Dos polémicas se cruzan en mis lecturas de fin de semana: la comparación de la violencia machista con la gestión de la crisis catalana por parte del Estado y las decenas de casos de agresión sexual y acoso protagonizados por un afamado productor de Hollywood. La primera ha indignado a quienes consideran inapropiada la comparación y la valoran en términos de falta de respeto a las víctimas. La segunda, más convencional si acaso, lleva días ofreciéndonos la crónica de una realidad conocida, en la que los varones del gremio fílmico, los medios, la Academia del Cine, parecen sorprendidos y consternados por las acciones de su colega del metal. Todo ello, claro, con honrosas excepciones: a ver quién le explica a Woody Allen a qué cositas no se juega con la hija de uno. En una derivada de este último asunto que me recuerda el caso del asesino machista Bertrand Cantat, líder del grupo francés Noir Désir, no he dejado de leer que hay que separar al “autor” de la “obra”, en tanto que el primero puede ser un perfecto malnacido y la segunda, una delicia estética que, como público, podemos disfrutar sin que lo primero nos fastidie la más elemental responsabilidad y empatía con otros seres humanos, concretamente los de la subclase “mujer”. Y es que bajo estos dos asuntos recientes (pero podría haber escogido, al azar, casi cualquier otro de los medios y los timelines) late todo el tiempo el mismo sistema circulatorio, la misma estructura de poder, idéntica desigualdad ingénita. El tecnicismo se hace desagradable porque suena, a medias, entre academia y feminista encendida, pero temo señalar que, en todos los casos, se llama Patriarcado: hablamos siempre del poder y de las formas de ejercerlo. Sin pretender aquí una teorización por extenso de sus muchas ramificaciones, sí creo conveniente hacer algún comentario; se nos avecina la navidad y la agenda cuñada de temas de conversación va a estar, ya se intuye, on fire.
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[Un apunte sólo en apariencia tangencial: una desgracia común que apreciamos quienes estudiamos filología o dedicamos algún tiempo de nuestra vida a formarnos en las artes y ciencias del hablar y, después, en las ciencias y disciplinas que analizan lo social, lo humano y sus asuntos, es que el hecho de compartir herramienta elemental -el lenguaje- con la casi totalidad de las personas, y el tener estas gusto por emplearla para su vida diaria, laboral, amorosa o hipotecaria, conduce muchas veces a un error infausto: pensar que se tiene idea de algo por confundir la capacidad de hilar palabras con más o menos gracia, mayor o menor vehemencia, con un conocimiento remotamente sólido de cualquier cosa. Muy lejos de mi intención negarle a nadie un derecho comunicativo que considero elemental, pero no estaría de más un ejercicio consciente que aborde la evidente diferencia entre preguntar a la vecina de un presunto asesino machista cómo era el tipo en la escalera del bloque de viviendas o consultar a una persona experta en la materia desde cualquiera de sus complejas facetas para sustentar con contenido un reportaje. Hablar sabiendo de lo que se habla, vaya. Aplíquese a exégetas de Twitter y demás especies que conforman hoy nuestra malhadada opinión pública.]
