Fleur Jaeggy, el águila renuente (Una pequeña introducción)

por Laia López Manrique

 

 Pese a que se hayan publicado y reeditado recientemente sus libros en grandes o pequeñas editoriales (Tusquets, Alpha Decay) y a que hablen de ella escritores tan importantes y reconocidos como, por ejemplo, Enrique Vila-Matas, Fleur Jaeggy continúa siendo, en España, una especie de “escritora secreta”. Alguien dijo de Djuna Barnes que era la “escritora desconocida más famosa del mundo” y algo similar sucede también con la autora suiza. Su nombre suena, sí, pero ¿es leída? En todo ello hay, por supuesto, un lado atractivo, pues da la sensación de que existe algo así como una suerte de cenáculo de iniciados que podemos acceder a su obra por contagio o por recomendación de terceros, y eso, qué duda cabe, provoca en los lectores el placer de lo raro, de  lo exclusivo. Pero a veces una se pregunta por qué una obra tan exigente y de tanta calidad literaria como la de Jaeggy permanece, en cierto modo, a la sombra.

 A mí se me ocurren varios posibles motivos. Uno de ellos podría ser el pudor de la misma autora por mostrarse públicamente. Sus apariciones en los medios son, desde siempre, muy escasas y evita totalmente exhibir su privacidad o ser excesivamente fotografiada.

 Otra razón posible es la irregularidad en cuanto a la frecuencia de sus publicaciones, y también su escasez. Jaeggy, nacida en el año 1941, tiene siete libros, todos ellos muy breves (se trata de novelas cortas y de una recopilación de cuentos, en concreto) publicados en Italia en la editorial Adelphi, y mucha obra inédita, especialmente cuentos breves. Novela corta y cuento: dos de los géneros literarios, junto con la poesía, estadísticamente más invisibles. En España se han llegado a editar, por el momento,  cinco de sus libros: El ángel de la guarda, Los hermosos años del castigo, El temor del cielo, Proleterka (todos ellos en Tusquets) y Vidas conjeturales (en Alpha Decay). Pronto, también Alpha Decay publicará su primera novela, El dedo en la boca (1968). También ha aparecido,  hace apenas unos meses, un libro de crítica literaria alrededor de su obra: Fleur Jaeggy. Temblor de lenguaje (Shangrila Ediciones, 2014).

 El tercer motivo que se me ocurre es de carácter formal y de pertenencia (o más bien de no-pertenencia) dentro del mapa lingüístico y literario. Jaeggy es, sin duda alguna, una autora que se encuentra entre dos o tres aguas, por lo menos, dentro de la literatura italiana y europea. Jaeggy es una autora suiza, nacida en Zurich, de lengua italiana, de segunda lengua alemana y de tercera francesa, que escribe en italiano casi como si escribiera en alemán. Incluso para los estudiosos de la literatura italiana es una autora inclasificable y absolutamente singular. Jaeggy escribe con una prosa gris plomiza, dura, concisa y acerada, sin florituras ni concesiones, más cercana sintácticamente a la prosa germánica que a la prosa románica, y además, en todas sus obras se produce necesariamente el intercalado de las otras lenguas que la habitan. En esa medida, sus libros son un sistema de interferencias lingüísticas, una red de trazado discontinuo entre las diferentes herencias que la atraviesan.

  Además, Jaeggy resulta, o puede resultar, por los contenidos de sus obras, o por el sesgo moral que toman, una autora relativamente incómoda, que tiende sus hilos de semejanza hacia escritores no menos incómodos como Ingeborg Bachmann o Thomas Bernhard. Con Ingeborg Bachmann, la poeta austríaca, la unió una profunda amistad durante años y, de hecho, cuando en las entrevistas le preguntan por algún autor que recomendaría, Jaeggy siempre cita a Bachmann. Y con Bachmann, a nivel estilístico, Jaeggy tiene también proximidades en lo que respecta a la conciencia del lenguaje y el estilo de una escritura que bien podría firmar lo que se dice en varios de los últimos poemas de la autora austríaca, “Vosotras, palabras” y “Nada de Delikatessen”. En ellos, la desconfianza hacia el lenguaje alcanza ya sus más altas cotas. Concretamente, en “Vosotras, palabras”, la poeta dice:

 

