El amor, ese privado acontecimiento mundial
Alfred Polgar
Viendo un cuadro de Klimt: Serpientes de agua II
La puesta en escena atrapa la mirada del espectador y la conduce hacia su ángulo inferior derecho. La ondulación de las figuras femeninas en posición horizontal fluye hacia los cuatro puntos que conforman la boca, los ojos y las fosas nasales de la mujer cuya cabeza ocupa ese rincón de la imagen. Es la única que mira «a la cámara». Las líneas del dibujo son como hilos que tiran de nosotros hacia el rostro de la modelo que nos mira en una expresión que es sensual, seductora y desafiante a la vez. Los puntos de los ojos, la nariz y la boca son como los orificios de un desagüe, parecen esperar allí el vertido de los líquidos seminales que empiezan a bullir a la vista de un cuerpo desnudo de mujer, firme y apetitoso. Veamos cómo este cuadro, Serpientes de agua II (1904-1907), tal vez el más explícitamente erótico de Gustav Klimt, encierra también un trozo de historia viva de la Viena de entresiglos. Y es que esos ojos que nos miran desafiantes son los de Ea von Allesch.
(Viena, 10 de septiembre de 2015)
Orígenes
Nacida en 1875 en el barrio obrero de Ottakring (actual decimosexto distrito vienés), no es demasiado lo que se sabe de la niñez y la primera juventud de esta mujer. Su nombre al nacer es Emma Elisabeth Täubele. Su padre es un simple tornero con varias bocas que alimentar (Emma tiene otros ocho hermanos). A los 17 años, Emma empieza a trabajar en la corsetería de su hermana Antonia (primeros hilos que la unen al mundo de las confecciones de moda, aparte, seguramente, de las labores de remiendo en casa, para ayudar a su des-bordada madre). Gracias a su singular atractivo posa como modelo ocasional de varios pintores (otro hilo, esta vez lanzado al mundillo del arte). En los medios artísticos se la conoce, en alusión a su apellido, como «La Palomita» (das Tauberl): la «paloma» que ya emprende sus primeras excursiones de vuelo fuera de los patios traseros del entonces marginal distrito obrero vienés.
Pronto, también el corsé de la empleadilla de tienda empieza a quedarle demasiado estrecho a la joven Emma, así que a los veinte años da un nuevo salto en la escala social cuando contrae matrimonio, en 1895, con Carl Theodor Rudolph, un modesto librero de Sajonia que, un año más tarde, se convertirá en el padre de su única hija.
Le siguen cuatro años en Leipzig (por entonces, el encuadernado urbano hacia el que confluyen todos los hilos del mundo editorial de habla alemana) en los que asume el papel de la buena esposa pequeñoburguesa y ama de casa, con lecturas sobre historia del arte, clases de piano y de canto. Hasta que en 1898 el pequeño negocio del señor Rudolph se va a la quiebra: Emma, entonces, abandona a su marido y se establece por un tiempo en Berlín. A principios de 1899 regresa a Viena, donde acepta un trabajo como telegrafista (más hilos) y retoma su remunerado pasatiempo de posar como modelo.
Es en esos primeros años del siglo XX, más concretamente en 1904, que posa para el mencionado cuadro de Klimt. No sería ésa la primera ni la única vez:
(Hermann A. Broch de Rotthermann, el hijo de Hermann Broch, recordaría años más tarde una serie de dibujos al carboncillo con variaciones de un desnudo femenino. Son dibujos de Klimt, y la mujer de los mismos guarda un asombroso parecido con Emma.
Todo parece indicar que el propio Hermann Broch, años más tarde, intentaría vender o tasar, en nombre de su ya entonces cortejada Ea von Allesch, aquellos dibujos. El 12 de julio de 1920 le escribe Broch a Ea:
Por la mañana fui al examen de ingreso. Anduve por ahí hasta las 9 y 30. Luego estuve a verte y fui contigo hasta la Ungargasse. Luego, de nuevo, a la escuela. He estado donde Ehrenfest, y con tus dibujos donde Molitor […]; donde Politzer con los dibujos.
Oskar Molitor poseía una tienda de artículos musicales y una editorial sobre los mismos temas, pero era, además, un conocido coleccionista de arte. Siegfried Politzer era anticuario: su tienda estaba también en el primer distrito vienés, en el número 4 de la Himmelpfortgasse).
Hilos I
De las labores de remiendo y zurcido en casa (contribución doméstica a la dura vida cotidiana de una familia numerosa y pobre) al puesto de empleada de una corsetería y a la explotación del propio cuerpo como medio de vida (en este caso, hasta donde sabemos, sólo como modelo); matrimonio (probablemente de conveniencia) y separación tempranos; empleos como telegrafista y modelo, frecuentación de los ambientes artísticos y primeras incursiones en los cafés literarios vieneses.
