CLAUDIA MASIN
(Chaco, Argentina – 1972)
La poesía de Claudia nos sube a una montaña. Hace del vértigo, palabra; palabra que lucha, que empuja la cadencia de la cosas.
Es una voz que subvierte la voz; una naturaleza que ruge.
Lila Biscia
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Las cosas del mundo sostienen conmigo
una conversación secreta. Estoy ausente de la dicha
o del dolor que siento, como una huésped
que observa los hábitos de la casa
sin participar en ellos.
(de Abrigo, Ed. Bajo la Luna, Buenos Aires, Argentina, 2007)
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La helada
Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.
(De La plenitud, 2010, Hilos, Buenos Aires, Argentina,
reeditado en 2014 en España por Raspabook, Murcia)
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Leona
Nunca fue el violador:
fue el hermano, perdido,
el compañero/gemelo cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la /nuestra.
Adrienne Rich
Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aún así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.
*
Abeja
La vida está en otra parte
Arthur Rimbaud
La condición no se cura pero el miedo a la
condición es curable
Clarice Lispector
Como la abeja que llega al panal
y encuentra las funciones ya asignadas: la reina, los zánganos,
las ninfas, las obreras, viniste a cumplir tu tarea
y retirarte. Raro es decir que no, y más raro todavía escaparse.
¿Qué hay allá afuera para los renegados? ¿Soledad, incertidumbre,
miedo a haber quedado sin protección ni casa? Hoy ví una flor
idéntica a una estrella, estaba en medio de un terreno abandonado,
y como buena flor silvestre crecía exuberante,
desmadrada. ¿Qué hacía en medio de un baldío una flor
que imitaba a una estrella? Yo creo que era tan hermosa
porque no servía para nada. Es decir, no duraría más de un rato
viva si la arrancaran, no podría venderse ni comprarse,
no tenía ninguna función en el ecosistema,
ninguna criatura la extrañaría si faltase. Y sin embargo
cada tarde, cuando se iba la luz,
empezaba a recortarse en el pastizal:
parecía que estaba sola y que brillaba con luz propia,
y si me dijeran que en ese momento del día el universo
giraba alrededor de ella, lo creería:
los que se apartan de la ley que los obliga
a estar mimetizados con su entorno, tienen un resplandor
intenso y breve. Ser raro es dejar de ser reconocido
por los del propio clan, y ya se sabe
qué pasa con el que no tiene la aprobación de su especie.
Da miedo renunciar a la esperanza
de la normalidad: soñar con que alguna vez aceptaremos
que se debe tomar lo que hay, atarse a eso
con desesperación, quedarse en la familia, la patria, el amor,
el odio que nos dieron. Pero la vida que nos toca es ajena,
una bomba que llevamos encima y nos ha minado el cuerpo:
estamos paralizados por el terror a que explote
cada vez que tratamos de renunciar a ella y encontrar en otra parte
una vida que se nos parezca.
*
Sol
Es de eso que estamos enfermos: noches donde el aire debió ser
como de cristal, así de delicado y evanescente para todos,
pero para algunos fue un humo negro, traído desde el fondo
de los basurales, desde esa órbita del dolor que gira
alrededor de un cuerpo cuando está malnutrido y tiene miedo
de lo que puede venir a lastimarlo,
porque hasta la hoja seca que trae el viento es filosa
como la cuchilla del matadero para quien no tiene
manera de defenderse. Es de eso:
de los males que se depositaron
como granos de arena a lo largo de los días,
hasta que desataron por acumulación una catástrofe
que pareció espontánea, caída por sorpresa.
No hay desastre que no nos haya rozado antes
en forma de tristeza, pero si no es nuestra tristeza
seguimos adelante, como si no hubiera pasado
así de cerca. Ay de la ingenuidad
con que a veces pensamos que la indiferencia protege:
es un techo lleno de goteras que va a quedar deshecho
cuando caiga un temporal lo suficientemente fuerte
sobre nuestra casa, que no es un rancho
abandonado a su suerte, pero que tiene las raíces carcomidas
aunque aparente ser un árbol sólido. A la hora
en que algo se desploma, da igual
si parecía hermoso y fuerte. Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano
donde no faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.
(De La cura, Hilos, Buenos Aires, Argentina, 2010)
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Madre e Hijo
Despacio, despacio, que hasta aquí no llegue la prisa
de la muerte. No quiero que venga la primavera,
dijiste, no tengo ropa que ponerme. En las montañas
pareciera que siempre está a punto de desatarse
una tormenta, pero hay una sola tormenta en todo
el invierno. Cuando sucede, salimos los dos
a verla. Te tiemblan las manos como a una niña
pequeña, siempre me pregunté si de alegría
o de miedo. Todas las cosas únicas aterran.
A veces quisiera protegerte, taparte los ojos,
que no adviertas la primera gota
desprendiéndose, inevitable, del cielo. Que no sepas
que por más que hagamos silencio por meses,
por años enteros, acabaremos por decirnos una
u otra palabra, y en ese momento comenzará
a correr el tiempo.
(De La vista, Visor, Madrid, España, 2002,
reeditado por Hilos, Buenos Aires, Argentina, 2012)
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Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora, psicoanalista y docente. Publicó Bizarría (Nusud, Bs.As., 1997), Geología (Nusud, Bs.As., 2001, reeditado en Bs.As. en 2011 por Curandera), La vista (Visor, Madrid, 2002, reeditado en Bs.As. en 2012 por Hilos), Abrigo (Bajo la Luna, Bs.As., 2007), La plenitud (Hilos, Bs. As, 2010, reeditado en España en 2014 por la editorial Raspabook de Murcia), el libro de fotografías y poemas El verano (Ed. de la Paz, Resistencia, 2010), La siesta (2016, Naveluz, UNAM, 2016) La cura (Hilos, Bs.As., 2016) y las antologías El secreto (Antología 1997-2007) (Ed. de la Paz, Resistencia, 2007) y La materia sensible (Antología personal) (Viajero Insomne, Bs.As., 2015) En el curso de 2017 se editará La siesta en Argentina. Su libro La vista ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Su libro Abrigo ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004.