No aclara.
La palabra
sólo arrastrará
otras palabras,
la frase otras frases.
El mundo así quiere,
definitivamente,
imponerse,
quiere estar dicho ya.
No la digáis.
Palabras, seguidme,
¡que no se vuelva definitiva
–esta ansia del verbo
y dicho y contradicho!
Dejad ahora un rato
que ninguno de los sentimientos hable,
que el músculo corazón
se ejercite de manera diferente.
Dejad, digo, dejad.
Nada, digo yo, susurrado
al oído supremo,
que sobre la muerte no se te ocurra nada,
deja y sígueme, ni dulce
ni amargo,
ni consolador,
no significativamente
sin consuelo
tampoco sin signos–
Y sobre todo, no eso: la imagen
en el tejido de polvo, el retumbar vacío
de sílabas, palabras de agonía.
¡Sin decir nada,
vosotras, palabras!

 

 En mi opinión la desconfianza hacia el lenguaje de la autora suiza no llega a ser absoluta, pero se manifiesta o se transmite en su  obra bajo un signo eminentemente negativo; Jaeggy usa las imágenes literarias como una especie de negativo fotográfico que muestra lo que está escondido bajo la realidad a la que aluden. Además, de alguna forma siempre se percibe en sus textos la voluntad del corte, jamás de la adición, jamás del enroscamiento. Su lengua es de una claridad casi sibilina, casi insultante. Y enlaza con la constante connotación, eso sí:  precisamente lo que Bahmann proponía abandonar.

 Con Thomas Bernhard se emparenta por una serie de rasgos que yo llamaría de “atención”, de cualidad de la mirada o perspectiva restringida a la que apuntan sus libros. Y aquí se trata de una atención despiadada, casi naturalista, hacia la muerte, las ruinas, el suicidio, la decadencia, el homicidio, la locura, el lado menos inocente de la infancia, el encierro o la obsesión,  temas todos ellos típicos y tópicos en la narrativa y tambien en la poesía, pero que en manos de Jaeggy y de Bernhard se transforman en una verdadera arma arrojadiza. En el caso de Bernhard, parece ser que se trata de un arma política contra su odiado país natal, Austria, al que desprecia y acusa continuamente en sus textos. Si leemos los libros de Bernhard casi nos puede parecer que Austria es un país de suicidas y asesinos, de seres humanos salvajes escondidos bajo la pátina de la corrección y del silencio. En el caso de Jaeggy, pese a vivir desde muy joven en Italia, fuera de la Confederación Helvética, la concentración de la mirada y el recuerdo se dirigen siempre hacia una Suiza desgajada y marrón, de habitantes serenamente desesperados, casi un ejército de muertos potenciales en cuya mirada apagada brilla el peligro como una amenaza siempre al acecho. Ya en el año 1897 Emil Durkheim, el sociólogo, tasaba en los países del Norte de Europa (los países protestantes) los índices más elevados de suicidio, y argumentaba que en las sociedades y las comunidades que necesitan más cohesión y solidaridad mecánica para sobrevivir, la tasa de suicidios es menor justamente porque la responsabilidad hacia el grupo al que se pertenece es un freno de la voluntad de suicidio. La Suiza neutral del bienestar, individualista y hermética, ese país construido como un refugio o un paraíso artificial, en los libros de Jaeggy se transforma en un lugar insalubre, casi infecto.

 Y no sé por qué tengo la impresión de que los escritores que no conceden, que no se rinden al lenguaje de la sentimentalidad, que son voluntariamente fríos, graves y muy claros en su rechazo, los escritores que escrutan el mundo con mirada de entomólogos, que acercan la crueldad del mapa a los ojos semicerrados o semiabiertos del lector, ponen en tela de juicio el trasfondo de la sociedad en la que viven con toda la hilera consabida de sus máscaras, suelen levantar pasiones muy extremas y contrarias, a medio camino entre la exaltación y el desprecio. No sé si es el caso exactamente de Jaeggy, que es una escritora hosca, ausente, reconocida a la vez que ignorada. O el de Bernhard, difícil, enredado en las propias fauces de su prosa, casi un revólver helado cada uno de sus libros. Podría serlo. Podría dejar de serlo. Los libros están, nos llaman. ¿Nos acercaremos a ellos?

 

 

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