Expongo la solidez de mi cuerpo.
Los prados me lamen la carne,
me acarician.
Bailo.
En La Delicadeza el cuerpo es sorprendido durante el baile. Hay un movimiento detenido, una quietud de las formas; está a punto de. La muchacha se incorpora y danza alejada de la vista. No podemos verla pero está ahí, ha salido del encuadre, espera que las otras la sigan. Hay de eso en La delicadeza. Una espera en el rostro oculto, en el cabello, en la piel suave de la espalda. La muchacha no es una muchacha, ha perdido la capacidad de ser. Su cuerpo la domina, la posee; se exhibe voluptuosa en este baile detenido. Traza una línea sobre el campo. Si la viéramos a lo lejos, a ella y a las otras, ¿qué veríamos realmente? ¿Qué ves tú al observarlas?
***
Alúmbrame, señor
pues estoy ciega en este valle.
Aquí, sin embargo, hay una muchacha por encima de todo. La levedad de su gesto nos sobrecoge. Es el rostro el que domina aun en su ausencia; su mirada. Podemos ver sus ojos sobre el cuchillo. Podemos intuirlos a través de la palidez de las manos. Alúmbrame, señor, nos dice, y nosotros deseamos alumbrarla. Cubrir sus hombros con un manto blanco, despojarla del luto. Es una serie inconclusa. Igual que ella, hay algo inacabado. ¿Quién es esa muchacha? ¿Por qué se deja devorar por la penumbra? Aún no tengo respuesta. También yo espero que me alumbren.