Son varios los hilos que, en esta primera etapa, conectan a E(mm)a con el mundo moderno: hacinamiento de las clases obreras en las periferias de las grandes ciudades, búsqueda de cierto grado de independencia por medio del trabajo asalariado, primeros contactos con el mundo de la moda femenina y con el mundillo del arte (en una Viena donde los artistas de la Secesión mantenían una especie de simbiosis con el sector de las confecciones y la producción de bienes de consumo: los Wiener Werkstätte (Talleres Vieneses). Primer paso de emancipación de la casa paterna mediante un matrimonio pequeñoburgués, segundo vuelo emancipatorio con un divorcio (establecimiento por su cuenta en una gran capital europea) y retorno a la condición de asalariada: telegrafista (comunicaciones) y modelo (pintura, moda); contactos (¿también de otra índole?) cada vez más sólidos con la bohemia artística.
(Viena, 12 de septiembre de 2015)
La madeja del café
El café vienés: toda «una visión del mundo», como lo definiría Alfred Polgar en una frase que, aunque referida al más mítico de los cafés literarios vieneses (el Central), bien vale para todo un modo de interactuar en el mundillo de la cultura.
(Algunos pasajes de este texto fundamental de Polgar, Teoría del Café Central:
Sus habitantes son en su mayoría gente cuya misantropía es tan intensa como su anhelo de estar con las personas, gente que quiere estar sola, pero que, para estarlo, necesita compañía.
[…]
Hay creadores a los que sólo en el Café Central no se les ocurre nada, aunque mucho menos se les ocurre en otras partes. Hay escritores (y otros industriales) a los que solo en el Café Central se les ocurre la idea valiosa, estreñidos a los que solo allí se les abre la puerta de la redención, gente desde hace mucho tiempo sin apetito erótico que solo allí siente esa avidez.
Los asiduos al café son:
naturalezas turbias, bastante perdidas, que no cuentan con las certezas que otorga la sensación de ser la ínfima parte de un todo. […] El centralista es una persona a la que la familia, la profesión y el partido no le ofrecen esa sensación: y el café interviene como auxilio, a modo de totalidad suplementaria, invitando a sumergirse y a diluirse. [Los subrayados son míos. J. A. C.]
Polgar no puede explicarse esta serie de paradojas sino a través de «¡el fluido!»)
Los hilos de esperma
Lo que Gregor von Rezzori dice del múltiple entramado social, cultural, étnico, económico y hasta estilístico del multinacional Imperio Austrohúngaro (que, según el autor de la Bucovina ha estado unido y cohesionado siempre por «hilos de esperma»), vendría a definir, en menor escala, la maraña de relaciones que se establecen en el café vienés, y alude también a ese fluido del que habla Alfred Polgar.
Y de los atelieres de los pintores, la joven y bella divorciada Emma Rudolph da otro salto en la escala social: empieza a ser conocida como «la reina del Café Central».
[Aquí subrayo «reina» para hacer reflexionar al lector sobre las muchas reverberaciones que podría desatar la palabra: realeza, diva, carta de la baraja, ficha de ajedrez, moda, cine, sexo]
Allí (y poco después también en Berlín, entre 1905 y 1915) la admiran hombres y mujeres.
[Algunas descripciones de sus contemporáneas dejan entrever no solo un típico toque de envidia femenina, sino que apuntan –al menos en la fantasía de este articulista—a una deliciosa relación lésbica, en especial las largas temporadas que Emma pasará más tarde en la Riviera (y otros exclusivos sitios de ocio del Mediterráneo) con su amiga la aristócrata Mary Dobrzensky. (Viena, 13 de septiembre de 2015).]
Pero –como ha de esperarse de este «mundo de hombres»— la trascendencia de E(mm)a-Täuberle-Rudolph-Von-Allesch se debe sobre todo a los numerosos testimonios de los que fueron sus amigos, sus amantes o sus admiradores. La lista es larga, de modo que mencionaremos aquí solo algunos de los más importantes:
Robert Musil (escritor)
Peter Altenberg (escritor)
Alfred Polgar (escritor)
Oskar Kokoschka (pintor y escritor)
Anton Faistauer (pintor)
Franz Blei (escritor)
Paul Zsolnay (editor)
Rainer Maria Rilke (escritor)
Egon Friedell (periodista y escritor)
Eugen d’Albert (compositor y pianista)
James Henry Skene (pianista)
Victor von Dirsztay (escritor)
y, sobre todo,
Hermann Broch (el nombre con el que más se asociará hasta hoy a Ea von Allesch, su pareja «oficial» entre 1923 y 1927, el hombre con el que mantuvo los vínculos más duraderos –no siempre amorosos— hasta el final de la vida de ambos: Broch en 1951, E(mm)a en 1953).
Trotski-Hitler
Emma reside en Berlín entre 1905 y 1915 (ciudad en la que conoce a Robert Musil y a quien sería su segundo marido –quien le proporcionaría su salto más espectacular en la escala social—, el aristócrata austriaco Johannes von Allesch, compañero de estudios de Musil). En ese periodo, sin embargo, hace frecuentes viajes a Viena para reunirse con sus amigos.
Es más que probable que haya coincidido, en alguna juerga en el Café Central, con un hombre elegante y taciturno, más o menos de su edad, que ni la mira, centrado como está en alguna partida de ajedrez. Es un tal señor Bronstein. Emma, quizás, ha escuchado el rumor de que aquel elegante caballero estaba preparando la «Revolución».
¿Acaso se tropezaría allí también, alguna tarde de otoño del año 1907, con un jovencito malhumorado y de aspecto provinciano que acababa de ser rechazado en la Academia de Bellas Artes de la capital austro-húngara?
(Imaginemos por un instante la escena, un año después:
Viena, una tarde cualquiera de 1908:
Lev Davidovič Bronštejn (alias Trotski) acaba una jugada y, echando hacia atrás la cabeza, en un gesto de cansancio y satisfacción, apoya ambas manos sobre la mesa y se levanta para ir al baño de caballeros; su melena de poeta, sus gafas de armadura dorada, su bigote viril y bien recortado, su paso altivo y su aureola de «revolucionario» atraen las miradas de algunas de las damas presentes en el Central. Justo cuando va a entrar a los lavabos, la puerta se abre de golpe, un hombre sale precipitadamente y choca de frente con el recién llegado: una carpeta cae al suelo, varias acuarelas se desparraman por el mármol algo húmedo delante de la puerta del baño. El dueño de la carpeta alza una mirada furibunda hacia el elegante hombre que intenta ayudarlo a recoger las pinturas. Es un joven unos diez años más joven, también lleva bigote –aunque algo menos cuidado— y el pelo revuelto, su atuendo es el de cualquier joven de clase media de provincias venida a menos. Aunque consiguen salvar entre ambos casi todas las acuarelas, una —la que ha hecho contacto directo con el sueño, ha quedado inservible: una expansiva mancha de agua mezclada con orine diluye aun más los anémicos colores. Representa una plaza situada a pocas calles de allí, la Josefplatz, con su estatua ecuestre del emperador José II y una de las entradas al Palacio Imperial. La perspectiva es defectuosa, el trazo algo tembloroso, las casas del fondo se abomban, revelando la impericia del aspirante a artista.
De repente, cuando está a punto de iniciarse un cruce de sables de ironías y disculpas, la puerta del servicio de señoras se abre de golpe y una imponente figura femenina atraviesa el aire tenso entre los dos caballeros: su pelo rojo (como el «velo azafranado» de Eos), despide el olor de lavanda de la Casa J. B. Filz. Un cuerpo esbelto de redondeces perfectas. Cierta palidez del rostro, muy de la época, mirada felina, entre coqueta, infantil y desafiante.
La mujer pasa. El vestido –más que vestido una túnica, une robe—, despojado ya de todo corsé, deja entrever las nalgas firmes de su dueña; el ornamento del diseño es audaz, formas entre orgánicas y mecánicas. Las cabezas de los dos hombres enfrentados giran al unísono hacia el cuerpo de la mujer y se concentran en sus glúteos, hasta que la dama dobla hacia la derecha y se pierde en el salón del café. Los dos hombres (el judío y el jodío) intercambian una mirada que es primero de asombro, luego de picardía. Las facciones se relajan. Se estrechan la mano; hay un nuevo intercambio de palabras:
—Le ruego de nuevo que me disculpe –dice el caballero elegante con la melena de poeta.
—Nada que disculpar. ¿Qué más da? Esa acuarela no valía nada. ¡Al menos esta visión que acaba de cruzársenos delante me ha alegrado el día –responde el desaliñado joven, con gesto nervioso.
Los dos hombres sonríen y cada uno sigue su rumbo. No volverán a verse ni a cruzarse.)
Emma Rudolph, en esa escena imaginaria, habría atravesado y cortado por un instante, con su belleza seductora, su atuendo y su perfume, su aire de mujer liberada, el hilo ya por entonces cada vez más tenso entre las dos polaridades que colisionarían de nuevo, poco después, con consecuencias mucho más devastadoras que el estropicio causado a una mala acuarela.