El cuarto propio de Sabina Urraca

 

 

 

A pesar de que no tengo hermanos y jamás he tenido que compartir habitación con nadie, mientras vivía con mis padres nunca tuve un cuarto propio. Mi habitación, que daba a un patio enorme, quedaba a la vista de todo el mundo que saliese a él. Así que me recuerdo siempre fingiendo hacer algo distinto de lo que realmente estaba haciendo: con un libro camuflado entre los apuntes, escribiendo en mi diario cuando en realidad debía hacer un trabajo… Aun hoy, cuando voy de visita, sé cuál es el ángulo muerto de la habitación, el lugar que no se puede ver desde el patio, el pequeño triángulo de privacidad, un retal de cuarto propio. Cuando al fin tuve un cuarto para mí, me encontré con que la libertad era tal que me era imposible no boicotearme a mí misma, burlar las tareas que debía hacer, lo que debía escribir. Seguía jugando a hacer trampas. La sensación de tener un espacio realmente privado, a pesar de ser a veces un obstáculo de cara a la productividad, es de las sensaciones más gratas que he sentido.

 

Cuando la lluvia cae con fuerza y estoy en mi estudio, que es al mismo tiempo salón, comedor y lugar de reunión, me gusta pensar que estoy encerrada en un torreón. Por la letra de mi primer apellido, siempre era la última de la lista de clase. Y, como era del bachillerato de letras puras, que era también el último en las listas del instituto, era la última de la última clase. En la orla de fin de curso salía siempre en la esquina inferior derecha. Esto, supongo que por ese afán de diferenciación de la adolescencia, era algo que me encantaba. La percepción de mí misma en este edificio es similar: alguien escribiendo en una habitación al final de un largo pasillo en un último piso sin ascensor. Cuando viene gente de visita, mando a mi perra escaleras abajo a recibirlos. Llegan asfixiados, acompañados por la perra dando saltos emocionada. Esta sensación de semiaislamiento, algo similar a la que sentía cuando vivía en la montaña, compensa un poco la vida agitada y la promiscuidad social de Madrid.

 

Desde mi cuarto propio veo a mis vecinos (aunque parece que ellos no me ven a mí). No puedo evitar espiarlos. Sus rutinas ayudan a mis rutinas: enfrente viven tres tipos enormes -un senegalés y dos polacos- de unos cuarenta años, sin mayor relación entre ellos, creo, que la de ser compañeros de piso. Me gusta cuando un día entre semana, generalmente los lunes o los martes, hacen la colada, limpian los cristales. A pesar del inevitable prejuicio -tres tíos mazados viviendo solos- en su casa reina el orden y la armonía. Enfrente, pero un piso más abajo, vive un matrimonio mayor. Él, entre las diez y las doce, llega con el periódico y lo despliega junto a la ventana. Lo lee de pie durante hora, hora y media, con una concentración tal que me abruma. Frente a mis vecinos, tan metódicos en sus costumbres, me veo a mí misma como un ser díscolo que debe centrarse. Ellos, con sus ritmos siempre iguales, me ayudan. Es como tener compañeros de pupitre muy aplicados que dan ejemplo.

 

Este cuarto propio que aquí muestro es el último de una larga lista de cuartos propios que he tenido, pero quizás el primero que contiene todas mis pertenencias, el primero en el que me permito acumular sin control. Siempre he tenido tendencia al horror vacui, pero la provisionalidad con la que he vivido hasta ahora no me ha dejado explayarme del todo.  Después de vivir en un coche, en casas prestadas y en un cortijo ruinoso en la montaña, la comodidad y la posibilidad de acumulación de una casa del primer mundo se cogen con muchas ganas. Ahora me siento una de esas señoras que muestran todos su souvenirs, como una Isabel Preysler enseñando su residencia en el HOLA y especificando dónde adquirió cada mueble (en mi caso, me enorgullezco de que casi todo sea un botín conseguido en las basuras de Madrid; hasta la alfombra es encontrada en una basura pija de Malasaña). Me gusta invitar a gente a mi salón-estudio-comedor, darles de comer, responder a sus preguntas sobre los objetos, como si fuese un museo y yo una guía del mismo:

 

La tortuga disecada es una herencia de mi abuelo. Estaba colgada en el techo de la casa donde veraneaba de niña, en La Rioja, y siempre le tocaba el caparazón al pasar por debajo. Desde la parte de arriba de la estantería nos mira una muñeca de mí misma, la minirréplica que me hizo mi amiga, la artista Eva Zaragozá, para las fotos de promoción de mi novela Las niñas prodigio. La tengo un poco oculta porque a la gente le asusta. El collage de Lucifera es un regalo de mi amigo Gorrión Nocturno. Me la dejó en la caseta de la Feria del Libro el primer día de firmas. La palmera la robé de un portal de Belén. El cuadro en el que se ve una isla en medio del mar lo pintó mi madre. Es la Isla de Santa Clara, que está en medio de la bahía de Donosti, la ciudad en la que nací. Debajo hay una foto de mi madre ayudándome a mear cuando era pequeña. Fue la imagen de una performance que hice llamada Casa Pis, en la que trataba la relación de demarcación territorial que tengo con el pis.

 

Me gusta que, a su vez, mis invitados me cuenten cosas. Después, al día siguiente, me emociona sentarme a escribir en el lugar en el que me han sido relatadas tantas historias y anécdotas. No hay nada que me guste más que contar y escuchar contar. Que todas estas acciones confluyan en el mismo espacio en el que, además, me siento cada día para contar cosas por escrito, me parece un auténtico lujo.

 

 

 

 

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Sabina Urraca (San Sebastián, 1984), es escritora y periodista. Se licenció en Comunicación Audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid y es diplomada en Guión por la ECAM. Ha sido vendedora de seguros, camarera, guionista, reportera, creativa de televisión y publicidad, locutora y cortadora de marihuana. Ha colaborado y colabora en medios como Vice, Tentaciones, Eldiario.es, Tribus Ocultas, El Estado Mental, Oculta Lit, Hoy por hoy, Bostezo, Ajoblanco, Notodo, Cinemanía y El Comidista. Abraza con convicción la narrativa de autoficción, se deja abducir por el periodismo inmersivo y suelta los demonios con la crónica satírica. También da clases de escritura en Fuentetaja. En septiembre de 2017 dio la charla TEDX «Escapar de la niña prodigio». Es autora de la novela Las niñas prodigio, editada por Fulgencio Pimentel. Actualmente está escribiendo su segundo libro.

 

 

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