De violadores, parlamentos y pactos de Estado

Nacho Doce / Reuters.

 

 

Nacho Doce / Reuters.

 

 

El foco mediático de esta semana alumbra Pamplona, pero Iruña sólo es un símbolo. Estadísticas en mano, ese foco podría estar cambiando de localización al menos cada ocho horas, ser muchos focos hasta fundirse, entrar en casas, centros de trabajo, calles, sobre todo casas, casas, intimidad. Ocho horas es lo que media entre cada denuncia por violación en España, durante los 365 días que tiene un año. Las expertas en violencias sexuales y la propia policía saben que, sin embargo, la mayor parte de estas agresiones —del abuso sexual de forma amplia— no se denuncia. Holi, España 2017. En el artículo que sigue voy a hablar de “la manada”, de la reacción religiosa a la presencia de Judith Butler en Brasil, de la teoría y práctica feministas que nos ayudan a entender ambas cosas, de por qué Unidas-Podemos se abstuvo en el Pacto de Estado en materia de violencia de género, de la teoría y práctica feministas que nos ayudan a entender por qué y de palabras como “dictamen”, “subcomisión”, “recomendación”, “procedimiento parlamentario” y “obligado cumplimiento”, entre otras.

 

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Si tuviéramos que resumir la cultura de la violación sin adentrarnos demasiado en la teoría tendríamos que decir que esta es una de las expresiones más claras de la violencia machista además de ser un mecanismo de control de primer orden para mantener a las mujeres fuera del espacio público, muy a pesar de que es en la intimidad donde tiene lugar la mayor parte de la violencia sexual contra ellas[1]. Hablaríamos necesariamente del estereotipo de la mujer que es buena porque no se le ocurre salir de pedo por ahí sola o con amigas en fiestas patronales y de la mujer que es mala, porque comete la osadía de hablar con uno o varios desconocidos y luego pasa lo que pasa (ya sabéis: si iba vestida como una puta, si bebió de más, si iba drogada, si cerró bien las piernas, si le gustó porque no dijo un “no” rotundo, si…). Necesariamente tendríamos que pasar por los platós televisivos, la iconografía de la moda, los tweets en los que se va infiltrando o se suelta de golpe la idea de que si calientas a un muchacho luego no puedes echarte atrás, además de reproducirse hasta el asco la imagen de la disponibilidad sexual del cuerpo de las mujeres, cuerpo tanto o más accesible para los hijos sanos del patriarcado si  no es “propiedad” de un otro reconocible, esto es, si está en la calle donde solo están las “guarras” y no lleva al lado un tío-dueño. Al cóctel le sumamos que el acusado o acusados de cometer violaciones se presentan como chicos normales, con novias, amigas o madres, que saldrán a las televisiones a decir que le van a destrozar la vida a un inocente encaminado a un futuro maravilloso en el abstracto de la bondad (ya sabéis: los adolescentes beben, pero el mío no), sin que nadie en el entorno tenga la elemental prudencia de poner a buen recaudo de la prensa a quienes, por otro lado, seguro que podrían decir mucho de la intimidad de las conductas de, por ejemplo, un grupo de fulanos que se dedica por Whatsapp a discutir la adquisición de burundanga o a bromear con que cualquier día los meten presos.

 

 

«El sueño de Judith Butler: destruir la identidad sexual de vuestros hijos», dice el cartel que luce una manifestante en Sao Paulo / Toni Pires.

 

 

En un libro tan clásico y tan poco moderno como El segundo sexo, Simone de Beauvoir explica muy bien el fetiche de la virginidad de las mujeres, la dialéctica de conquista, posesión y unicidad que subyace a esa mística lanzada sobre todas las féminas del mundo de manera que su sexualidad queda automáticamente sometida a la entrega a un otro que viene a colonizar lo que solo entonces adquiere sentido. El saltito que va de esa concepción por otro lado común —yo tuve un novio que lamentaba no haber sido “el primero” y tardé tiempo en desproveer mi sexualidad de la culpa implícita a eso que ya no podría darle— a emplear el reverso de la penetración como elemento de la mayor violencia y castigo sobre la que no acepta el rol lo podemos dar solas.

