Fragmento de «Nefando» de Mónica Ojeda

 

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Irene Terán, 8 años. Lectora de J.M. Barrie y H.G. Wells. Dibujante de monstruos de debajo de la cama. Habitación de estrellas fosforescentes.

 

El padre, que tenía un moco blanquecino colgándole de un pelo del orificio izquierdo de la nariz, lanzó a la hija a la piscina como un saco de arroz y ella cerró la boca para que el agua no la quemara por dentro. Apretó los músculos faciales formando una pasa de labios amoratados y cayó sin gracia, pero con valentía, o al menos eso creyó que hizo cuando dejó los gritos encerrados en la garganta —la jaula de los canarios amarillos, decía la madre— aunque en el fondo sabía que tragarse el miedo era un acto de supervivencia sin sentido y que acabaría abriendo la boca igual que todo el mundo. Mientras se hundía en el líquido celeste atravesado por una luz que proyectaba sombras densas en los azulejos grandes, del tamaño de su cabeza, la hija pensó en el moco del padre para distraerse del miedo que tenía de volverse a morir. Lo peor, pensó, no era ahogarse, sino que el padre la reviviera y ella tuviera que vomitar mares de agua con cloro para ser lanzada a la piscina otra vez, como la pesadilla dentro de una pesadilla, eternamente, porque el fin, había llegado a creer, no existía si el padre estaba cerca para devolverla al punto de partida y empujarla a un camino sin horizonte. Esta vez, sumergida en el rectángulo áureo de la piscina, no pataleó. Sintió las extremidades flácidas como las de una muñeca de trapo y decidió, ladeando la cabeza, dejarse caer, aflojar el cuerpo, rebelarse contra la natación y contra los designios del padre. Descendió en el celeste con los brazos y las piernas abiertas igual que las estrellas de su habitación y soportó el ardor en los ojos porque era lo que menos dolía; porque los azulejos con las sombras y la luz eran mejor paisaje que la niebla detrás de los párpados. Debajo del agua podía ver el sol, la figura ondulante del padre con las manos en la cintura y escuchar las carcajadas subacuáticas que le provocaban inmensas ganas de llorar. Su cuerpo tenía el peso de todos sus juguetes; su cuerpo era como un prisma que descomponía la luz que refractaba. El padre le gritó “¡chapotea, hija de puta!” y esta vez ella se mantuvo firme en su decisión de no hacerlo. De cualquier manera acabaría ahogándose, pero al menos así, quieta, entregándose al celeste, no se sentía como el payaso del padre que reía con un moco crisálida colgándole de la nariz. A veces la hija se sorprendía de su capacidad para abstraerse cuando el contexto le aburría o le resultaba espantoso. Hundiéndose en la piscina lograba, no sin cierta dificultad, recordar la famosa frase de Peter Pan: “Morir sería una aventura terriblemente formidable”. Y, aunque estaba claro que el señor Barrie lo había escrito porque desconocía que la muerte era una escena cíclica, un estribillo diáfano y, por ende, inexplorable, monótono y tortuoso, esas palabras lograban hacerle olvidar el agobio del dolor trashumante que percutía en su cuerpo de estrella. Los pulmones, mientras tanto, se le desinflaban como dos globos marchitos y el agua urgía en transformarla en una pecera vacía. Para soportar la caída se aferraba a la aventura de morir mil veces y a interpretar el papel que se le había asignado. Cuando el padre la filmaba, la hija solía imaginar que era la actriz de una película romántica. El hijo de en medio, dos centímetros más pequeño que ella, le seguía el juego para sobrellevar lo que pasaba cuando el padre corría las cortinas. A la hija menor, en cambio, le costaba entender la estrategia de sus hermanos y a veces lloraba y el padre se reía tan fuerte que la panza se le derramaba un centímetro fuera del pantalón y temblaba como un enorme pedazo de gelatina. Desde el fondo celeste podía ver esa montaña cetrina de grasa acumulada; una barriga excelsa que a ratos le eclipsaba parte del cielo. No comprendía cómo era que los ruidos del mundo, que en esos momentos se reducían a una cadena de carcajadas adustas, entraban en el agua para que ella los escuchara en su caída hacia las profundidades de la piscina. A la hija no le gustaba la risa del padre: era un sonido excoriado, estuprador, como el de una