Hace ya algunos años, Elvira Lindo publicó un artículo en El País, irónicamente titulado «Madres perfectas», que desató las iras de muchas mujeres. El pecado que cometía en aquellas polémicas líneas era someter a crítica los discursos, tan en boga en nuestros días, que presionan a las madres de ambos lados del Atlántico para que se entreguen en cuerpo y alma a la crianza de sus criaturas. Frente a la ideología de la «maternidad total», que ella percibía in crescendo en las nuevas generaciones, defendía Lindo a las mujeres reales, humanas, que no viven la maternidad de forma simplista –como una secta en la que hubiera que tomar posiciones irrevocables–, sino como un conjunto de intensas experiencias marcadas la mayoría de las veces por la ambigüedad y las contradicciones.
«En mi memoria están esos cuentos de Alice Munro en los que aparecen madres que leen incansablemente mientras dan de mamar y a menudo piensan en esa otra vida que se están perdiendo», escribía Elvira Lindo en aquel artículo que corrió como la pólvora y que pronto se convirtió en trending topic en foros sobre lactancia. ¿Mujeres leyendo incansablemente mientras dan de mamar?, pensé yo, rodeada de pijamitas de bebé, mientras una sonrisa iluminaba mi rostro de embarazada de siete meses.
Como la mayoría sabrá, en las publicaciones sobre maternidad actuales existen dos modelos de madre antagónicos y enfrentados que se han declarado una guerra sin cuartel. Por un lado, estarían las madres que conciben la lactancia como una religión y, por otro, las madres que se decantan por los biberones y la libertad que conllevan; de un lado de la trinchera, pelearían las mujeres que dan su vida por sus pequeñuelos y, del otro, las mujeres que están deseando recuperar su vida de antes; madres que sacrifican sus mejores años profesionales en bajas eternas frente a madres que retoman aliviadas su trabajo a las pocas semanas de dar a luz.
Nunca me he sentido identificada ni con unas ni con otras. Ni con la leche league ni con las ejecutivas que taconean en la oficina como si nada hubiera ocurrido. Y la razón es muy sencilla: ninguna de esas dos madres antagónicas es real. Se trata de abstracciones idealizadas y estereotipadas que sólo sirven para dividir a las mujeres. En cambio, desde que supe de su existencia, sentí una simpatía inmediata por esas madres que leían incansablemente mientras daban de mamar. A pesar de ser personajes de un cuento, enseguida me parecieron infinitamente más reales y humanas.
Pero, ¿qué estarían leyendo las mujeres de los cuentos de Alice Munro?, me preguntaba yo, rodeada de pijamitas, mientras avanzaba en el artículo de Elvira Lindo. ¿A Virginia Woolf, que nunca supo lo que era un bebé? ¿O un poema de Sylvia Plath, que metió la cabeza en el horno con sus hijos en la habitación de al lado? ¿O tal vez uno de esos cuentos de Edith Wharton en los que abundan las madres malignas? ¿O quizás Mujercitas, una novela falazmente infantil en el que los padres son completamente prescindibles? En otras palabras: en el libro que estaba leyendo, ¿la lectora de Munro encontraría madres como ella, atrapadas en sus mismas contradicciones? ¿Se vería reflejada en sus historias? Y, lo que es aún más interesante, ¿darían de mamar las mujeres de esos libros?
Quién sabe. En realidad no sabemos casi nada de las mujeres que amamantan ni tampoco de las que leen. Y sabemos todavía menos de las que hacen las dos cosas al mismo tiempo. Los estereotipos se han apoderado de ellas desde la noche de los tiempos, no sólo en las publicaciones y modas actuales. No hay más que echar un vistazo a la historia del arte para encontrar cientos de ejemplos de mujeres idealizadas que dan de mamar embelesadas, como en los cuadros impresionistas de Renoir. Y lo mismo podríamos decir de las mujeres lectoras. Ahí está también ese libro tan famoso, Las mujeres que leen son peligrosas, donde la idealización y embelesamiento de la letraherida no es menor que en aquellas. A juzgar por tantas imágenes, parece que los hombres han sentido idéntica fascinación por las mujeres que dan de mamar y por las que leen. Pero, que yo sepa, no existen reproducciones en las que encontremos mujeres que hagan las dos cosas a la vez. Mujeres enfrascadas en un libro –y en esa vida que se están perdiendo– con un niño al que aman apasionadamente agarrado a su pecho.
Si me gusta tanto esta imagen es porque dibuja a una madre contradictoria, distraída y concentrada al mismo tiempo, en la que vemos multiplicarse las ambigüedades: al leer mientras da de mamar, la madre alimenta, pero también sueña; está cerca de su hijo, pero también transita por tierras remotas; se hace presente con su cuerpo, pero también se aleja con el poder de la imaginación. ¿Acaso una madre no es exactamente eso? ¿Una mezcla paradójica de sueño, alimento, imaginación y deseo? Siempre tan cerca y, sin embargo, eternamente inalcanzable.
Además, me parece una imagen poderosa porque sugiere muchas preguntas divertidas e interesantes. ¿Se filtrará en la leche lo que está leyendo la madre? ¿Será ése un conducto eficaz para transmitir metáforas, personajes, realidades inventadas? ¿La sensación de fusión que conlleva el acto físico de amamantar en este caso se prolongará en el acto imaginario en el que están involucrados madre e hijo? ¿Podemos afirmar que están leyendo juntos?
Si así fuera –si uno pasara por la leche lo que está leyendo del mismo modo que pasa la nicotina o el alcohol– habría que pensarse muy seriamente lo que una va a leer cuando amamante. En ese caso sí que sería muy peligrosa una mujer leyendo. Si así fuera, la elección de los libros sería entonces tan decisiva como el color del primer pijama. ¿Pero qué digo? Sería infinitamente más importante. ¿Rosa, blanco o azul? parecería una pregunta estúpida frente a la importancia radical de estas otras: ¿Jane Austen o las Brönte? ¿Christine de Pisan o Colette? ¿Simone Weil o Simone de Beauvoir? ¿Virginia Woolf en el minuto uno, a ser posible Al faro, desde el «piel con piel»?
Cuando el 14 de febrero de 2013 nació mi hija, yo me llevé al hospital, además de los pijamitas, un novelón de casi mil páginas. Middlemarch, escrito por George Eliot –pseudónimo de Mary Anne Evans– en 1874. Ni la presión de las matronas con aspecto vikingo ni las amenazas veladas de los pediatras tuvieron el poder que tuvo ese libro para motivarme en la difícil tarea que me disponía a emprender. En cuanto llegaba la hora de la toma y me colocaba a mi hija en el pecho, abría instintivamente el libro y me disponía a enfrascarme incansablemente en su lectura. Enseguida volaba de mi realidad, transportada por la imaginación de George Eliot a la Inglaterra victoriana y a las aventuras vividas por Dorothea Brooke, su maravillosa heroína. Mil páginas leídas en lapsos de media hora –quince minutos del pecho derecho y quince del izquierdo– ocho veces al día durante cinco meses.
Creo que hay pocos momentos de mi vida que se puedan comparar en felicidad y plenitud a las horas que pasé leyendo Middlemarch. Esas horas inolvidables que pasé con mi hija –a la que llamé Leo– mientras leíamos juntas una de las obras maestras de la historia de la literatura. No sé si la leche materna es realmente tan buena e imprescindible para crecer sano como quieren hacernos creer algunos pediatras. Pero de lo que estoy completamente convencida es de que, para el desarrollo de su imaginación, el verdadero regalo será haber recibido a George Eliot desde su primer día de vida.