El eterno retorno a la mujer barbuda

En México, Distrito Federal, el paso del tiempo significa una desaforada multiplicación de la especie. Nací en 1956, cuando la ciudad tenía cuatro millones de habitantes, y ahora tiene unos 18 o 20. Aunque los conteos de población son muy inciertos, no hay duda de que somos demasiados. Estamos ante un fenómeno insólito: la metrópoli nómada. Sin movernos de sitio, hemos cambiado de ciudad; por convención seguimos hablando de «México, D. F.», pero es obvio que el paisaje anda suelto y se transfigura en otro y otro.

Hace algunos años me invitaron a dar una charla en la nueva sede del Colegio Alemán, situado en un fraccionamiento del que sólo conocía su bucólico y engañoso nombre, Lomas Verdes. Recorrí la ciudad hacia el norte y constaté que en las periferias urbanas no hay mejor seña de orientación que los centros comerciales. De acuerdo con Tom Wolfe, las anodinas ciudades norteamericanas sólo te indican que cambiaste de suburbio cuando encuentras una nueva tienda 7-Eleven. Algo similar ocurre en el extrarradio del D. F.

Los profesores que me invitaron al colegio me habían dado una pista clave: «pasando la Comercial». Me tranquilicé al ver un logotipo familiar: el pelícano que empuja un carrito de supermercado de Comercial Mexicana. Avancé en pos del colegio hasta encontrar otra Comercial Mexicana, es decir, otro suburbio. Cuando ya me sentía en la frontera última, encontré… ¡una Comercial Mexicana! La urbe seguía existiendo más allá de todo cálculo, en afueras que se multiplicaban sin fin.

Cuando era niño, nuestro finis terrae hacia el norte se llamaba, en forma apropiada, Ciudad Satélite. Sus pobladores conformarían una tribu marcada por el desarraigo: los satelucos, primeros mexicanos del espacio exterior. Millones de capitalinos después, Ciudad Satélite es el inicio de una vasta urbanización donde las únicas señas de identidad son las cinco o diez o quince Comerciales Mexicanas que encienden sus pelícanos de neón hacia el inescrutable horizonte. Al regresar de esta travesía, le dije a un amigo que estaba harto de ver propaganda: «No te quejes -respondió-, si quitaran los anuncios sería peor: se vería la ciudad».

Hay parajes de suprema fealdad en la asamblea de ciudades que nombramos «México, Distrito Federal»; sin embargo, el conjunto cautiva por sus punzantes contrastes. Hace mucho que la naturaleza fue replegada hasta desaparecer de nuestra vista. El aeropuerto ya está en el centro y las tareas agropecuarias se ejercen en el único espacio disponible, las azoteas. Secamos el lago que definía la ciudad flotante de los aztecas, asfaltamos el valle entero, destruimos el cielo azul.

Recorrer México D. F. representa una aventura que, si bien no requiere de la temeridad ni de los trineos de Amundsen, depara sorpresas numerosas. Todos los días circulan bajo tierra cinco millones de usuarios del metro.

En la superficie circulan los taxis color loro que se han rendido a la evidencia de la macrópolis y no saben adónde ir. Cuando el despistado pasajero da una dirección, el conductor confiesa su ignorancia y pide señas para llegar ahí: «Usted me dice por dónde».

Cuando el novelista Günter Grass estuvo en México a principios de los años ochenta, preguntó con rigor teutón: «¿cuántos habitantes tiene la ciudad?» El vértigo llegó con la respuesta que entonces se juzgaba apropiada: «entre 12 y 16 millones». El margen de error, era del tamaño de Berlín Occidental, donde vivía Grass.

Para los temperamentos dramáticos que escriben en la prensa internacional, el D. F. se ha convertido en algo así como la mujer barbuda del circo; ejerce la elocuente fascinación del defecto: miles de correos electrónicos y zumbantes faxes hablan de la contaminación, la inseguridad, los temblores, las amenazas intestinales y el incierto folklore de nuestras salsas. En 1984, después de vivir tres años en Alemania, regresé a México. Para darme ánimos, la azafata de Lufthansa me tendió un ejemplar de la revista Time dedicado a la ciudad de México. La portada ilustraba nuestro destino de aterrizaje: una pirámide azteca rodeada de rostros con máscaras de gas. ¿Tenía sentido volver a una aglomeración tan conflictiva?

