Yo era la maestra, la niña, la mujer joven de la escuela. Así me bautizaron los hombres y las mujeres, así me señalaron en la iglesia. Entonces yo tenía veinte años. Había conocido la miseria y el abandono del padre, llevaba un velo sobre el rostro. El luto me afilaba la mirada. Me daba un lustre nuevo, grave, una seriedad que hacía recelar a las mujeres. Los niños me adoraron al instante. Cuando llegué, la niebla se extendía por el páramo, aquella niebla viva del otoño, sólida, un manto de blancura impenetrable. Ellos llevaban flores en las manos, huesos afilados que sonaban en la noche, colmillos de animales olvidados hace tiempo. Los perros los seguían sin descanso. Aullaban suavemente y los niños respondían, un grito que erizaba los cabellos, que venía de la guerra y de la sangre. Reían con su risa cantarina. Tenían dientes grandes que brillaban, dientes de nieve de los páramos. Abrían sus boquitas y dejaban que naciera, esta risa ajena a la miseria, ajena al golpe y al desastre. Yo permanecía silenciosa. En medio de la plaza, los primeros días, sacudida por el viento que ondeaba mis cabellos. Observaba a los pequeños que pronto me serían tan queridos y el eco de su risa me incendiaba con violencia.
Eran bellos y salvajes. La miseria los cercaba, roía sus zapatos, en la cama les pesaba sobre el cuerpo. No querían a los niños en el pueblo. Crecían como la hiedra, aquí y allá se los veía, con los rostros encendidos por el juego interminable. Los padres se olvidaban de cuidarlos. Nacían y morían, y en la lápida los nombres se borraban con la lluvia. Yo los acogí como se acoge al miserable. Lavé sus cuerpos diminutos y les di pan con confitura. Ellos empezaron a seguirme. Pedían cuentos con la voz acongojada, exigían mi presencia en sus batallas. Pronto me aceptaron en aquel extraño mundo donde ellos habitaban, a mí que era mujer de las ciudades, que era señalada por sus padres en la iglesia. Me nombraron la vigía de sus juegos. En la plaza preparaban sus funciones y yo los observaba, sosteniendo entre las manos la lectura, sentada en un banquito que habría de acogerme muchas tardes. Se subían a los árboles y allí permanecían largas horas, sumidos en el cálido fulgor de aquella infancia protectora.
Fueron los niños los primeros en nombrar a las muchachas. A las pálidas criaturas que habitaban en el bosque. Las llamaban en las lindes, anhelando su presencia, su caricia que indolente descansaba sobre el rostro. Buscaban signos misteriosos en las huellas de sus pasos. Me decían que las niñas procedían de la bruma, de un lugar impronunciable que cedía a la belleza, al suave movimiento de sus cuerpos. Se ondulaban como juncos en los campos, ajenas al otoño que oscilaba sobre el pueblo, cubiertas levemente por las gasas y las telas, por los gráciles vestidos que lamían sus tobillos. Nunca hablaban con los hombres. No asistían a la escuela o a la iglesia, ni tampoco las veía en los comercios, en aquellas tiendas polvorientas que atendían las mujeres. Sólo se acercaban a los niños. Los llevaban en los brazos como a hijos adorados. Tenían dedos quebradizos y muñecas afiladas, finísimas, que los niños apresaban en el juego y nunca liberaban. A veces los dormían con sus cantos, un arrullo leve que brotaba de sus bocas, y entonces el sopor nos envolvía, se filtraba por la tierra y abatía a los corderos, a las aves refugiadas en los nidos. Como una invocación o una plegaria, tejida en el lenguaje misterioso de los bosques.
Dara Scully (1989) es hija de los bosques. Escribe, fotografía y es editora de las antologías digitales Cuaderno de vuelo, tus ramas/mis huesos y Dientes de leche. Como fotógrafa ha expuesto en Madrid, Valencia o Londres y como escritora publicó por primera vez en Anónimos 2.2. En su otra vida fue cronopio o gorrión.