El Enigma de la Solterona: «Rosalie Blum» de Camille Jourdy

 

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La verdad con la que empiezo esta artículo es que a pesar de que vivimos en una sociedad hiper informativa y tecnológica, a la mayoría aún no nos es fácil concebir el fenómeno de la solterona. Enigmas acerca de qué tipo de vida lleva o qué sucesos han podido provocar que una mujer cualquiera decida vivir en soltería y soledad total aparecen inmediatamente asociados. Lo más fácil y excitante para muchos de nuestros vecinos y familiares es especular sobre los motivos que tal hecho encierra. Unos ,»será lesbiana», otros, «no habrá quién la aguante, debe de estar loca», «tiene una especie de trauma», «es rara»; el caso es que no tiene escapatoria. Elegir permanecer sola para la mujer contemporánea sigue siendo difícil de aceptar para el mundo que la rodea; si bien no llega, hoy en día, a provocar las mismas muestras de exclusión social que hace años –o eso me gustaría aceptar de antemano.

            Claro, cuando hablo de la mujer soltera no contemplo el largo período durante el cual a aquella se la considera joven –concepción que, por otro lado, sólo debería pertenecerle al individuo–. Me refiero más bien a aquella mujer madura a la que no se pueden atribuir los mismos justificantes de sus soltería, enfermedad que apremia solucionar. En el panorama juvenil en cambio, se entienden con más facilidad la autonomía, la soledad, la libertad –sobretodo asociadas a un correspondiente aumento de la promiscuidad más marciana posible, otro asunto de presión social. Es decir, que todo estará OK en el período de la post-adolescencia a condición de que te tires a mas de una docena de individuos al año y que además aquellos tengan una mediana reputación. No le ocurre lo mismo a la mujer pasados unos años. Hoy en día, si aún lo eres a los 40, soltera, entonces algo va mal por mucho que los titulares de revistas femeninas de tendencia se pongan chulitos: «Fuera prejuicios: Estar soltera es tendencia» No quisiera adolecer de pesimismo, pero la existencia de tales afirmaciones sólo confirma la doble moral que encierra esta situación.  Si bien hace más de un siglo que estas situaciones se reflejan en la literatura; léanse las obras de autoras como Shirley Jackson (1916), Toni Mitchell (1931), Lucía Berlin (1936), Kate Bolick (1972), etc; por otro lado se tardará aún mucho tiempo hasta que la sociedad termine por acostumbrarse.

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            Durante los años 2007, 2008 y 2009, al albor de la crisis internacional, la autora Camille Jourdy, una ilustradora e historietista francesa premiada en el Festival de Angulema de 2010, completa una trilogía sólida sobre vidas humanas discretas, apagadas por el anonimato, por la timidez y la degradación del individualismo. La trilogía se titula Rosalie Blum (La Cúpula, 2012) y en ella se retratan ese tipo de existencias que su autora rescata de la agonía del anonimato mientras miles de ojos subestimamos su poder. El individualismo frío que nos ha hecho presas hasta el momento de abrir el libro, de pronto abre sus puertas y estamos frente a la problemática del otro. Así le ocurre a Vincent, el peluquero que protagoniza la primera parte de la historia, que se ve envuelto de inmediato en una situación sin salida que empieza y acaba en una mismo aunque aparentemente esté siguiendo a una mujer desconocida. De hecho, la acción de este cómic podría sustituirse por esa línea del malvado Iago en el texto teatra de Othello de William Shakespeare donde reconoce que al seguirle a él en realidad se sigue a sí mismo. En este caso siguiendo a la solterona provocará que Vincent quede envuelto en un eje de curiosidad recíproca del que no saldrá impune, ni en la ficción, ni en esta crítica. No, no esperen tragedias, al menos en esta ocasión la curiosidad no mató al gato ni, como se dice en Francia «trop de curiosité nuit». Eso sí, en la novela gráfica se hace patente la diversidad de puntos de vista en torno a la consideración de la mujer desunida del hombre, desunida del mundo, o el patético enigma de la solterona que secunda el protagonista masculino.

