuestra calidad democrática como Estado en conflicto por sus conflictos históricos es eso, histórico. Es fruto de procesos de alcance centenario no completados, intentados a golpe de brechas de libertad, traicionados siempre al son que el poder no visible pero existente ha marcado. En el proceso de la Modernidad, se dejó fuera a conciencia a las mujeres, al tiempo que no venció la posibilidad de un debate racional y de una fuerte conciencia democrática traducida en los papeles públicos. Lo que sucede hoy no sobreviene, sino que vuelve. Y cierto amarre en el proceso histórico es la única brújula para poder navegar. Desenmascarar falsas alianzas, en los feminismos pero también en la lucha democrática, es tan necesario como blindar la expresión libre ante el poder, pero sin caer en esos resortes de contención que, sospechosamente, siempre despierta la voz de las mujeres cuando dice, cuando entona, que desea ser libre.

 

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