Leí hace casi un mes, de una sentada, el libro de Rebecca Solnit que ha provocado algunos titulares y, con demasiada rapidez, ha pasado al olvido, inmersos todos en la vorágine de las novedades, en la dictadura de lo urgente y lo inmediato. Leí varias reseñas y la mayoría, como en otros muchos casos, me hicieron pensar que sus autores apenas habían pasado del prólogo, centrados en el concepto de “mansplaining”, los hombres me explican cosas, toda una definición de principios de menosprecio a las mujeres resumida en una sola y brillante palabra, carne de titular.
Siendo irregular, el libro de Solnit, suma de artículos y colaboraciones dispersas en medios y revistas, con mejorable coherencia interna, me sorprende la poca atención que se ha prestado en España a los capítulos 7 y 8 (“El sueño de Casandra” y “#Yesallwomen”), que constituyen una parte decisiva del libro y que deberían ser de obligada lectura en hogares y escuelas. Pese a su aparente crudeza, porque cuentan verdades como puños.
“La agresión sexual, como la tortura, es un ataque al derecho a la integridad corporal, a la autodeterminación y al derecho de expresión de la víctima. Es aniquilador, silenciador. Y como consecuencia de este silencio, a la víctima se le compele a hablar tanto en su propio proceso de curación (el que para avanzar necesita contar lo sufrido) como por parte de la ley”. Solnit empieza fuerte una reflexión reivindicativa y dolorosa sobre la epidemia de violencia sexual, una epidemia que acaba de movilizar a decenas de miles de personas en Argentina, por ejemplo, tras un salvaje ataque perpetrado, otra vez, por dos varones contra una chica indefensa, violada, vejada y atrozmente asesinada.
El recorrido público de las agresiones sexuales se enfrenta a patrones bien conocidos: desde la excusa (“ella lo deseaba”), hasta el secreto, la negación o la lucha por desacreditar las denuncias. Nada nuevo bajo el sol, aunque sea un esquema que siga teniendo seguidores y un tremendo éxito. Quienes hayan leído este verano a Julián Herbert (La casa del dolor ajeno) habrán comprobado que la estrategia del gobierno mexicano en 1911 para salir del paso de una indecente matanza de pacíficos ciudadanos chinos en el municipio de El Torreón fue precisamente esa. Y que en el propio municipio se cree la historia de que el autor de la masacre fue Pancho Villa –a miles de kilómetros de allí en aquel momento, según acreditan todas las fuentes documentales– y no sus propios ancestros. Una verdad incómoda.
Un proceso repetido en ciertos pueblos de la Europa del Este cuyos habitantes fueron festivos colaboradores de la persecución de los judíos: ocultación o secretismo, negación, excusas. En algunas zonas de Ucrania se masacró a los judíos con el argumento de que habían sido colaboradores de los soviéticos, antes de que la horda nazi invadiera aquellas zonas moralmente puras. Treinta años después de la masacre racial de México se repetían los patrones consabidos.
Llama la atención la perdurabilidad de este esquema, su aplicación a la violencia contra las mujeres. Y sorprende la disponibilidad de público: es un discurso con grandes audiencias, gentes que no quieren enfrentarse a la dolorosa realidad de la responsabilidad masculina en todo esto.
El derecho al sexo
Rebecca Solnit ilustra sus ideas con un caso real, el asesino de Isla Vista, un tipo que perpetró una matanza “aberrante”. “Este hombre interpretó su falta de acceso sexual a las mujeres como un comportamiento ofensivo de parte de estas que, según creía él en una mezcla de supuesto derecho y autocompasión, debían satisfacerle”. ¿Les suena? “El baño de sangre tuvo que ver de hecho con las armas y con la tóxica versión de la masculinidad (…), así como con la miseria, los estereotipos y las soluciones que proponen las películas de acción a los problemas emocionales. Y, sobre todo, tenía que ver con el odio a las mujeres”.
Solnit continúa metiendo el dedo en la herida de esa masculinidad que no ve un problema en la situación actual y que no toma partido: “¿Qué quieren? ¿una galleta por no golpear, violar o amenazar a las mujeres? Las mujeres tienen todo el rato miedo a ser violadas y asesinadas, y puede que sea más importante hablar de esto que el proteger las zonas de confort de los hombres”.