En lo que toca a la atracción fatal que sentimos por el D. F., baste decir que nos cautiva su enrarecida belleza y su capacidad de mantenernos en prometedora tensión. Ahí la costumbre no es algo que se repite sino que se improvisa. Incluso la corteza terrestre confunde las épocas con inestable actitud. El terremoto de 1985 desconcertó a los expertos porque el subsuelo se movió como si ignorara las leyes de la física. Después de seis años de estudiar el enigma, el sismólogo Cinna Lomnitz llegó a la siguiente conclusión: en la mañana del 19 de septiembre de 1985, la ciudad de México fue un lago; las ondas sísmicas se desplazaron como olas.

Los aztecas fundaron su capital en un islote y ganaron terreno al agua. Los conquistadores españoles que habían hecho la guerra de Italia no vacilaron en comparar a Tenochtitlan con Venecia. La ciudad fue secada durante siglos y las calles surgieron del lecho de los ríos. El antiguo lago se redujo a la reserva de Xochimilco en las afueras, los canales donde los turistas de hoy tienen el dudoso privilegio de navegar por aguas pantanosas mientras escuchan el estruendo de los mariachis. En el casco urbano, el principal recuerdo lacustre son los edificios coloniales que se hunden como navíos a punto de naufragar.

La memoria del agua establece un vínculo con los orígenes. Desde el punto de vista sismológico, aún estamos en una cuenca navegable: nuestros coches viajan sobre un lago implícito.

En un sitio donde la corteza terrestre responde a un pasado primigenio, ignorado por la superficie, no es de extrañar que las temporalidades se crucen. La Plaza de las Tres Culturas combina con pintoresquismo de tarjeta postal el México indígena, español y moderno: una ciudadela azteca, un convento colonial y la torre de vidrio y mármol de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Las mezclas invisibles son más inquietantes. En la calle República del Salvador, los edificios son virreinales, pero la multitud y los comercios sugieren el abigarrado ambiente de Taiwán. Se trata del bastión de las refacciones eléctricas, la zona donde las pilas y el software salen más baratos. En este caso, la tercera cultura está sumergida: bajo el asfalto de República del Salvador yace el juego de pelota de los aztecas. Los arqueólogos lo saben, pero una excavación de ese tipo significaría agregarle otro sótano a una metrópoli que crece dentro de sí misma, como las esferas chinas de marfil.

No hay forma de instalar líneas de teléfonos en el centro de la ciudad sin practicar una arqueología accidental. Aunque los técnicos no busquen otra cosa que un resquicio para sus cables de fibra óptica, encuentran puntas de obsidiana, calaveras, pectorales, noticias del mosaico indígena.

De acuerdo con el Instituto Nacional Indigenista, en la actual Tenochtitlan cerca de dos millones de indios conservan sus usos y costumbres. Es obvio que ciertas tradiciones se diluyen en el México del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, pero otras se fortalecen con el intercambio. Es el caso de los mixtecos, que atienden McDonald´s desde Oaxaca hasta Los Angeles y al final de la jornada transforman los estacionamientos para clientes en canchas de pelota mixteca.

También el legado español está sujeto a renovaciones; las aventuras de los edificios coloniales atestiguan en piedra la fusión de culturas. En la esquina de Bolívar y 16 de septiembre se alza el Colegio de Niñas, un recordatorio de la cara dura de la Conquista. No todos los soldados de fortuna se enriquecieron en la Nueva España: en el siglo XVII, los españoles sin recursos abandonaban a sus hijas en el Colegio de Niñas. Con los años, el edificio se ha sometido al plural repertorio de los deseos capitalinos. Después de ser hospicio, se transformó en el Casino Alemán, el Hotel El Havre, el Teatro Colón y el Cine Imperial. Hoy, a tono con la era, es sede del Club de Banqueros. ¿Hay mejor prueba de las metamorfosis urbanas que esta casa donde se combinan las suertes de las niñas abandonadas por los conquistadores, los sueños anónimos de los huéspedes de un hotel, las frenéticas funciones de un cabaret, los inmortales besos fotogénicos de Dolores del Río y las comidas de negocios de los yuppies vernáculos?

Si algunos edificios despiertan nostalgias sucesivas, otros apuntan a tiempos por venir. En 1989, los productores de Total Recall (estrenada en México como El vengador del futuro) descubrieron las posibilidades posmodernas de Tenochtitlan, el escenario ideal para un apocalipsis futurista. En pocas ciudades la modernidad se cruza de manera tan flagrante con la decadencia: edificios para los faraones de una edad nuclear y multitudes bañadas en un Ganges radiactivo. Total Recall se basa en un cuento visionario de Philip K. Dick sobre las posibilidades del turismo neurológico, los falsos recuerdos que pueden implantarse con veracidad en el cerebro. Esta hecatombe de alto presupuesto dejó una curiosa huella en la ciudad. Quien tome la línea 9 del metro y llegue a la estación Chabacano encontrará un galpón atravesado por escaleras eléctricas. En el techo, entre las vigas de metal, hay una noticia del porvenir, la «sangre» salpicada en una escena de Total Recall. Los empleados de la estación se han negado a borrar las manchas; las conservan como un peculiar recuerdo del futuro.

