Reinas del grito. Lectura de marzo en La tribu

 

 

I

Una aproximación al miedo

Claudia Fernández Escudero

 

No recuerdo mucho los detalles ni cuanto tiempo duró el trance pero tengo la memoria grabada en el cuerpo de aquellos tiempos de terrores infantiles que me mantenían rígida en la cama. El horror a que llegase la noche, la respiración contenida y el estado de alerta. Bastaba muy poco para desencadenarlo: el cartel de una película a de miedo en la parada de un autobus, entrever alguna escena que estuvieran viendo mis padres en el salón o escuchar algo inquietante en la radio.

Lo peor eran las historias que escuchaba a los niños entre clase y clase en el conservatorio de música. La mayoría eran chicos mayores que yo y les oía cuchichear sobre las pelis que habían visto a escondidas. Cada cual se me antojaba mas oscura. Los veía en corrillo, echando vistazos a los que no eramos lo suficientemente guays para estar en ese club, con superioridad. Recuerdo querer apartarme para no oir nada, pensar en lo mal que lo iba a pasar luego pero quedarme plantada en el sitio, escuchando fascinada.

Recuerdo darle vueltas y más vueltas a los fragmentos robados, añadiéndoles detalles escabrosos hasta crear mi propio producto escalofriante. Recuerdo la culpa por haberlos escuchado, por haber elaborado yo misma el motivo de mis pesadillas con mi oscura imaginación. Pero lo que más me ha marcado, era el deseo que prevalecía en medio de todo aquello: el de ser mayor y no tener miedo.

Porque me parecía que los mayores no tenían miedo. No los veía llorar cuando llegaba la noche y cuando les contaba los motivos de mi terror me miraban divertidos y no entendía como mis historias no tenían en ellos el mínimo efecto aparente. Me parecían alienigenas pero quería ser como ellos, consciente de la caricatura de niña pequeña asustada y vulnerable que representaba. Quería ser mayor, vivir sola, tragarme las pelis más brutales, que dejarían patidifusos a los niños del conservatorio, comiendo una pizza de Casa Tarradellas y luego irme a dormir a pata suelta respirando tranquilamente. Incluso, haciendo un exceso, dormirme de espaldas a la puerta. Sentía que un día lo conseguiría y esa visión me daba mucho consuelo.

Efectivamente, el terror fue amainando y soy una mujer adulta que ha vivido y dormido sola tan tranquila. La verdad es que se me pasó bastante la fascinación con las pelis de miedo cuando empecé a ver aquellas que tan mal me habían hecho pasar con sus sipnosis y sus portadas y descubrí que me daban mucho menos miedo que la película que yo me había montado. Algunas si que me fascinaron y quise compartirlas con parejas o amigos pero no resultó una buena idea porque sus miradas de incredulidad de reojo en las escenas más bestias y sus “como te puede gustar esto” me hacían sentir incómoda y tensa. Algo censurada. Si un título nuevo me llamaba la atención me daba más miedo como sería recibida mi iniciativa de verla o su efecto en mi acompañante que la propia película. Miedo a parecer un poco yonki de lo oscuro. La realidad es que muchas veces no me atrevo a verlas sola aunque, es curioso que las veces que más me he puesto contra las cuerdas, haya sido precisamente en situaciones de bastante soledad como viajes de trabajo en ciudades desconocidas donde las veía en el portátil, medio tapándome los ojos y arrancándome con decisión los cascos cuando la cosa se iba de mano. Algunas veces he conseguido dormir tranquilamente después y otras me he pasado la noche con los ojos como platos y con la misma culpa que aquella niña miedosa que no podria controlar su curiosidad desbocada y salía bien escaldada de aquello.

Después de esas noches, me tocó en varías ocasiones asistir a conferencias científica, el objeto central de esos viajes, y, yo también aunque en otro contexto, destacaba, como describe Desirée de Fez en su libro “Reina del grito”, con mi ropa colorida entre ordas de hombres con ropa casi negra.

Fue precisamente esa imagen la que me hizo entender porqué me había leído su libro en unas horas, completamente fascinada pese a no haber visto ninguna de las películas que dan titulo a sus capítulos ni a sentirme, a priori, muy identificada con ella.

Resulta que Desirée era la chica que faltaba en los corrillos de niños mayores de mi conservatorio. La que no me miraba con superioridad por no atreverme con sus aterradores títulos. La que entendía y compartía mi profundo miedo y a la vez mi morbosa fascinación. Que ella lo llevase a otro nivel ya era otra historia, claro. Y por eso su relato, tan cercano y tan personal me supo a abrazo de hermana mayor. A confidencia de desconocida que te cruzas de viaje y que decide abrirse en canal, regalándote sus experiencias con humor e invitándote a revisitar las tuyas. Y que ahora encima me ha picado el gusanillo de ver algunas de las películas y a ver como termina la cosa…

 


 

II

La reina de todos los gritos

Sara Strobl

 

Elena bebió un trago y pensó: “Esta agua me sabe rara, como a química. Para mí que el lavavajillas no enjuaga bien los vasos y lo que me estoy bebiendo es agua con abrillantador.”
Quiso pedir una cerveza, pero últimamente bebía demasiado y tenía miedo de que le volviese la acidez. Sobre todo después del atracón que se acababa de meter. Hasta había rascado el quemadito de la paella, que mira que está bueno, aunque lo tragase con remordimiento, por eso de que da cáncer. Café no quiso tomar, se quedó con el abrillantador.