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            En la historia que nos atañe todo empieza por el verbo, el nombre: Rosalie Blum. «Hmm, Rosalie Blum, qué nombre tan curioso», se dice Vincent sentado en el bar de noche de una humilde localidad francesa bebiendo una copa de whisky aunque no le guste nada. Ese afán que arrastra al personaje hacia la verdad que oculta esa mujer solitaria establece el eje narrativo. Ella despierta en él «una sensación conocida» –como tituló la autora esta primera parte– distinta del amor, más parecida al deseo morboso por revelar quién es ella y por qué está tan sola como él:  «¿Qué te habrá ocurrido? Qué extraña eres, Rosalie…» Por paradójico que parezca, el hombre solo se compadece de la mujer sola quizá para así, no sentirse un cacho de carne inerte. Con suerte esta concepción encierra un juicio erróneo y Rosalie le enseña algo al peluquero y es que una vez la obsesión le invade, Vincent encuentra algo más que acaba propulsando su deseo de saber y por tanto sus persecuciones cotidianas a Rosalie Blum. Ese elemento sorpresa es la rutina de la protagonista que al final es el espíritu de esta historia, al ocuparse de mostrar una vez más, que los estereotipos y las ideas preconcebidas –incluso las que atañen al lector– son peores que el disfraz de Santa Claus. El término «rutina», derivado del francés «routine» quiere decir camino familiar. Yo distingo por un lado el concepto necesario y formidable de la rutina, la rutina buena para entendernos, y la rutina mala. La rutina de Blum, aunque en los ojos de Vincent al principio parece triste, es, sin embargo, fruto de hacerse a sí misma, al margen de los tópicos que su sociedad, en especial el pequeño núcleo urbano en el que vive, le reservan. La suya una rutina buena porque, tal y como descubrimos con el espionaje de Vincent, sus días tienen un ritmo frenético e inesperado, fruto de su activa participación diaria en el grupo de coro, en las sesiones de música en directo de un club de noche y sus largos e improvisados paseos. Pronto se hace evidente que a Rosalie Blum le gustan los pequeños detalles, aunque los halle día tras día.

Por el contrario, la rutina mala impide al individuo tomar decisiones, le hace presa del miedo, del conformismo. Si la rutina buena es Rosalie Blum, entonces la mala sería la de Vincent, que hace culpables de su situación a su madre, a su profesor de biología, a su ex novia. Todo esto de la doble verdad sobre la rutina, unido a la idea del camino, coloca al Vincent previo al encuentro con Rosalie Blum, en una senda dominada por su apatía y sus prejuicios, mientras que con Rosalie, como si del lector de la novela gráfica se tratase, el protagonista viaja a nuevos lugares emprendiendo una ruta desconocida cada vez y por tanto, abandonando su insulsa rutina y evolucionando a lo largo de las siguientes dos partes. «¡Esta noche yo, Vincent, he ido al cine y a un bar con una mujer desconocida!»

            Cuando nos hemos acostumbrado al manso Vincent y a su desfavorable naturaleza, el segundo título de Rosalie Blum «¡Arriba las Manos!» nos trae a un nuevo personaje, la sobrina olvidada de Rosalie Blum, Maude. Con Maude, la autora trae a su vez al loco compañero de piso de la joven, un circense de poca monta que añade un barroquismo ya del todo insuperable a esos magníficos escenarios hogareños en los que el desorden es el gurú del éxito. Hago un paréntesis para apuntar que si cada uno de sus personajes hubiera dejado cada cosa en su sitio, no habríamos disfrutado como lectores y rastreadores de cada más mínimo detalle: planta, vaso, botella de agua, taza con cucharilla, plato de comida con un tenedor, cenicero y pila de libros, etc. ¡Viva el caos! Después conocemos a las amigas de universidad de Maude, Cécile y Bernadette, y claro, a los ligues del circense recién nombrado, entre las que destacaré a Stéphanie, de semblante serio y desabrido. Pasea en bolas por la casa cuando le viene en gana y saca la lengua para probar la nieve fresca que cae del cielo.

            En esta segunda parte de la historia, el enigma de la mujer solterona se revela y el juego de apariencias se pone en marcha. Maude conoce algunos detalles que han llevado a su tía a su situación, pero no le predisponen, la juzga por algo más que la vida que lleva y retoma con mucho ánimo el encuentro de ambas. Ahora Vincent es perseguido ya que sus andanzas intimidan a Rosalie Blum, a quien por fin se da voz y que ahora es la que puede ver sin ser vista.

            Camille Jourdy realiza una obra fundamental con su personalísimo intento de plasmarlo todo con esmero cinematográfico. Cada página tiene un colorista e inusitado poder de atracción. Además, los diálogos le añaden un fluir familiar de acuerdo con la realidad de las conversaciones y pensamientos mundanos. A los aficionados a los grandes fondos con múltiples revelaciones sobre la moral y la espiritualidad humana les preguntaría si acaso hay algo más interesante que el modo tan diverso en que cada persona percibe las mismas cosas. Para plasmar esto de un modo más efectivo, a la vez que complejo, Jourdy rechaza la narración unilateral y compone una narración sincronizada de los hechos permitiendo al lector que se anticipe con el mismo entusiasmo que sus personajes a todo lo que está a punto de ocurrir.  Para poner el broche final, en el último título «¡Al Azar, Baltazar!», con el cual hace un guiño a la película de Robert Bresson de 1966, la autora sonríe a través de sus personajes y esa desencadenante de la solterona termina por perder importancia de acuerdo con lo mucho que conocemos ya a la amable Rosalie. Para no anticiparme y dejar los sucesos precipitarse con cada página, sólo sugiero acudir al integral, y, si nos lo permite la compleja red de distribución de cine alternativo, ver la versión cinematográfica que realizara ya hace un año Julien Rappeneau.

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