Formas de sintaxis que son “estados de ánimo del orden social”. Así hablaba Chirbes en el ensayo Por cuenta propia (Anagrama, 2010) en favor de una prosa que transmitiera la “opresión y rencor de clase”, una escritura que le echara un pulso a la materia y la historia, que no escondiera la marca de las circunstancias en el devenir de un lenguaje, de la construcción de un narrador y de unos personajes. Él reconocía esta condición en las novelas de Benito Pérez-Galdós y en La Celestina. Yo lo he recordado al leer El Sur. Instrucciones de uso de Silvia Nanclares (Autoediciones Bucólicas, 2011).
Nanclares escribe una narrativa personal. Así es en El Sur, pero también en artículos, entradas de blog y en su último libro, Quién quiere ser madre (Alfaguara, 2017). Me acojo a la definición de Vivian Gornick en Escribir Narratival Personal (Paidós, 2003): “Básicamente hay un tipo de narrativa en la que el autor se imagina solo a sí mismo en relación con el tema que aborda. La conexión es muy íntima y estrecha, y de hecho, vital”. Esto no significa necesariamente que sea estrictamente autobiográfica. Silvia Nanclares ficciona, pero siempre a partir de su geografía física y política. Así, entre Chirbes y Gornick, la lectura de Nanclares contempla la totalidad del mapa desde el “Usted está aquí”, como quien clava el dedo para no perder la referencia mientras toma conciencia del recorrido. Nanclares habla de clase, de economía, de biopolítica, pero siempre a través de la máxima concreción, un peso que puede percibirse de forma exacta: la bolsa de la compra cargada que blanquea las yemas de los dedos por la presión, la velocidad del pedaleo en la bici, las monedas sobre la mesa para pagar las cervezas. Nanclares no abandona jamás el tono que es suyo: una descripción cotidiana que se va resquebrajando en fugas autoirónicas, un diagnóstico histórico-materialista, no por ello resolutivo ni concluyente; y, para terminar, un final casi siempre dulce, luminoso, optimista. Aunque sea en una última frase, y como sin querer: esa vitalidad forma parte de las fugas de humor resignado. La experiencia pesa, y erosiona, pero no podemos evitar desearla. En los relatos de El Sur. Instrucciones de uso la narradora abandona una infancia “ahistórica” en la periferia de barrio, el paso por un centro de Madrid ferozmente especulador y amenazante, y recala en un territorio de aura mítica: “Una ciudad luminosa a la que llamaremos África”, desde su perspectiva de “catetos oriundos del centro excéntrico de nuestro mapa”. Inmersa en un aroma violento de cirio y azahar; más cerca de otros continentes, puerto del que salían y entraban barcos de palabras… y por eso Buenos Aires y Sevilla —reflexiona la protagonista— comparten tantas expresiones que para un madrileño suenan antiguas.
En el libro, el desamor romántico deja gotitas agridulces sobre diferentes páginas; también sobre una playa de Cádiz, helada al amanecer, donde ella se ha hecho un ovillo para llorar por el fin de otra relación. Pero aparece un tipo de amor que no se exprime ni agota, en los brillantes relatos «Mediana» y «Mano de Santo». En «Mediana» asistimos a un accidente de tráfico entre la narradora y su padre, bruscamente relegado a una posición frágil, dolorosamente catártica para la hija. En «Mano de Santo», la narradora pasa la tarde al cuidado de Mario, hijo de su amiga Cecilia, madre soltera. Al leerlo, he pensado que pocas veces se encuentran testimonios literarios de la ambivalente sensación que se experimenta cuando se cuida a un niño ajeno. En realidad, es la misma ambivalencia que la de una madre o padre, creo, solo que de menor duración temporal; esta reflexión me serviría para sospechar de una auténtica falta de mística en la maternidad. Cuidar a un niño es una experiencia compleja, rica y profunda —pero no mágica— aunque no sea “tuyo”, aunque solo estés pasando la tarde con él: “Mario tiene talento para la ternura, como todos los niños”. La cuidadora había previsto pasar su tarde libre dedicada a la escritura, pero se ha visto impelida a hacerle el favor a su amiga. La cuidadora, en el parque, añora su libreta, y caza al vuelo frasecillas que le gustaría aprovechar cuando pueda escribir en paz. Mientras, Mario come tierra y hay que detenerlo.
El Sur termina en un nuevo sur: la narradora se ha retirado a una casa en el campo francés, en la región del Gers, para terminar de corregir y editar El Sur. El último texto ya no es un relato, sino una compilación de notas sobre el proceso que culmina todo lo anterior. La voz de la narradora, sin embargo, no ha cambiado: es esa narrativa personal que prosigue, ya sin el ritmo dancístico de un relato y sus personajes, atmósferas y atardeceres. Nanclares desarma las construcciones que hasta ahora tenían apariencia de autónomas. Y su reflexión final responde al anhelo de aquella cuidadora que se impacientaba en el parque, que ansiaba una paz para poder escribir: se da cuenta de que esa paz es una utopía, o por lo menos la idealización de un pasado. Ya no existen los encierros creativos, jamás abandonamos internet. “No puedes jugar ya tu vida sin las partes en pantalla. No puedes jugar a la buena salvaje, al bucolismo decimonónico”. El aislamiento en la campiña no ha funcionado por sí solo. “Creía que el mérito era dedicarse solo a escribir. He aprendido que no, que mi mérito será escribir además de y con todo lo que sucede”. Nanclares constata en estas páginas finales que este libro ha sido un “tiempo y lugar de aprendizaje”, bitácora de un cuerpo que desciende por el mapa, que ha tenido que negociar con cada frontera. La escritura y edición como cuidado paciente e impaciente, pero constante, aunque a veces tome forma tenue. Como la relación entre el padre y la hija postrados en el accidente, o la cuidadora y el pequeño Mario sobre las horas de la tarde.