Estaba muy cansada. Le daba miedo que llegara la noche y no poder dormir. Y también le daba miedo dormirse y tener pesadillas y soñar con reactores nucleares que explotan.
No debería haber visto esa serie de Chernobyl. Sabía que no era buena idea despertar viejos fantasmas. El miedo a la radiación, al enemigo invisible. Revivir el pánico a que se acabe el mundo a los doce años, cuando explota el reactor número cuatro de la central nuclear de Chernóbil y no se habla de otra cosa en la tele. Las alarmas sonando. Los bomberos, los médicos, los mineros yendo a una muerte segura sin saberlo. La población aspirando ingenuamente las preciosas partículas brillantes como fuegos de artificio, que se irían posando en sus pulmones, en su cuerpos, para ir apagándolos poco a poco.

El sabor a hierro en la boca, las náuseas, la debilidad, el dolor de cabeza, el enrojecimiento de la piel, la diarrea, la quemazón interna, las úlceras, las hemorragias, la pérdida del cabello.
Las células de tus órganos ya no se pueden ver ni a través del microscopio, porque sus núcleos se han fusionado con fragmentos de tejido muscular.

Eso, y todo lo demás. Las tierras envenenadas, las cosechas inservibles, el ganado y las mascotas sacrificadas, la gente desplazada, sin casa, el aumento de los casos de cáncer de tiroides y las depresiones.

El día que explotó ese reactor, el mundo tal y como ella lo conocía también voló por los aires y se quedó orbitando para siempre en forma de nube radioactiva, contaminándolo todo.
Después del divorcio, ya le había quedado claro que sus padres eran seres humanos con fallos. Lo que todavía no sabía era que los que estaban al mando de un país la podían cagar y hacer que la mitad del planeta se fuera a tomar por culo. Aquel día fue cuando empezó a dejar de creer en la humanidad y a ser consciente de que vivía en un mundo construido sobre las mentiras. Tuvo pánico.

Con los años esas mentiras fueron extendiendo sus tentáculos cada vez más y todo lo que tocaban, se convertía en un nuevo miedo.
Un buen día se encontró a si misma, arrodillada en el suelo, rascando un agujero en la pared con una horquilla del pelo para comprobar si su habitación estaba aislada con amianto, después de ver un documental en la tele donde decían que se había estado usado alegremente durante años como aislante en construcciones baratas, a pesar de ser altamente cancerígeno.

Más tarde, en la adolescencia, le empezó a dar miedo comer. Y ese miedo ya nunca la abandonó. Temía envenenarse con ingredientes que matan secreta y lentamente: el teflón de las sartenes, el glifosato de los cultivos, los transgénicos, el azúcar, el aceite de palma, las setas radioactivas o las gambas con Covid.

Y luego llegaron las noticias falsas. La tele, la radio, los periódicos, internet, toneladas de mentiras. La realidad se volvió paranoide. Dejó de creer en ella.
En su cabeza ya solo reinaba el el miedo. Guerras, crisis, pandemias, cáncer, esclerosis múltiple, enfermedades largas y dolorosas, ansiedad, depresión, locura, depender de los demás, depender de los fallos de su cuerpo o de su mente o de que otros intenten repararlos. Hipocondría. Pérdida del control. Desconfianza.

Le daba miedo tener tantos miedos.
Le daba miedo perder la cabeza y acabar sola. O acabar sola y perder la cabeza.

Desesperada, decidió sentarse a escribir todos sus miedos, convencida de que al invocarlos, se desvanecerían. Por la noche, que era cuando salían de sus escondrijos, encendería la luz, los sacaría a todos del armario, los pondría en fila y los acribillaría a palabras. Dejó la libreta y el boli preparados en la mesilla de noche. A las tres de la mañana, como de costumbre, se despertó bañada en sudor y rodeada por todos sus miedos. Cogió la libreta y se dispuso a escribir, pero las letras no le salían. Probó con un lápiz, por si era un fallo del boli, pero el lápiz se deslizaba sobre la blanca superficie sin dejar rastro. Ahí fue cuando lo entendió. El miedo la había poseído por completo. Se había apoderado de su alma y, por tanto, de su bien más preciado: su voz. O quizás, como en el cuento de la sirenita, había sido ella misma la que había hecho un pacto inconsciente con alguna bruja interior y había sacrificado su escritura por un poco de amor en su loco afán de ahogar su grito más hondo, la abeja reina de todos sus temores: el miedo a ya no creer en si misma.

 

 


III

Un cuento para volver sola a casa

Rosa Domínguez

 

Imagina.

Imagina que es de noche.

Imagina que vas sola por la calle. Vuelves de un concierto. La música aún resuena en tus oídos. Tarareas trozos de canciones y rememoras los mejores momentos.

Sonríes. Feliz.

Imagina que aparcaste el coche algo lejos.

Imagina que ya dejaste atrás las calles llenas de gente.

Imagina que la zona por la que caminas se ha vuelto solitaria, silenciosa, algo oscura, por esa farola que está estropeada y que aún no arreglan.

Imagina.

Imagina que empiezas a caminar más rápido, sin saber bien por qué.

Vuelves atrás la mirada a cada tanto.

¿Dónde estaba el coche?

Imagina cómo tu corazón se acelera. Sin saber por qué.

Imagina que sacas las llaves del bolso. Buscas la más larga, y la sujetas con fuerza, como si fuera un cuchillo, una navaja.

Ya no tarareas.

Imagina que escuchas pasos a tu espalda, y un sudor frío la recorre.

Imagina el alivio momentáneo que te invade cuando esa persona pasa de largo, nada más.

Imagina que vislumbras tu coche y corres sin pudor hacia él.

Imagina cómo te montas, cómo activas el seguro de las puertas.

Imagina.

Imagina cómo vuelves a casa.

Imagina. Otra vez esa sensación. Hasta la próxima salida. Hasta la próxima noche.

 

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