El libro de Solnit pone el foco en algunas cuestiones fundamentales para abrir un debate adecuado sobre la violencia sexual contra las mujeres, como fenómeno global que debe concitar una inmediata e incondicional toma de postura masculina. En septiembre de 2016 un artículo de Gabriela Wiener en El País Tentaciones contenía algunas ideas espeluznantes sobre ese pretendido “derecho al sexo” que acompaña a demasiados hombres en su existencia vital. Una chica joven, sexualmente liberada, amiga de la escritora le confiesa: “considero que la mitad de las relaciones sexuales que he tenido con hombres han sido violaciones”. Porque a partir de cierto momento muy poca gente logra entender que “no es no”, y que la voluntad definitiva de la mujer debe ser siempre respetada.
Solnit de nuevo: “la rabia masculina de no poder satisfacer necesidades emocionales y sexuales es demasiado común, como la idea de que puedes violar o castigar a cualquier mujer para vengarte de lo que otra mujer ha hecho o no ha hecho”. Cuando lees todas estas cosas debes plantearte por qué cuesta tanto trabajo a los hombres escribir desde el estómago, desde las vísceras, para hablar de la violencia sexual, de los asesinatos de mujeres, de la desigualdad y de tantas y tantas cosas que nos siguen avergonzando como seres humanos.
El club de los hombres ofendidos
Al término “feminazi”, tan groseramente aplaudido, se suman nuevos conceptos como el de “feminismo matón”, que he leído hace pocas semanas. Lo más preocupante es que son hombres jóvenes bien formados –que no educados– quienes acuñan estos conceptos de éxito, resumen de su propia frustración y rabia. La misoginia y la misantropía se han convertido en las válvulas de escape de no pocos varones universitarios incapaces de enfrentarse a sus propias limitaciones emocionales para salir de su preciosa zona de confort. Hay un público entregado esperando las nuevas ocurrencias contra quienes, simplemente, reclaman su derecho a vivir en libertad. Y, sobre todo, asusta la conformación de cofradías masculinas basadas en la sólida fraternidad del yo-nunca-lo-haría.
Muchos hombres niegan la violencia sexual porque ellos nunca lo harían. Y como ellos nunca lo harían les resulta muy difícil que lo hagan el resto de los hombres. No hay acoso sexual porque ellos nunca lo harían. No hay mensajes groseros, menosprecio, animadversión a las mujeres porque ellos nunca lo harían. No hay agresiones sexuales, humillaciones, amenazas o “cultura de la violación” porque ellos nunca lo harían. Y los asesinatos de mujeres por celos, despecho o cualquier otra motivación absurda y estúpida son solo casos aislados, porque por supuesto ellos nunca lo harían. Y lo poco que hay, lo que sale en las noticias, es a todas luces residual y no representativo.
Decía Hannah Arendt en La última entrevista y otras conversaciones que Adolf Eichmann era “escandalosamente necio”. Pero el resultado de la banalidad del mal fue el asesinato masivo de millones de personas, asistido por quienes, según alegaron, se dejaban llevar por las circunstancias del momento, se limitaban a cumplir órdenes o simplemente pasaban por allí. La necedad no es una excusa, porque nunca lo ha sido.
Un rayo de esperanza
Termina su libro Rebecca Solnit con palabras optimistas. “Las feministas jóvenes son un fenómeno apabullante: listas, rebeldes, divertidas, defensoras de sus derechos y espacios, su actitud cambia la conversación”. Tras una lectura de poesía tuve la necesidad de asaltar a sus protagonistas, para decirles que “llevaban una revolución dentro”. Gabriela Wiener –otra vez– escribía en agosto en El País que “la revolución será feminista o no será”, y hacía un repaso a las más destacadas y originales activistas del momento. Es un fenómeno imparable que debe ser de todos, no sólo de las mujeres.
Decía Marie Sheer en 1986, citada por Solnit, que el feminismo “es la noción radical de que las mujeres son seres humanos”. Una frase apabullante que no debería ser tan difícil de comprender, ni de asumir como propia. Y es que el feminismo, como dice Solnit, “no es un intento de despojar a los hombres de sus derechos, sino una campaña para liberarnos a todos”. Miles de mujeres en todo el mundo nos lo están explicando. Deberíamos, los hombres, prestar mucha atención.