Annie Costello, 22 años. Escritora y estudiante de Hª del Arte.

The torture of women, Nancy Spero.

The torture of women, Nancy Spero.

Soy feminista. Y cuando lo busqué en el diccionario, esto es lo que decía: “Feminista, una persona que cree en la igualdad de los sexos tanto social como política y económicamente”. Por lo que he escuchado, mi bisabuela era una feminista. Ella escapó de la casa de un hombre con quien no se casó, para casarse con el hombre que ella escogió. Ella se negó, protestó, levantó la voz, cada vez que se sintió privada de acceso a tierra o ese tipo de cosas. Mi bisabuela no conocía la palabra feminista, pero no quiere decir que no lo haya sido. Mi definición de feminista es un hombre o mujer que dice ‘sí, hay un problema de género hoy día y tenemos que arreglarlo, tenemos que hacerlo mejor.

— Chimamanda Ngozi Adichie

Uno para todas

Puedo hablar de mí. De la primera vez que sangré y mi madre me dijo: ya eres mujer, y fue con tristeza. Lo atribuí a lo cerca que estaba ya de ser adulta y, por ende, de separarnos. No se me ocurrió pensar que en ese ya eres mujer se escondía cierta compasión. Lo descubriría más tarde, cuando aprendí que era mejor mirar al suelo y subirme el escote al cruzar determinadas calles. Lo descubrí cuando me acosté con un extraño porque me apetecía, y más tarde escuché a mis amigas hablando a mis espaldas. Cuando el psiquiatra me dijo que la depresión es más común en mujeres por culpa de la presión social. Cuando mi novio me dijo: yo trabajaré y yo me sentí aliviada; sí, también yo he querido refugiarme en esa seguridad, en esa falsa y eterna infancia que la sociedad inventó para nosotras.

Pero puedo hablar también de aquellas que me rodean. Puedo hablar de mi abuela y su dolor de huesos y de alma, y su fortaleza al aguantar y seguir lavando pañales: peores cosas hemos pasado, dice a su nieta. Puedo hablar de la maestra que me enseñó que el cuerpo y la dignidad no están reñidos, que se puede ofrecer uno sin vender la otra, que lo que cuenta es que nuestra voluntad nos pertenezca. Puedo hablar de esa amiga que no se depila las piernas, de esa que decidió no fingir más orgasmos, de esa que querría haber ido al ejército. Puedo hablar de C., a quien su primer novio le rompió la nariz de un puñetazo, a quien su primer marido hizo abortar, a quien abandonó el padre de su hija.

Puedo hablar de las mujeres que conozco, o de aquellas que no. Es simple, basta deducir que en otros lugares también sufren. Hermanas sin rostro ante un mundo que se alimenta de noticia. Hermanas cuya tortura, como dibuja Nancy Spero, ha sido histórica e invisible. Ablación genital, violación, abusos, incapacidad legal, represión vestida con el disfraz de la tradición. Mujeres objeto, mujeres moneda, mujeres madres, campesinas, obreras; mujeres brillando en un mundo de hombres.

La mayoría de ellas no han oído hablar nunca del feminismo; muchas no sabrían siquiera deletrearlo. Nacen y mueren abrazadas al rol que su cultura les da sin cuestionarlo. La cultura, menudo olvidamos, es compleja y poderosa, y no puede omitirse a la hora de entender las luchas por el empoderamiento en ciertas regiones del planeta. Porque sí, hay feminismo con nombre y apellidos en África o en el contexto islámico. Desde mujeres que sonríen en protesta a políticos misóginos hasta las ejecutadas por creer y seguir sus principios.

Luego hay otras, como mi madre, que serían capaces de entender esta guerra e incluso de pelearla, pero no tienen tiempo para esas cosas. Volverían a los deberes prácticos de quien sostiene un hogar. También hay quienes fruncen el ceño ante el feminismo, porque aún creen que es un monstruo innecesario que les priva de su condición de mujer. En pleno siglo XXI, dicen, esta batalla ya está ganada. ¿Quién quiere convertirse en hombre?, gruñen. ¿Para qué negar nuestra biología? Y una intenta explicar que esas preguntas no están bien planteadas; hablar de la mística de la feminidad; recordarles que ese ‘monstruo’ es el mismo que tiene la culpa de que puedan votar, estudiar, dirigir sus vidas libremente.

Pero en realidad no importa tanto. Porque a pesar de la eterna discordia entre feministas que lo son y no lo saben, y feministas que no lo son aunque lo digan; de feministas vestidas o a pecho desnudo; con velo o coronas de flores… el feminismo está, y debe estar, fundado en el uno para todas. El feminismo debería adueñarse de ese poder que se apropian, con orgullo, algunas religiones: salvar indistintamente. Sin importar si eres creyente, escéptica, indiferente o mera desconocedora. Porque el feminismo, a fin de cuentas, nos rescata a todas al final del día. Y éste es un norte que no debemos perder.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *