Relecturas IV: Cuando el deseo duerme

110257-004-c83a342a

Emprendimos el camino hacia Villa Fabbroni, en San Polo in Chianti, un atardecer del mes de abril. Habíamos alquilado un coche en el aeropuerto de Florencia y, a pesar de que nuestra hija Leonor –de poco más de un año– nos obligó a parar mil veces, llegamos milagrosamente puntuales a nuestro destino y sin tirarnos los trastos a la cabeza. Recuerdo que al aparcar el coche en el jardín era ya noche cerrada.

Villa Fabbroni era un lugar increíble, una de esas casas de la Toscana que rozan el cliché, con leones de piedra en la puerta, grandes chimeneas, camas con baldaquín y ventanales que se abren a un paisaje hermosísimo. Nos habían invitado unos amigos indios que viven en Estados Unidos y que estaban pasando en Europa las vacaciones de Pascua.

Recuerdo perfectamente el momento de nuestra llegada –digno de una superproducción de bollywood–, cuando se abrió el portón de madera y la calma italiana imperante se vio violentamente sacudida por una canción hindi-pop a todo volumen. Pronto me vi envuelta en un torrente de cálidas palabras de bienvenida, risas de niños bailando en el largo pasillo y un fuerte olor a curry. Cuando quise darme cuenta, me habían quitado a Leonor –que pasaba de brazo en brazo–, tenía un vaso lleno en una mano y un plato con delicias picantes en la otra.

¿Existe una situación más extravagante que esta para leer Moderato cantabile, de Marguerite Duras? Lo dudo mucho, la verdad. La novela, publicada en Francia en 1958, exige una profunda concentración. Hay que escuchar cada palabra, tanto las que aparecen como las que solo se insinúan. Lo lógico sería leerla completamente sola, sentada en una iglesia a ser posible, pues requiere un oído absoluto, algo que yo estaba lejos de conseguir en medio de semejante escándalo. Así que, mientras engullía las delicias indias y hacía malabarismos para darle el biberón a Leonor al mismo tiempo, pensé que había sido muy optimista por mi parte meter el libro de la Duras en la maleta. Me resigné a pasar un fin de semana taj majal en la Toscana con mi niñita colgada del brazo.

Desde que se inventó la lectura en solitario, muchas mujeres experimentan cada día sentimientos semejantes a los míos. Desearían poder concentrase en un libro –ya sea para leerlo o escribirlo– pero, si tienen hijos, o si viven en familia, ese estado de atención plena que requiere una novela como Moderato cantabile parece un lujo inalcanzable. Ya decía Virginia Woolf en Un cuarto propio que era un hecho insólito que una mujer como Jane Austen lograra escribir Orgullo y prejuicio en su living room, siempre a punto de ser interrumpida por un sobrino gritón o la visita inoportuna de una vecina. Los cuadros impresionistas en los que vemos mujeres deliciosamente ensimismadas en la lectura de un libro deberían considerarse pura ciencia ficción.

¿Qué hacer?, me pregunté entonces mientras dejaba que Kangana me pintara con henna los dedos de la mano. ¿No tener hijos? ¿Renegar del matrimonio? ¿Prohibir la existencia de pretendientes, como en Cranford, aquella divertida comunidad femenina inventada por la pluma de Elizabeth Gaskell en época victoriana? ¿O directamente hacerse monja? ¿Acaso esta opción seguía siendo atractiva hoy en día? Lo dudo mucho, la verdad. Para eso habría que haber nacido en el siglo diecisiete, recapacité, y ser la hija, hermosa y precoz, de un astrónomo de la Corte. Era ya demasiado tarde para convertirme en una Santa Catalina.

Pero volvamos a Moderato cantabile. Afortunadamente, me equivoqué en mis previsiones sobre el fin de semana. Al día siguiente de nuestra llegada, estaba todo el mundo tan cansado que, de forma inesperada, hacia las tres de la tarde, me vi completamente sola, sentada en un butacón frente a un ventanal inmenso, oculta tras unas grandes cortinas. Todos dormían, incluida mi hija. Casi no podía creerlo. Yo misma parecía un cuadro impresionista. Me apresuré a abrir el libro y pensé que las dos o tres horas que tenía por delante serían suficiente para terminarlo, pues contaba con poco más de cien páginas.

El pájaro de la imaginación enseguida me llevó a aquella ciudad portuaria en la que Anne Desbaresdes y Chauvin, el antiguo empleado de su marido, se encontraban en un Café para hablar y hablar y hablar de un crimen amoroso –espejo de su propia relación–, sucedido unos días antes. Sus conversaciones en bucle volvían una y otra vez sobre los dos amantes aunque en realidad Anne y Chauvin no supieran nada de ellos.

Pero lo cierto es que esa pasión tan extraña –y tan imposible como el lenguaje que trataba de contarla– me interesó bastante poco: como tantas otras mujeres en la historia de la literatura, Anne era previsiblemente adúltera, se aburría en una ciudad de provincias, por lo que necesitaba romances imaginarios y un amante dispuesto a matarla. ¿Esto no lo habíamos leído ya muchas veces?

En cambio, quien capturó toda mi atención desde las primeras líneas fue el personaje del niño, o del hijo, pues la palabra francesa enfant tiene los dos significados. No es casual que la novela empiece con él:

— Veux-tu lire ce qu’il y a d’écrit au-dessus de ta partition ? demanda la dame.