campana oxidada. El celeste distorsionaba el “¡Muévete, hija de perra!” y lo hacía sonar a espejismo, a pregunta: ¿Quería el padre enseñarle a nadar o vengarse de aquella vez que le pidió que lo besara y ella le sacó la lengua manchada de chocolate en una reacción natural de desprecio? La hija quería creer lo primero y por eso lo creía con una convicción árida que no dejaba espacio para la duda. Todos los padres deseaban que sus hijas supieran nadar. La intención era lo único que contaba; aunque las tardes de piscina le significaran una tortura, aunque tuviera pesadillas con peces lagarto escondidos entre los azulejos, aunque fuera necesario practicarle primeros auxilios un par de veces, vomitar un líquido transparente que ardía como napalm, toser la muerte de vuelta a la piscina, recibir unas cuantas cachetadas… Lo importante era que el motivo, el verdadero, era el de salvarla. El padre la ahogaba para que no se ahogara; el padre le abría la boca con los pulgares y le acariciaba los dientes para devolverle el aliento; el padre se reía para impulsarla a aprender a través del ridículo. El problema era que, por mucho que lo intentara, la hija no podía formular ni articular la bruma que se arremolinaba en una esquina de su relación con el padre. Había algo contaminante, algo que no era tangible ni visible, algo que percibía pero que no sabía decir. La situación le recordaba a un cuento que había leído, escondida debajo de la cama, en donde un hombre malo creía robar una muestra de un virus, pero en realidad, y sin quererlo, se hacía con una inofensiva bacteria que generaba manchas azules en sus huéspedes. Lo que el hombre malo tenía entre sus manos estaba muy lejos de ayudarlo a cumplir con su objetivo de enfermar a todo Londres, sin embargo, en el cuento él estaba seguro de ser el portador de un virus letal. La acción dentro de la historia estaba escindida, descompuesta, y el hombre erraba porque creía que estaba haciendo algo distinto de lo que en verdad hacía. La hija intuía que, en ciertos aspectos, ella era como el villano de ese relato; que había una versión de su vida que le resultaba ajena, una definición de las cosas que hacía, y que el padre hacía, que ella ignoraba y que le impedía disipar la bruma que le impedía verse. Cuando pensaba demasiado en lo que no podía decir, en todo aquello que no sabía contar, su convicción se volvía menos árida y las intenciones del padre más oscuras.  Pero, ¿cómo podía leer las intenciones de otros? ¿Cómo saber qué era lo que alguien quería hacer cuando hacía algo? ¿Importaba, acaso? ¿Cómo medir las distancias entre lo que uno pretendía hacer y el resultado final? La hija jugaba a preguntarse cuáles eran las razones del padre para lanzarla a la piscina por cuarta vez consecutiva en menos de una hora; jugaba a ir más allá de lo que sabía, más allá de la relevancia de la natación, y entonces imaginaba al padre como una criatura esperpéntica que la acariciaba de todas las formas incorrectas y que la hacía sentirse ahogada incluso fuera del agua. Lo cierto era que, haciendo a un lado los juegos y las suposiciones, el padre la lanzaba a la piscina porque esa era su intención —no se trataba de un acto fortuito—, pero sus razones para hacerlo eran lógicas y comprensibles, pensaba la hija, como cuando disparó en la pared de la habitación del hijo de en medio por haber intentado escaparse de casa y, apuntándolo con el arma, le dijo: “Si algún día te disparo será para que aprendas”. Y el hijo de en medio aprendió. El padre no podía saber lo que sentían los hijos; no sabía lo mucho que a ella le dolía hundirse como un submarino deshabitado. Tal vez tragar agua era necesario para acabar con el miedo, después de todo, para no ahogarse de verdad primero había que ahogarse de mentira. El problema era que la hija no podía identificar los motivos del padre para ponerla frente a la cámara e insistirle en que besara con mucho cariño al hijo de en medio, ni por qué hacía que la hija menor andara en cuatro patas por el suelo del salón que a veces estaba sucio con cosas que le marcaban las rodillas. Le resultaba misteriosa la forma de la realidad, similar a la de un tótem de máscaras blancas, y le costaba contar lo que ocurría porque no estaba segura de qué era lo que pasaba a su alrededor. Mentir