Un día leí en un artículo que no son los padres sino los hijos quienes deciden su propio nombre. Que las listas onomásticas y las discusiones durante el embarazo sirven de poco, pues en realidad es la niña o el niño quien envía señales inequívocas para dejar claro cómo quiere llamarse. Así, del mismo modo que elegimos a nuestra madre y a nuestro padre, también escogemos antes de nacer cuál será el nombre que queremos llevar el resto de nuestra vida.
La idea de que escogemos nuestro nombre me pareció muy seductora. Pero, durante mucho tiempo, tuve enormes dificultades para aplicarla a mi caso particular. Cristina –me decía yo desanimada mientras hacía memoria– es nombre de infanta imputada, de presidenta populista y autoritaria, de reina regente. Cristina es un nombre tan internacional como hueco. Por no hablar de su etimología y significado: como ponía en uno de esos cuadritos que colgaba encima de mi cama cuando era pequeña, Cristina significa «la esclava del señor». ¿Cómo iba yo a haber elegido ese nombre?
Ante este ejército de Cristinas tan poco inspiring, un día decidí pedirle ayuda de mi madre. ¿Por qué me llamasteis así? ¿Era el personaje de un libro que leías en aquel momento?, pregunté esperanzada. ¿Una revolucionaria francesa? ¿O una científica importante y desconocida? ¿O acaso era el nombre de una bisabuela inolvidable? Mi madre me respondió con su habitual laconismo: «Pues si te digo la verdad no tengo ni la menor idea. Si volvieras a nacer, sin duda no lo escogería».
Lo cierto es que muchas mujeres experimentan todos los días esta misma sensación de orfandad no sólo en relación con sus nombres sino también con el lenguaje y la cultura. ¿Por qué nos llamasteis así?, se preguntan tras cerrar Madame Bovary o La Odisea. ¿Qué quisisteis que nombraran las palabras «Emma», «Penélope», «Helena» o «Gertrudis»? ¿Qué deseos expresan sus nombres?
Pero, como me hizo entender mi madre con su fina ironía, somos nosotras y no los otros quienes pueden responder a estos interrogantes. «¿Por qué me llamasteis así?», me dije, quizás fuera una pregunta mal planteada. Reencontrase con nuestro nombre exigiría formular otra muy distinta: «¿Cómo me llamo?».
Yo me reencontré con mi nombre muchos años después de leer aquel artículo. Fue el día en que cayó en mis manos La ciudad de las damas, un libro publicado en Siruela que estaba firmado por una completa desconocida para mí: Cristina de Pizán.
Aún recuerdo el temblor de mis manos al abrir el libro. Como pude ir leyendo, Cristina había nacido a finales del siglo XIV y, según los estudiosos, no era solamente la primera feminista de la historia sino «el primer escritor profesional», es decir, la primera persona que se había dedicado a la escritura por dinero. Viuda desde muy joven, Cristina desarrolló una intensa carrera literaria durante el siglo XV con la que pudo mantener a sus hijos y su madre.
La ciudad de las damas, uno de los libros que más me ha gustado de mi vida, está escrito en forma de diálogo. En las primeras páginas leemos:
Sentada un día en mi cuarto de estudio, rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo costumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un hábito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansada, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores.
Cristina se refiere a las ideas misóginas que, en libros de las más variadas materias, eran defendidas por los autores de la época. Poco después de esta escena inicial, Cristina es visitada por las tres Damas (Razón, Derechura y Justicia), quienes la animan a «darle la vuelta a esos escritos» y a levantar una ciudadela desde la que las mujeres puedan defenderse: «Tú», «querida Cristina», «querida hija», le repiten, «Tú serás la elegida para edificar y cerrar, con nuestro consejo y ayuda, el recinto de tan fuerte ciudadela».
La ciudad, claro está, es el propio libro que escribe Cristina. Allí desmonta con inteligencia e ingenio las invectivas lanzadas contra mujeres dignas y cultas de todos los tiempos.
Cuando cerré el libro supe que había encontrado mi nombre. Pero, quizás, lo más importante no fue descubrir con orgullo que yo me llamaba Cristina como Cristina de Pizán, la primera escritora y feminista de la historia. Lo más importante fue encontrar esa ciudad llena de mujeres que defendían el suyo con dignidad y cultura.
Escribir –querida Cristina– tal vez sea eso. Entrar en la ciudad de las damas para defender nuestro nombre.