Aunque toda metrópoli se erige contra la naturaleza, pocas han tenido la furia destructora de México D. F. […] Hace algunos años, al visitar una exposición de dibujos infantiles, comprobé que ningún niño usaba el azul para el cielo; sus crayones escogían otro matiz para la realidad: el café celeste.

No es casual que la literatura mexicana ofrezca un obsesivo registro de la destrucción del aire. En 1869, Ignacio Manuel Altamirano visita la Candelaria de los Patos y habla de la «atmósfera deletérea» que amenaza la ciudad; en 1904, Amado Nervo exclama: «¡Nos han robado nuestro cielo azul!»; en 1940, pregunta Alfonso Reyes: «¿Es ésta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?»

La literatura ha sido, precisamente, el aparato que Torres Bodet solicita para decir los nombres secretos de la ciudad transfigurada. En el año sísmico de 1957, el Angel de la Independencia cayó a tierra en Paseo de la Reforma. Fue un momento simbólico en la vida de la ciudad: el cielo había dejado de estar arriba. Ese era el mensaje que el ángel ofrecía en su desorientación. Pero tardamos mucho en comprenderlo.

Ciertas ciudades -como Bagdad o Samarcanda- deben su fama a estar a la orilla de desiertos peligrosos; los viajeros que llegan a sus puertas se sienten en un oasis, por fin a salvo. La ciudad de México cautiva de la manera opuesta: resulta imposible salir de ella.

El 20 de agosto un auto recorrió a toda velocidad la Plaza de la Constitución y quiso seguir por un hueco entre la Catedral y el Templo Mayor. El piloto aceleró hasta advertir que no había calle y que su coche volaba rumbo a una pirámide azteca. Por un milagro quizá atribuible a Tezcatlipoca, dios de la fatalidad, el coche aterrizó sin daños y quedó como una rara ofrenda a los ancestros. El conductor que ensayó esta versión milenarista del sacrificio humano estaba ebrio y era policía.

A los pocos días ocurrió otro accidente. Un oficial del ejército atravesó en su coche la misma Plaza de la Constitución rumbo a las escaleras que conducen al metro, como si el subsuelo primigenio, custodio de las cosmogonías prehispánicas, tuviera un programa de autoservicio nocturno.

A primera vista, se trata de episodios comunes en un país donde una botella de tequila no basta para inquietar la mente de un conductor uniformado. Vistos en detalle, los choques brindan ejemplos de nuestra aniquiladora, y quizá fecunda, forma de mezclar culturas. La impunidad del siglo XX cayó sobre las piedras donde los fundadores de la ciudad hacían sus ritos sanguinarios. Con toda razón, las autoridades de Antropología condenaron el atropello al patrimonio. La paradoja del asunto es que el bólido arrollador es un símbolo tan típico de la época como las pirámides que mancilló.

Para dar cuenta de su naturaleza híbrida, la Nueva España escogió como uno de sus emblemas al Pegaso, animal criollo que comunica la tierra con el cielo. Es de esperar que un policía incapaz de encontrar el freno preste poca atención a la mitología; sin embargo, su coche voló como una versión moderna y averiada del Pegaso y recordó que el Templo Mayor emergió a la luz del siglo XX por un gesto tan prepotente e irresponsable como el de conducir a 150 km/h frente a Palacio Nacional.

Seis días antes del aerolito automotriz, el músico cubano Compay Segundo se presentó en el Teatro Metropolitan. A sus 92 años, el decano del son habló como un Tiresias caribeño y pidió al público que no olvidara sus tradiciones (expresadas, según él, por dos objetos básicos: el sarape y el sombrero). Una multitud que jamás usará traje regional aplaudió a rabiar. Lo «propio» se festejó como el descubrimiento metafísico de un visionario cubano.

Borges resumió en dos endecasílabos su atribulado fervor por Buenos Aires: «No nos une el amor sino el espanto/ será por eso que la quiero tanto». Los contradictorios placeres de la ciudad de México son de este tipo. A diario juramos abandonarla y a diario nos entregamos a su abrazo. Como toda pasión adquirida, la nuestra depende de la tradición. La ciudad nos ha educado hasta el capricho; es la irrenunciable compañía que merecemos. Que otros vivan en las ciudadelas del orden y el tránsito feliz. Nosotros exigimos el carácter complicado y la belleza ambigua de la mujer barbuda. 

 

Juan Villoro, 2005

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