Primeras páginas de «Gornú» de Ainhoa Rebolledo

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Cuando cierro los ojos y miro mis sueños, sonrío sin querer. La sonrisa se me descompone en una mueca de insatisfacción permanente al abrir los párpados porque todo lo que está sucediendo me parece demasiado triste como para ser real. Intento volver a cerrar los ojos herméticamente para no llorar pero los párpados se me han enganchado, obligándome a distinguir la realidad de mi imaginación. He preferido no cambiar ni uno solo de los nombres ni alterar las situaciones, de igual forma, tampoco he añadido dramatismo. Son hechos reales, deshechos probables, desgracias que aparecen en los periódicos y catástrofes que pasan en mi barrio mientras las intenciones de convertir mi furia en resignación acaban en papel mojado.

Mis ojos, mi pelo enredado (parto del cuerpo antes que del alma para pensar) mi piso alquilado en el barrio de Gràcia, mi nacimiento en Galicia hace casi treinta años, mi gatito rubio y mimoso llamado Paulino; mi novio gallego que viene y va desde que nos conocimos siendo niños y, para terminar, nuestro futuro incierto. Este es el inventario con el que trataré de sobrevivir aunque me falta dureza inhumana y por eso lo pasaré mal, incluso fatal, pero nunca peor que los demás. Al bello fantasma del siglo XXI que convirtió la alegría de la euforia económica en luto nacional lo llaman Gornú desde el gobierno, con amor y sordidez, y así nos tropezaremos una y otra vez con los restos de la explosión.

Lo que más me gusta es comer tortilla de patatas y escuchar con los colmillos afilados a Billie Holiday, la figura femenina más grande del jazz clásico con permiso de Ella Fitzgerald, que calma mi glotonería cantando un repertorio que explicaba su vida, principalmente cuando estaba triste. Escucharla sacia mi apetito, hace que me sienta tranquila y segura. Soy consciente de que no escribía lo que cantaba de igual forma que deseo que todo lo que está pasando no sea tan real como gritan mis sentidos, que mis ojos abiertos vean una alucinación y se taponen mis oídos ante la tragedia. Aunque no tenía mucha voz, Billie Holiday interpretaba canciones como nadie, su garganta transmitía a la perfección dramática lo terriblemente mal, incluso fatal, que se sentía la mayoría de las veces mientras mis sentidos siguen gritando, mi cuerpo gime y se dobla a punto de partirse mientras me arrastro sobre los adoquines para cumplir mi destino con los ojos bien abiertos pero no me importa porque las canciones de Billie Holiday y la tortilla de patatas (con cebolla) son lo único que me interesa en la vida. Creo que ya he escuchado todas sus canciones, ¿y ahora qué? Llevo meses circulando como un tren de mercancías, arrastrando una carga muy pesada con una locomotora de vapor en la cabeza que no deja de echar humo, doblándome por aquí o por allá como puedo para superar las curvas pero últimamente tengo que flexionar mi cuerpo por sitios que son puro hueso y que se rompen si se fuerzan. En breve el mundo se convertirá en algo estúpido y molesto y me despertaré despatarrada, con el freight train blues, but I’m too darn mean to cry / I’ve got the freight train blues, too darn mean to cry sonando gracias a las trompetas del Apocalipsis. Las cosas que ahora me gustan y me hacen feliz no importarán en absoluto.

Vivo en Barcelona desde hace cinco años. Me vine aquí sentada en el interior de una máquina viva con una locomotora diésel-eléctrica que necesitó doce horas para cruzar la península de Celtiberia con un traqueteo de hierros contra hierros interrumpido en todos los pueblos importantes de la meseta norte. Llegué aquí buscando el aire cosmopolita y respirable que la contaminación no permite en Galicia y Iago –el hombre que decía que va y viene, como un tren– llegó un par de meses después también desde Coruña, desde el fuego de juventud, desde lo ardientes que pueden llegar a ser las sonrisas en la infancia.

 

 

 

Descárgate en PDF los dos primeros capítulos de Gornú aquí.

 

 

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