en esas condiciones acababa siendo un accidente, un acto involuntario que sucedía cada vez que abría la boca. No tenía la intención de engañar a nadie, pero mentía todo el tiempo porque era fácil distorsionar las cosas cuando estaba bajo el agua y la imagen del padre era igual a dos manchas informes. ¿Cómo creer en lo que veía con los pulmones medio vacíos? La madre jamás le creería si primero ella no se creía. “¡Nada, pendeja de mierda!” le gritó el padre mientras la hija alcanzaba el fondo de la piscina. Allí, donde todo era más vivo, su pelo se le presentó de frente como un fantasma autónomo. Intentó echarlo hacia atrás, pero los dedos se le enredaron en la maraña marrón y así, atada a sí misma, privada de su mano, sintió una angustia ciega que le trepó por los talones y le hizo perder el equilibrio de su posición de estrella. Para ver bien tenía que desenredarse de sí, arrancarse el pelo por el que sólo se asomaban retazos del paisaje de azulejos. A veces la madre le decía que ella no podía entender las cosas del mundo porque todavía era una niña. Por eso la hija intentaba sacarse la infancia de encima igual que el padre le quitaba la ropa manchada para lavarla con los puños cerrados. Estaba segura de que cuando fuera mayor podría decir todo lo que percibía, nombrarlo con las palabras adecuadas, hacer una verdad convincente, darle cierto sentido al caos. Quería crecer y que su cerebro floreciera en el ruido. Quería saber por qué se sentía despojada de su identidad cada vez que se quedaba sola con el padre. Había llegado a la conclusión de que los adultos no se sentían confundidos por lo real; todos respiraban por la boca para formar un sólido nido de conceptos articulables con los que moldeaban lo que veían, lo que escuchaban y lo que decían. La madre de treinta y seis años hablaba siempre con una seguridad envidiable y su nido era completamente macizo. Cada vez que ponían el noticiero, en la radio o en la televisión, ella miraba a los hijos y les decía que eran afortunados, pero la hija no se veía a sí misma como una persona afortunada cuando el padre la obligaba a lamerle los dedos de los pies, uno a uno, y a chupárselos aunque estuvieran muy sucios y olieran mal. La madre hablaba de la felicidad de los hijos que lo tenían todo, que aprendían del mundo a través de los juegos, que eran amados, protegidos, y luego los dejaba solos con el padre. Alguna vez la hija menor intentó poner en palabras su disgusto hacia la cámara y las manos cayosas que la tocaban por debajo de la ropa, pero nadie la escuchó. La infancia tenía una voz baja y un vocabulario impreciso. En el colegio la profesora solía decir que desde una sola posición no se podían ver todos los lados de un cubo. A la hija le molestaba ser un submarino sin periscopio. También le dolía quedarse sin aire y ya no ser dueña de sus movimientos porque, poco antes de morir, su cuerpo era independiente de ella y cuando abría la boca de un solo impulso y el agua le cascaba la garganta, el estómago, los pulmones, lo único que existía era el dolor físico sacudiéndola como una marioneta, humillándola, y el ruido de miles de burbujas reventando o ascendiendo, ilustrando su desesperación mientras que el padre se carcajeaba afuera de la piscina. ¿Qué tan grande era la distancia entre la risa y la aflicción? Sus brazos y piernas se agitaban solos y la hija los miraba con estupor mientras escuchaba el peso del padre estallando sobre el agua como una bomba. Los párpados se le cerraban, pero todavía tenía tiempo de hacerse una pregunta: ¿por qué también ella quería reírse?

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Mónica Ojeda es licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y Máster en Teoría y Crítica de la Cultura. Docente del área de Literatura de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Ha sido antologada en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013), ha obtenido el Premio Alba Narrativa 2014 con la novela La desfiguración Silva (Arte y Literatura, 2015) y el III Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015 con El ciclo de las piedras (Rastro de la Iguana Ediciones, 2015). Acaba de publicar su segunda novela, Nefando (Candaya, 2016).

 

 

 

 

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