 

Lectura y experiencia personal, colectiva y en grupos de amigas y amigos sensibles me están conduciendo a un pensamiento un poquito aterrador pero que cada día veo más sólido: la práctica totalidad de la sexualidad heterosexual se basa en una violencia que, sin embargo, ni nosotras ni, A VECES, ellos perciben como tal. No me ha dado a mí por descubrir mediterráneos, simplemente por apuntalar en la realidad más cercana e inmediata hasta qué punto es necesario que leamos a Judith Butler con sosiego para entender la forma en que la cultura y el poder no solo construyen la categoría de “género” (ya sabéis: el conjunto de estructuras socioculturales que sobre una base biológica configuran las conductas que han de observar el hombre y la mujer so pena de un puñadito de violencia simbólica y no tanto), sino que también se adentran en la de “sexo”, esa que pensábamos inmanente y pegada a lo natural o animal. Y se adentran en el sexo porque, premio, se adentran en el “deseo” que no es libre ni puede serlo sin un ejercicio de deconstrucción y subversión de las estructuras de dominación patriarcal… y ni así a veces.

 

Manifestantes queman a un muñeco que representa a la filósofa / Toni Pires.

 

 

La cultura de la violación se cura leyendo pero se cura, claro, cuando deja de existir como elemento central de la socialización de género y general que configura a las mujeres como una especie de ejército sexual de reserva, como objetos, pero jamás como seres a los que la mayor parte de los varones puedan considerar iguales y por lo tanto respetar cuando formulan palabras tan elementales como “no”; por no hablar ya de reconocerlas como seres humanos con dignidad y derechos para no tener la ocurrencia criminal de violar como divertimento abonado de porno barato, canciones sobre putas enamoradas y demás simbología de casposillo. Nadie va a reparar la vida de una mujer violada, abusada sexualmente con brutalidad, porque difícilmente se repara del todo la herida de agresiones más leves o contextuales una vez se toma conciencia de ellas y que son el pan nuestro de cada día. Esta semana podemos aprender, y esto es una invitación al pensamiento y la lectura, que si algo nos ha enseñado el feminismo es que si una mujer denuncia que ha sido violada o ha sufrido una agresión sexual nos tenemos que colocar automáticamente junto a ella y saber que cuando dudamos, cuando intentamos buscarle las cosquillas a su palabra, cometemos machismo de una forma que, por cierto, narró con valentía en un reciente #metoo la poeta y periodista Luna Miguel. Esto no es incompatible con la presunción de inocencia, pero sí con esa forma de acogerse a sagrado patriarcal que repiten muchos señores cuando las feministas hablamos de estas cosas (ya estáis generalizando, odiadoras de hombres, todos no somos así, etc.); esto es una cautela empírica ante la estadística y la práctica contrastada en la teoría que estudia el funcionamiento de las violencias sexuales y que acumula bibliografía y casuística en la que, por cierto, también está que la estructura de dominación sexual tiene un reverso necesario llamado amor romántico y ese tenemos que deconstruirlo especialmente nosotras[2]. Todo lo demás, impostura. Todo lo demás, que en el fondo de nuestras cabezas opera el más elemental machismo y ese principio socialdemócrata que se molesta cuando algo no sale bien en la foto.

 

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Nelson Almeida / AFP / Getty Images.

 

Principio socialdemócrata o religioso, según nos vaya la inmanencia. Butler sale de un Brasil que la acusa de bruja —holi, Brasil, 2017— y de promover cosas tan locas como esa ideología de género que pone del revés todas las Iglesias simplemente por señalar que nuestro alrededor influye en nuestro compartimiento de formas que no tienen que ver con supuestas esencias biológicas. Butler dice, grosso modo, que si a una niña le pones un lazo rosa cada día de su vida desde la primera bocanada de aire, y además un vestido, y no la dejas saltar y jugar por los árboles porque se mancha y se vuelve marimacho, y le colocas una muñeca en el regazo antes de que aprenda a decir una palabra, y le enseñas que tiene que hacer las cosas como las hace mamá, e incentivas la coquetería ayudada de todo lo que sale de la televisión, y la alientas para que sin provocar no deje de estar guapa ante los niños como entrenamiento para cuando tenga que cazar marido, porque claramente aunque estudie y tenga amigas y viaje un poco la cosa es que no puede quedar sola y sí tener esposo y descendencia, LO PUTO RARO ES QUE LA NIÑA TE SALGA MAFALDA.