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Desde hace unas cuantas décadas, diversas disciplinas de las ciencias sociales y humanísticas han ido perfilando el concepto complejo de “patriarcado” (recuerden: siempre solidario y hermano de “capitalismo”) hasta asentar la noción elemental de que es el sistema de relación entre los sexos que rige en el mundo casi con total seguridad desde que surge la organización social y sin que tengamos noticia de excepciones equiparables en pujanza, si no directamente míticas e inexistentes. Este sistema de poder atañe a todos los aspectos de la existencia humana y es interseccional, es decir, se ve afectado por otras variantes como la clase social, el color de la piel, las creencias religiosas o la orientación sexual… pues, como ya dejó apuntado Monique Wittig, a este patriarcado le cae con bien el prefijo “hetero-”. Es, así, un sistema de dominación masculina (léase, por ejemplo, a Bourdieu), asentado en los cuerpos y su productividad potencial (léase, por ejemplo, a Federici), organizado en nuestro entorno inmediato sobre la base del contrato (léase, por ejemplo, a Pateman, Amorós o Cobo), respaldado por las religiones monoteístas principales, de claro carácter colonial y con un impacto determinante en el plano de la cultura y de la literatura (léase, por ir a lo elemental y a lo no peninsular -de lo peninsular hablaremos otro día-, a Woolf, Beauvoir, Millet, Gilbert, Gubar, Showalter, Cixous, Irigaray, Muraro, Rich…). Este amago de definición es simple por necesidad, pero toca los palos esenciales sobre los que rastrear la lógica de este poder en amplitud de sentidos: en el ámbito de una pareja cualquiera, pero también de un Estado, de un gremio específico o de una relación entre países. El sistema, como cualquier malvado de ciencia ficción empeñado en perpetuarse, no es imbécil. Deja fluir la lógica del tiempo y se amolda, de forma que hoy Zara vende camisetas con lemas feministas y esta que escribe ha tenido una educación superior de excelencia como tiene autonomía personal, una cuenta del banco, un trabajo, voz y voto. Confundir el privilegio, no exento de violencias, con la igualdad efectiva en el conjunto social suele ser un problema a la hora de la lucha, pues tomar la excepción por la norma nos conduce a “normalizar” y dejar de ver aquello que, sin embargo, late en el fondo del asunto. Lo olvidamos y hablamos al respecto desde nuestra experiencia que puede ser más o menos afortunada, y que no siempre recordamos contrastar con los libros. Se nos olvida el poder si hablamos desde un yo que, no por serlo, arroja necesariamente un conocimiento situado en los términos en los que lo reivindicó Donna Haraway. Un yo inconsciente no vale mucho más que simple propaganda.
Voy al meollo: aunque no guste leerlo, vivimos en un mundo cuya lógica de poder obedece al machismo de forma general, tiene en el machismo y sus conductas un repositorio de expresiones, formas e identidades que cada sujeto, sexo al margen, actúa en cada ocasión sin que muchas veces lo tenga si quiera en cuenta (y sí, léase al respecto a Butler). Quienes se indignaron por la comparación entre la crisis catalana y la violencia machista olvidaron dos cosas: que la violencia machista la sufrimos todas, absolutamente todas las mujeres de forma constante, desde el salario al piropo, confundiendo el subtipo de la violencia patriarcal que nuestro ordenamiento jurídico llama “de género” y que remite en exclusiva a la pareja o asimilables; y, por otro lado, que en toda metáfora importan menos el elemento A y el B que el concepto, idea o sensación que se quiere transmitir y comunicar, así como por cierto las condiciones de la emisión y de la recepción, pues variaba mucho la reacción, el grado de violencia y acoso, si la comparación era empleada, dentro del mismo partido, por las diputadas Sofía Castañón o Ángela Rodríguez (que eran “tontas”, “putas”, “gordas”, “zorras”, “incapaces”), que por Albano Dante (que no era nada equiparable y no dejaba de ser, en ningún instante, hombre público en la forma en que era tratado). Y no sé de qué hablaba Albano y desde dónde compuso su comparación, pero desde luego Castañón y Rodríguez usaban la metáfora para hablar del poder y sus usos y costumbres, en un sentido abierto a la teoría y a un cambio de paradigma que abandone el tranquilizador pensamiento de que esta sociedad es justa, democrática, igualitaria o remotamente respetuosa con las mujeres; escenario que perturba por negativo pero que no por endulzar con excepciones vamos a lograr cambiar.
