María Meona es un cuento perdido de Alfaguara. Editado en 1993 y ahora descatalogado. Cuando busco en Wikipedia referencias acerca de su autora, Dagmar Chidolue, no encuentro nada en castellano; pero aprendo gracias al traductor de Google que vive en Frankfurt, que nació en 1944 y que ha escrito decenas de títulos para “mujeres jóvenes que buscan su propio camino”. En España solo se ha publicado esta María Meona y en catalán Peripécies a Paris (Barco de Vapor, 2002). También aclara la entrada biográfica que en los últimos años sus protagonistas son alegres. Es una aclaración interesante, porque del universo de María Meona sorprende la dureza, grisura y mutismo en que la pequeña María tiene que desenvolverse.
“En realidad María tampoco podía aguantar más todo aquello. No entendía nada, absolutamente nada. Cuando ocurrió el asunto de su madre, alguna mano invisible debió liarlo todo. Ya nadie se entendía. Estaban alejados los unos de los otros. Pero de alguna forma se pertenecían”.
En una casa en la que se ha instalado el trauma, una persona de diez años de edad se hace pis en la cama cada noche. Cuando su padre —a quien María tiene que llamar Rolf; la palabra papá está proscrita— inicia una nueva relación, María empieza a desbordarse durante el día también. Su abuela, cómplice, intenta restarle importancia; su padre reacciona con furia maltratadora, ahogado en la herida de la casa. La recién llegada Clara va comprendiendo gradualmente en qué jardín se ha metido: intenta acercarse a María, lava sus sábanas, María no le dirige la palabra, ella resiste, descubre poco a poco el apoyo que puede darle la abuela, su nuevo marido es cada vez más bruto, María cada vez descontrola más su problema. Hasta una escena paroxística en la que María, en un intento de pasar desapercibida, ha metido su ropa con caca en la colada de Clara, y al descubrirlo estalla en un forcejeo de sábanas húmedas:
“Y ahora mismo llevas esa mierda de cesto a la mierda de cuarto de baño y lavas esa mierda de bragas —gritó Clara enfurecida, que parecía haberse vuelto medio loca […] María le dio con una braga en la oreja. La ropa mojada había estallado en la cara de Clara, que se apartó, como si la hubieran golpeado con un látigo”.
Sorprende la crudeza de la metáfora en esta fábula arquetípica feminista. En el mundo de María solo parecen existir la abuela (Tata) en torno a la mesa y la cama, Clara de pie junto a la lavadora, el padre en el umbral/portazo, y una maestra lejana en el estrado de la pizarra. No aparece ninguna amiga o amigo, y cada día se dibuja como un tránsito de la cama a un colegio que es humilladero -por supuesto María acabará meándose encima en medio de clase, con el canturreo burlón en los oídos- y después a su hostilizada casa. Todo transpira la pérdida de la madre. María es una huérfana que a menudo piensa en términos lingüísticos: “María comprendió que el padre hablaba dos idiomas distintos: uno feo y otro bonito. ¿Cómo se podía uno transformar así?”. Palabras prohibidas, como “papá”, palabras secretas (“Solo nos pertenece a Tata y a mí: María-meoncilla, esa calurosa y bella palabra”) y un idioma nuevo que deberá construir, junto a Clara, a partir del encuentro con la doctora Ribisibisi (apellido que María inventa porque no entiende bien), que comparte con María sus propias historias de pis en la cama, que asegura que es cuestión de tiempo, no de medicamentos, que dice que lo de María es “una enfermedad a medias” (cuando Clara lo había calificado de enfermedad para convencer a María de ir al médico) y que sugiere a Clara y María que laven juntas las sábanas. A María le gusta el encuentro, y a partir de ahí surge una escritura de calendario, de cruces rojas o azules, que le da a María una medida propia, un lugar propio, no una cama que debe ser lavada por adultas, no una clase que es plaza del pueblo. Su calendario es multicolor “pero tenía muchos días por delante hasta el viaje de fin de curso”.
En esta hiperabundancia de imaginario arquetípico femenino (bragas, humedad, abuela, tres mujeres en torno a una mesa —“María pensó en lo bonito del momento […] en estar allí las tres juntas”—, la trenza que lleva la doctora y que María copiará, en un cambio de nombre ritualizado por la abuela: última palabra del libro, de “Meoncilla” a “Trenzas”) relaciono el descontrol de esfínteres de María con la menstruación (por supuesto, el calendario). La crisis del cuerpo de María, niña desorientada y mujer en conflicto, se agudiza en presencia de Clara, la madrastra, que como en todo cuento arquetípico simboliza esa “madre que ya no es la de antes”, sino otra mujer en conflicto (“Siempre intento dar lo mejor de mí, pero las cosas se vienen abajo y no sé por qué”) que tiene dos hijas de siete y ocho años en otro país porque no puede mantenerlas con ella: “no sé cómo se encuentran porque aún no saben escribir; no tanto como para que se pueda entrever cómo están. [Su padre] Me dice que las niñas están bien. Pero solo escribe una vez año”.
Si en otro bildungsroman como Fun Home de Alison Bechdel leíamos la escritura como espacio de experimentación y cuestionamiento del lenguaje y de la realidad, aquí estamos dos pasos atrás, en un mundo en el que las niñas de ocho años “no saben escribir” y las niñas de diez años parecen escribir por primera vez cuando marcan una cruz en un calendario. Por eso la opresión que emanan las páginas de María Meona es inquietante; en mi lectura acudí varias veces a comprobar en qué año estaba escrito, y dónde podía ubicarse ese páramo cultural y vital que diera lugar a personajes como estos, sin llegar a ninguna conclusión. No sé si una ciudad alemana en el año 90 podría acoger una historia como esta, o si Dagmar Chidolue sencillamente optó por la hipérbole disfrazada de realismo. En cualquier caso, este libro forma parte de lo que Marta Sanz describía como “el nudo que se establece entre enfermedad, explotación, peso cultural, creatividad y mujeres”. El pis tiene una dimensión arquetípica vinculada a la territorialidad, y a la falta de un lugar propio para María. Aceptemos o no un vínculo con la menstruación en esta metáfora, hablamos de fluidos que inicialmente parecen innegociables e invasivos. Pero María Meona descubre que dejan de ser malignos: palabra, palabra deshecha (“enfermedad a medias”), lápiz y humor cómplice mediante.