 

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Y, ¿qué hacemos para cambiar este consciente colectivo, esta impronta basada en la violencia heterosexual, cuya expresión más salvaje vemos desfilar estos días por los juzgados de Iruña? La semana pasada, ante esta misma pregunta formulada en pleno del Congreso a la Ministra de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad (no Justicia e Igualdad, no Interior e Igualdad, no Presidencia e Igualdad), Dolors Montserrat respondió frases hechas sobre protección, prevención y apoyo (no dijo pasta, guita, trazabilidad del dinero, claro) y acusó a la preguntadora, a la sazón mi jefa inmediata y diputada por Asturies, Sofía Castañón, de haberse abstenido en la votación final del Pacto de Estado en materia de violencia de género del que RTVE habló más el pasado julio, tras su firma, que de la declaración del presidente del Gobierno, señor don Mariano Rajoy Brey, que por aquellos momentos declaraba en el juicio del caso Gürtel. ¿Habría acaso cambiado el voto del grupo confederal la situación de las mujeres víctimas o en riesgo de padecer violencias sexuales? Me temo que no, porque en todo caso como la propia diputada explicó después en sus redes y reitera cada vez que le preguntan con paciente pedagogía, el Pacto no significa nada. Vamos a terminar el artículo quincenal con un repaso de cómo funciona el parlamentarismo. Hace algunos años, el mismo Congreso que se la pasó con el Pacto desde febrero de este año hasta septiembre, promovió una Subcomisión para el estudio de la trata de personas con fines de explotación sexual. En la estantería tengo el resultado de sus sesiones y trabajos: el dictamen aprobado, los votos particulares que incluyen aquello que los partidos quieren añadir o matizan los asuntos con los que no están de acuerdo del texto general al que se llega. ¿Se ha acabado con la trata con fines de explotación sexual en España desde entonces? No, me temo que en absoluto a tenor de las noticias, y el único resultado de aquel trabajo legislativo fue ese libro tan bien editado, con su edición CD, que una consulta por mera curiosidad en la técnica procedimental de la escritura parlamentaria.

 

Por algún extraño azar que combina el funcionamiento de la propaganda gubernamental, la prensa que busca titulares rápidos y, sobre todo, la ignorancia en la que vive la mayor parte de la ciudadanía con respecto a cómo funcionan Congreso y Senado, pareciera que la aprobación de ese Pacto va a solucionar el problema de la violencia de género en España. Es muy sencillo explicar por qué esto no es así y por qué, en todo caso, esto no afectaría a las violencias sexuales como expresión machista de forma general, porque en nuestro ordenamiento jurídico se dijo, allá por 2004, que la violencia de género es la que un hombre ejerce sobre una mujer por el hecho de serlo si y sólo si mantienen o han mantenido una relación de pareja more uxorio, con o sin convivencia pero de corte matrimonial. Vamos a desgranar todo esto.

 

Punto uno: una subcomisión es una reunión en la que participan los grupos políticos con representación en el Congreso y que consiste en la escucha de personas expertas en el ámbito o tema de turno, que por reglamento hablan a puerta cerrada de su campo profesional o de estudio y responden a las diferentes a las preguntas que las diputadas (mayoritarias cuando hay que tratar asuntos de igualdad) quieran formularles. Las comparecencias se realizan a propuesta de los diferentes partidos en función de un cupo (a más representación, más nombres se pueden proponer y, de hecho, escuchar). El objeto de la subcomisión es elaborar un informe, al que se llama dictamen, que se define como una serie de recomendaciones que se formulan al Gobierno de turno que es quien, en último término, puede cambiar las cosas, esto es, las leyes. Idealmente, al dictamen se llega con plenos acuerdos. En la práctica, existe el derecho al voto particular para aquellas cuestiones que los partidos no quieren dejar fuera del texto del dictamen. Para poder hablar de “pacto de Estado”, todos los grupos deben decir sí al dictamen. Es decir, que si hoy existe el tan traído y blanqueado Pacto es porque Unidas Podemos-En Comú Podem-En Marea dijo sí, en el seno de esa Subcomisión específica que depende de la Comisión de Igualdad, al Pacto. Ah, claro, el parlamento funciona por comisiones que hacen todo el trabajo de batalla hasta que las cosas “importantes” llegan al salón de los disparos y Tejero. Bien, para que haya un Pacto que plantea algunos cambios que mejoran la situación de las víctimas de violencia de género, ese voto primero que saca el Dictamen del trabajo discreto de una subcomisión para extenderlo al gran público, fue afirmativo. Lo que no fue afirmativo y fue una abstención llegó en el pleno y llegó, vuelvo al principio, porque el Pacto de Estado es un documento de recomendaciones a un poder ejecutivo presidido por un registrador de la propiedad de Ferrol que en un plazo de seis meses (vamos para los dos ya cumplidos) tiene que llevar a efecto lo que considere oportuno y… si no lo hace, no pasa nada, porque no está obligado a hacerlo.

