Luz en la habitación V: Mari Ángeles Pérez López

La poeta María Ángeles Pérez López.

 

La poeta María Ángeles Pérez López.

La poeta María Ángeles Pérez López.

 

A la poesía de Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) llegué por los afectos: la cadena de palabras compartidas, de redes que de pronto te ofrecen algo hermoso, una obra hermosa, una palabra fuerte que golpea como lo hacen los cantos más ciertos. Llegué a su obra porque me la dieron, “toma, lee”, y en ese rapto se mantiene mi constante afecto por una poesía personalísima que le pone al cuerpo la música de la palabra poética, que hace curvo y carnoso cada verso. Poemas para repetir, para salmodiar, para festejar. Poemas de la casa y de la carne, poemas que miran lo sencillo y lo ingente natural. Poemas que saben del dolor pero sobre todo del gozo.

 

Su obra se recoge en los siguientes títulos: Tratado sobre la geografía del desastre (México, UAM, 1997), La sola materia (Aguaclara, 1998), El ángel de la ira. Plaquette (Lucerna, 1999), Carnalidad del frío (Algaida, 2000), La ausente (Diputación/El Brocense, 2004), Atavío y puñal (Olifante, 2012). Profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca, parte de su trabajo poético tiene que ver también con el estudio y el análisis de la poesía hispanoamericana, con trabajos sobre Juan Gelman, Nicanor Parra o Ernesto Cardenal, entre otros.

 

 

 

POEMAS

 

Reclamo demorarme en cada gesto,

la lentitud feliz en las dos piernas

si tengo todo el sol sobre la nuca

y el tacto es una forma nutritiva

y exacta de sentir sobre la sangre

el viaje subterráneo de la dicha.

Reclamo malgastar cada minuto

en mover lentamente los dos pies

si el sol viene a incendiarme por las tardes

y el tiempo de la prisa es secundario,

si un momento viene en su eternidad,

su condición perenne y sin derrota.

Reclamo la imposible permanencia

de un brazo sobre el aire del verano,

el giro de una mano que se aleja

del cuerpo y se mantiene sin caer

hasta negar rotunda algunas normas

y leyes legisladas en invierno

como la de los cuerpos abatidos

contra el suelo, en el tiempo de la muerte.

Reclamo la bellísima ocasión

de estar al borde mismo de la tarde

en esta permanencia, en la fijeza

de la luz recortada contra el cuerpo

translúcido y tan lejos de su ruina.

 

Reclamo este minuto sin orillas.

A sabiendas de todo lo reclamo.

 

De Carnalidad del frío (2000)

 

 

*

 

Me declaro la ausente,

la que deja su cuerpo en cualquier sitio

como quien se abandona con cansancio

y parece mirar cada grano de arena

que cae pesadamente mientras mide

la ruidosa llegada del futuro,

pero en verdad escucha los quejidos

que los otros esparcen en el viento

como los sembradores de cizaña,

el modo en que la savia recorre como sangre

el cuerpo vegetal de las encinas

cada vez más rojizas contra el sol,

ese temblor apenas perceptible

con que los saltamontes se estremecen

en el salto encharcado por el hambre,

o la deflagración que hace estallar al hombre

y lo lanza con rabia contra el suelo

para el festín de lágrimas y pájaros

en el territorio llamado país.

Me declaro la ajena,

la que apoya sus brazos y sus hombros

contra un trozo infinito de pared

mientras tropieza lenta en cada signo

y busca ser visible-no visible,

infame paradoja en la que estar

peleando por mi trozo de dolor,

mi pan envejecido de repente,

pan ácimo y amargo en su alimento

pero tan necesario como el día

y el tiempo en el que gira el corazón.

 

De La ausente (2004)

 

 

*

 

En mi casa hay también un baúl escondido

–como en todas las otras que conozco–,

donde duerme en su ovillo,

en su silencio,

la edad de la apatía, la renuncia

a las cartas, las fotos, los retales

del tejido que hilvana nuestra historia.

En el mío aparecen cosas de lo más raro,

desechadas por orden del sentido común,

abandonadas

a su propio mutismo, discreción,

a su sola materia

en proceso comunal de deterioro,

amontonadas, regladas por el caos

que resuelve su admisión rigurosísima

en el canon oculto, en el revés,

en el nervio de la hoja que, vuelta sobre sí,

encubre su costado, su renuevo.

Como todos los otros que conozco,

mi baúl no era mío desde siempre

sino que fue heredado, sucedido

de mi abuela creciendo hasta la ermita

del vientre y del cariño,

de mi madre también, de sus tesoros,

cuando aposté y gané memoria propia

con que ir atando el hilo con su nudo

a las cosas pequeñas e insufribles

en su común destino para el fuego.

 

De La sola materia (1998)

 

 

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