— Moderato cantabile, dit l’enfant.

La dame ponctua cette réponse d’un coup de crayon sur le clavier. L’enfant resta immobile, la tête tournée vers sa partition.

— Et qu’est-ce que ça veut dire, moderato cantabile ?

— Je ne sais pas.

 

(-¿Quieres leer lo que hay escrito arriba en tu partitura? preguntó la profesora.

-Moderato cantabile –dijo el niño.

La profesora subrayó la respuesta golpeando el teclado con el lápiz. El niño siguió inmóvil, la cabeza girada hacia su partitura.

-¿Qué quiere decir moderato cantabile?

-No lo sé)

Hechizada por la maravillosa voz de Marguerite Duras, desde las primeras líneas me hipnotizó la historia de aquel niño que se negaba a tocar la Sonatina de Diabelli en su tempo adecuado: moderato cantabile. Aquel niño que acompañaba silencioso a su madre en sus encuentros prohibidos con Chauvin, que jugaba con amigos imaginarios delante del Café, que no entendía por qué ha de aprender música, que quería un barco de juguete de color rojo, y que se asombraba cuando veía llorar a su madre de regreso a casa.

Sí, esa otra gran historia de amor entre Anne y su hijo –tan imposible como el lenguaje que trataba de contarla– fue la que verdaderamente me interesó esa tarde de lectura. Me pareció entender que el niño era una metáfora del auténtico deseo de Anne. O, mejor, era una metáfora del deseo de las mujeres, especialmente de las mujeres que son madres. Con esto no me refiero al deseo femenino de tener un hijo –pobre Freud, nos miró y solo vio esto– sino a que el hijo era una metáfora de lo que le ocurre al deseo cuando una mujer se convierte en madre. A diferencia de las pasiones adúlteras y masoquistas a lo Madame Bovary, sobre esta otra aventura del deseo femenino –me dije– se había escrito muy pocas veces. Contemplé a Anne Desbaresdes con nuevos ojos, iluminada por la mirada de su hijo, y también yo me enamoré de ella.

Y, ¿qué le ocurre al deseo?, me pregunté de pronto con urgencia, al ver que se me acababa el tiempo de tranquila lectura. Fui pasando las páginas rápidamente. La profesora de piano –madeimoselle Giraud– parecía darnos una posible respuesta cuando le dice al niño en otra de sus lecciones: Recommence, répondit la dame. N’oublie pas : moderato cantabile. Pense une chanson qu’on te chanterait pour t’endormir. (Vuelve a empezar, responde la profesora. No lo olvides: moderato cantabile. Piensa en una canción que te cantaríamos para que te durmieras).

¿Acaso la Sonatina de Diabelli era una canción de cuna para el deseo de Anne? Así parecía sugerirlo también otra escena, un poco más adelante. Quelquefois, continua Anne Desbaresdes, quand cet enfant dort, le soir je descends dans ce jardin, je m’y promne. Je vais aux grilles, je regarde le boulevard. (A veces, continua Anne Desbaresdes, cuando el niño duerme, bajo por la noche al jardín y paseo. Voy a la verja, miro el boulevard).

Si así fuera, si lo que le pasa al deseo femenino es que con la llegada de los hijos se adormece, Marguerite Duras estaría insinuando que Anne –¿cualquier madre?– está muerta para el deseo. Entonces, pensé yo, las mujeres no deberíamos aceptar nunca pretendientes, como en Cranford, aquella comunidad femenina inventada por Elizabeth Gaskell. Deberíamos renegar del matrimonio y los hijos. Así –continué con el razonamiento– nos dejarían tranquilas para leer y escribir libros.

Pero Anne Desbaresdes contradice rauda y veloz a la profesora de piano: Jamais je ne lui chante de chansons. Nunca le canto canciones. Que es tanto como decir que se equivoca, que su deseo no duerme. Así, en realidad, Marguerite Duras insinuaría en su novela justo lo contrario de lo que podía parecer en un principio. Jamais je ne lui chante de chansons. Nunca le canto canciones. La maternidad no duerme el deseo, sino que lo despierta; no bloquea a la mujer, la abastece; no la distrae, sino que la conecta con ella misma. De hecho, si prestamos atención a la voz narrativa de Marguerite Duras, nos daremos cuenta de que su relato no es hechizante porque se construya sobre las conversaciones en bucle de los amantes, sino porque, precisamente, dichas conversaciones paranoicas son interrumpidas, una y otra vez, por la figura del niño. La presencia constante del hijo –y su manera de interrumpir un cierto orden del mundo– es lo que permite que el relato siga.

A lo lejos, en la habitación del final del pasillo, empecé a escuchar la voz de mi hija. Se estaba despertando y me llamaba a su lado. Cerré el libro y miré por la ventana. En un susurro, como si fuera un mantra, repetí en bucle varias veces Jamais je ne lui chante de chansons. El deseo no duerme. Crece y crece y crece. De pronto, cobró sentido otra frase que Anne Desbaresdes –como tantas otra madres– le dice a su hijo. Tu grandis, toi, ah, comme tu grandis, comme c’est bien. (Creces, tú, ay, cuánto creces, qué bien que sea así).

 

 

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *