DOS MANERAS DE DECIRLO
1)
ELLA (del latín illa): pronombre personal. Forma de 3.ª persona en femenino. Sin preposición, es sujeto. Con ella, se usa en los casos oblicuos.
Soñar con ella. Soñar con encontrarla en lugares improbables, en las calles arenosas de ciudades que nunca he visitado.
Soñar con ella, relieve en las fotografías, presencia turgente que se deslinda del plano. Con ella como ancla, piel que cuartea su desnudez y la reparte entre la retina exhausta y el dedo que roza siempre una ausencia.
Ella: mi madre, mi hermana (ma semblable, ma soeur), hendidura, perfil, voz que silba (¿dónde?), que huye, garganta adentro, corriente que se lleva el deseo y lo ahueca, más allá de sí, en su orilla.
(2)
Mi primer contacto con el feminismo fue temprano, personal y visceral. Después, con el paso del tiempo, se volvió no contacto, sino más bien contagio: se hizo más “elaborado”, más “reflexivo”, más “teórico”. Fue visceral el hecho de tomar conciencia de la desigualdad y la diferencia vividas en carne propia y en la de las mujeres que me rodeaban (mi abuela, mi madre), las que estaban cerca de mí, y también las que imaginaba y que estaban lejos, dispersas y perdidas en distintos lugares del espacio y del tiempo. Era visceral el rechazo y la incomprensión de estereotipos prefijados, de relatos sobre la identidad femenina que no coincidían con lo que decían ni mi cuerpo, ni mis deseos. Y fue “elaborado” en cuanto encontró un cauce de lenguaje, en cuanto empecé a leer a escritoras y también a algunas autoras de teoría feminista, como Virginia Woolf, Adrienne Rich, Hélène Cixous, Monique Wittig, Luce Irigaray, Djuna Barnes, Clarice Lispector, Marguerite Duras. A partir de ellas, la lista se amplió de tal modo que actualmente leo a muchísimas escritoras (se llamen o no a sí mismas feministas), tanto en el terreno de la creación como en el del ensayo y la crítica.
El feminismo para mí es una decantación de la mirada que trata de conciliar igualdad y diferencias. Lo he entretejido desde lo visceral, en las pequeñas luchas de la vida cotidiana, con la teoría y la relación con los libros porque, contra lo que se pueda creer a priori, no son ámbitos de raíz segregada. Creo que están juntos, asociados, encadenados y casi formando un continuo. Desde la literatura me interesa el trabajo por la visibilidad de voces femeninas olvidadas o periféricas. Voces que manifiestan otro modo de decir y de entender. Esas voces, que no son consideradas centrales ni son, para nada, canónicas, permiten trazar un mapa de suturas distintas, que se ejercitan y me ejercitan en lo que la artista Eva Lootz llama “seguir mirando por el rabillo del ojo”. Porque por el rabillo del ojo se ve lo que no aún no es, lo que está a punto de aparecer y que, si es enfocado, puesto en el objetivo, llevado al centro de la escena o a la verticalidad de la visión, desaparece. Las mujeres, las escritoras, la pensadoras, han captado aspectos del mundo con el rabillo del ojo porque no les fue permitido, a lo largo de la historia, mirarlo de frente. Y esa visión desplazada, tal vez generada en un principio por condiciones de desigualdad, ha abierto, paradójicamente, infinitas puertas y posibilidades, márgenes y fallas, grietas a las que asomarse y desde las que poder moverse y re-escribir.