Tanto el poder político como el cinematográfico o el cultural juegan, más en el fondo o más en la superficie, con unas prácticas, saberes y mecanismos represivos, coercitivos o censores que no son, en esencia, muy diferentes de los que aplica un varón sobre su pareja en términos de elemental misoginia. No lo son porque se nos haya ocurrido la comparación feliz con intención de ganar clics en Twitter, sino porque en ningún caso hablamos de lo accesorio que rodea a cada anécdota concreta: no se trata de Cataluña y España, sino del poder y sus dinámicas en lo relativo al territorio, la nación o el Estado; no se trata de un empresario y sus diferentes víctimas, sino del poder de ese fulano para satisfacer su deseo de dominación sexual al disfrutar de una posición de privilegio en una industria concreta que puede ser cualquiera. No se trata, tampoco, de la escisión entre “autor” y “obra” trasladada a la condición del “espectador” versus el “ser humano” en lo relativo a las artes, sino a que el poder también se expresa en tanto que capital cultural, distinción y símbolo, de manera que legitima unas creaciones, sujetos, pensamientos o creencias por encima de otros; y en esa forma especial de darles prestigio y situarlas en otro plano de la realidad del común de los mortales, impide o dificulta su cuestionamiento, paso imprescindible para poner en duda la legitimidad del sujeto emisor del mensaje.
Se trata del poder y de su condición patriarcal y los ejemplos concretos en los que se materializa carecen, incluso, de importancia. No porque les falte gravedad, sino porque les sobra circunstancia desde la perspectiva de una lucha, una idea de justicia o un anhelo de unas formas otras de estar en el mundo: eso del refrán de los árboles, el bosque y la vista de pájaro. Las lógicas del poder pueden ser las de un maltratador, como pueden serlo las de una industria, no porque banalicemos, ni muchísimo menos, las diversas formas de violencia machista que padecen las mujeres y las niñas, sino porque si no empezamos a hablar de poder y a señalarlo, nos la vamos a pasar poniendo parches a un monstruo que, por lo demás, ni los necesita ni pierde su fuerza en tanto en cuanto las acciones que puedan destruirlo se queden sólo en su epidermis. Es obvio que un debate en redes, o el hecho de que cualquier opine de la misma forma que tiene un cerebro y la capacidad de hablar, si bien no necesariamente la conexión necesaria para hacerlo con buen criterio, no son espacios o condiciones que faciliten el reposo en estos temas. Tampoco es fácil resumir en 140 caracteres toda una teorización que asocia el poder y el dominio con las mujeres y los cuerpos desde Simone de Beauvoir (su metáfora de la posesión y el territorio aplicada a la concepción masculina de la virginidad femenina) a Kate Millet (que situó el componente sexual de los textos, los volvió políticos y nos señaló por dónde va la fantasía representacional de la alta cultura), Nira Yuval-Davis (quien estudia la construcción del nacionalismo y sus identidades y cómo la variable género se cruza y produce, por ejemplo, el uso del cuerpo de las mujeres como arma de guerra mediante la violación y la reproducción en contextos recientes de genocidio y muerte), las geógrafas feministas Liz Bondi o Linda McDowell (la reflexión sobre la ciudad y como la violación y otras formas de agresión de índole sexual permean un espacio público del que se quiere apartar a las mujeres, pues en él sólo caben, como señala Marina Warner, estatuas mudas que representan ideas abstractas que no suelen ayudar o significar nada para las vidas de las mujeres de carne y hueso). Sin embargo, el canal no debe distraernos del todo del objeto, aunque sea importante.
Hablamos del poder y de cómo en nuestra sociedad está ligado a la concepción hegemónica de la masculinidad que es también la de la sexualidad, la del dinero, la de la procedencia, la de la creencia o la cultura. Las mujeres y otros sujetos subalternos lo padecemos de forma general y específicamente sexual: no en vano se da por el culo a quien se quiere joder. Lo padece la tierra, como abstracto orgánico al que la especie depreda guiada por unas políticas concretas; lo padecen los animales no humanos. No querer verlo no soluciona gran cosa, pero nos encierra en un problema que sintetizó de forma feliz Monique Wittig: “no hay escapatoria porque no hay territorio”. Y ni las mujeres, ni las personas oprimidas vamos a poder escapar de un sistema de dominación que no se materializa en unas fronteras sino que es la definición al tiempo concreta e inasible de nuestra organización social. O lo enmendamos o lo subvertimos, pero sabiendo que no podemos aislarnos. Las representaciones, culturales en el caso del productor de Hollywood, legislativas en lo tocante al tema catalán, son quizás el único lugar posible desde el que hacerlo.