 

Dos razones fundamentales y un bonus track de agitprop pepera explican la abstención en el pleno que la oposición afea a Unidas Podemos con fidelidad de argumentario bien apostillado. La primera es que el Pacto apenas toquetea la Ley 1/2004 en la materia y no amplía el marco a una definición de violencias machistas que, además de la género, acoja las sexuales, es decir, acoja toda manifestación del machismo en la sociedad y legisle para desmontar, poco a poco, el patriarcado. La segunda es que la dotación presupuestaria es tan patética que es un insulto: sin dinero no se protege a las mujeres y a sus familias, algo que por cierto vemos en la legislación vigente, sin implementar hasta sus consecuencias últimas porque es otro dechado de buenas intenciones no amparado en presupuesto. La segunda bis es que a estas alturas del año, Cristóbal Montoro tiene pinta de ir a presentar los presupuestos de 2018 en marzo, tirando de prórroga porque no tiene apoyo suficiente en el arco parlamentario, de manera que ese dinero patético en comparación con los despliegues de piolín en Cataluña no va a llegar con fecha de 1 de enero a unos ayuntamientos y comunidades autónomas que son la primera línea de infantería en la lucha contra el machismo y parecen la armada española en Cuba, combatiendo acorazados gringos con barquitos de madera en lo que luego la prensa y propaganda patrias dieron en llamar, sorprendidas, “desastre” del 98. Osea, que si el Gobierno quiere hacer algo de lo que dice el Dictamen, no hay con qué y la tropa muere de balas y disentería. Fin de la comparación.

 

El bonus track para una abstención es que la política representativa en España tiende a acabarse, para el gran público que no lo es tanto y está medio enterado de los titulares de prensa, en el acto de habla expresado en tribuna, porque no tenemos la costumbre como sociedad de vigilar el cumplimiento de las condiciones de felicidad de dicho acto: que las propuestas de ley no se demoren en eternos plazos de enmiendas, que los dictámenes se lleven a efecto y con dotación presupuestaria, que la mayor parte de la actividad de los grupos no se enfrente al veto del Gobierno, que hagan algo, vaya, más allá de lo que toque en los minutos de turno enunciando lo que luego no van a hacer.

 

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Podría decirlo más rápido: quizás si en lugar de abstenerse, Unidas Podemos hubiera votado sí, estaría más cerca de convertirse en el PSOE y traicionar el pie a tierra de la histórica lucha feminista; viaje para el que, os lo aseguro, a muchas en este frente entre la representación y el curro técnico de guerrilla nos sobran todas las alforjas que con convicción llevamos.

 

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Le prometí a la directora de La Tribu que intentaría contar todas estas cosas de forma breve. Cierro, inevitablemente, con Butler. Cuando a la filósofa le preguntan por la dificultad intrínseca a su prosa y a sus argumentos, responde ella que poco escape tenemos al poder patriarcal y capitalista de nuestro pensamiento expresado en la forma de escribir, si no es negándonos de pleno al lenguaje del amo por la vía de retorcerlo hasta obtener de él espacios de resistencia. Lejos ando yo de la prosa y la altura de miras de la pensadora norteamericana, pero sí convencida de que en feminismos requerimos para la lectura, el estudio y la acción incisiva el tempo lento.

 

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El juicio a los cinco muchachos, uno de ellos guardia civil, otro, militar, acusados de violar a una chavala de 18 años en las penúltimas fiestas de San Fermín y para los que la Fiscalía (esto es, el Estado) pide 22 años de trena coincide con el 25 aniversario del secuestro, tortura sexual y asesinato de tres chicas, no niñas, tres mujeres, en Alcàsser, Valencia, crimen todavía hoy no completamente resuelto. Holi, España, 2017.

 

 

NOTAS

[1]    El artículo “Gender and the Reality of Cities: Embodied Identities, Social Relations and Performativities” de Liz Bondi explica bastante mejor todas estas cosas.

[2]    Y sobre todo esto, la entrevista de Ana I. Bernal-Triviño a la terapeuta Sonia Cruz en el diario Público bien merece el tiempo de leer-ver las respuestas para aprender más sobre violencias sexuales.

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