I
La noche en que di a luz a mi primera hija nevaba con fuerza. Y, con idéntica violencia, yo pellizqué en el brazo a una matrona. Se llamaba Madame Flink y era una luxemburguesa vigorosa que no se andaba con chiquitas. Fue hacia las tres de la madrugada. Mi bebé gritaba histérica y ella entró en la habitación para preguntar a qué se debía semejante llanto. Nosotros –padres primerizos completamente perdidos en la noche invernal de un país extranjero- la miramos sin saber qué responder. No teníamos ni la menor idea. ¿Cómo íbamos a saberlo? Leonor, nuestra hija, era poco menos que el primer recién nacido que habíamos visto en nuestra vida. Madame Flink no perdió el tiempo y, con tono de superioridad, dijo que me la iba a poner al pecho. Nunca olvidaré la sensación de avasallamiento seguida de intenso dolor que me produjo. Fue mucho peor que los dolores del parto. Yo apenas podía moverme, pues había sufrido una cesárea de urgencia que me tenía postrada. Hasta el momento había vivido la maternidad en posición vertical. Tenía una sed horrible y me dolía mucho la herida. Llevaba cuarenta horas sin pegar ojo. Pero, aún así, tuve energía suficiente como para gritar mucho más alto que en la sala de parto. Y para pellizcarla con todas mis fuerzas.
Luego, claro está, me deshice en lágrimas.
A la mañana siguiente –es una manera de hablar, pues no hubo “mañana siguiente” hasta pasado mucho tiempo– me atormentaba la idea de haber perdido los nervios y haberla pellizcado. Estaba claro –pensaba culpabilizada– que mi temperamento me jugaba muy malas pasadas allá a donde iba y que me hacía sufrir invariablemente. No se me podía llevar a ningún lado. Hoy veo las cosas de modo completamente distinto. Veo ese gesto como una forma de resistencia. Y también como una especie de pistoletazo de salida. Fue como si en el preciso instante en que pellizqué a Madame Flink las manecillas de los relojes del universo se pusieran a cero y la vida acabara de dar comienzo.
Tres días después –sigue siendo una forma de hablar, pues ahora la nueva vida ya no tenía ni días ni noches– seguía en el hospital y soñé que tiraba a un bebé por la ventana. Lo lanzaba a la inmensidad del universo estrellado. La escena recordaba a uno de esos cuadros inquietantes de Dorothea Tanning. No fue un sueño violento ni triste, pero al despertar estaba bañada en los sudores típicos de las pesadillas. A mi lado, en la cunita de metacrilato, descansaba tranquilamente Leonor. Me bajé como pude la cama y me colé entre las sábanas donde dormía mi marido. Me acurruqué junto a él. Sorprendido, sin abrir los ojos, me preguntó que qué pasaba. “Que tengo miedo”.
Cuando ahora pienso en estos dos momentos iniciales –el pellizco y el terror nocturno– me asombra todavía más todo lo que vino después. Y es que, en contra de lo que esos primeros instantes marcados por el nuevo reloj parecían presagiar, después no estaba esperándome ni la depresión postparto ni la locura. Todo lo contrario. Estaba esperándome una experiencia portentosa: la conquista de la maternidad. Sólo encuentro una palabra para describir el camino que va desde el pellizco a Madame Flink hasta el día en que, con quince meses, mi hija dijo claramente y con sentido “mamá”: un milagro.
II
Durante el embarazo me negué en redondo a leer libros sobre crianza. La propia palabra “crianza” me causaba ya un cierto rechazo, pues me parecía que estaba envuelta en un tufillo retrógrado. Con estos libros que me recomendaban mis amigas con su mejor intención tenía una relación parecida a la que mantuve en mi juventud con el manual de conducción: siempre encontraba algo más interesante que leer. Lo cierto es que nunca me saqué el carnet de conducir y tampoco me identifiqué jamás con lo que se decía en esos libros de crianza. Además, la mayoría estaban escritos por hombres –sobre todo pediatras– y eso me ponía en guardia inmediatamente. Sospechaba lo que luego tendría tiempo de confirmar: que la experiencia de la maternidad seguía estando atrapada en discursos masculinos.
Tampoco asistí a ningún curso de preparación al parto. Estos sí que los busqué, pero en Luxemburgo no existían o yo no los encontré. Sólo pudimos apuntarnos a un curso teórico, una especie de reunión de grupo liderada por la propia Madame Flink en la clínica ginecológica. Recuerdo que ella trajo un muñeco y comenzó a explicarnos lo que ocurriría el día del parto. El número de contracciones, la intensidad del dolor, el tiempo que podía pasar entre la rotura de aguas y la salida del bebé al exterior. Yo tomaba notas frenética y cuando no entendía algo –por la lengua o por lo increíble de la información- levantaba la mano y preguntaba. Recuerdo que al final de la sesión Madame Flink se puso de cuclillas y empezó a explicar el camino que recorrería el feto por nuestro cuerpo hasta encontrar la salida. Manipulaba el muñeco para explicarse mejor. Cuando en su relato, a mis ojos inverosímil, la cabeza del muñeco alcanzó el cuello del útero mi marido me susurró que se iba a desmayar. Yo estallé en una sonora carcajada. Madame Flink interrumpió su explicación y nos preguntó que si nos parecía gracioso lo que estaba contando. La miramos sin saber qué responder.
En cambio me sentí muy reconfortada cuando encontré a Elizabeth Badinter. Compré su libro Le conflit, la femme et la mèreen la librería de la estación de Estrasburgo, la ciudad en la que trabajo. Estaba embarazada de seis meses. Lo leí compulsivamente durante las dos horas que dura el trayecto de regreso a Luxemburgo. Aquella mujer desmontaba el mito del instinto materno y desenmascaraba el origen conservador de la famosa leche league, la neosecta de madres amamantadoras a la que una amiga, de nuevo con su mejor intención, me había invitado a unirme. Lo que me encantaba del libro de Badinter es que aportaba cifras a sus argumentos y situaba histórica y culturalmente todo lo que decía. En sus manos, los discursos sobre la maternidad me parecían más auténticos y más liberadores. Sobre todo me interesó el modo en que demostraba que los países en los que existe menos presión sobre las mujeres para desempeñar su rol de madre –como Francia, donde ni siquiera existe la baja de lactancia- son, precisamente, los que tienen una de las tasas de natalidad más altas de Europa. Otros, como Alemania o Japón, donde las mujeres tienen más derechos y ayudas sociales pero también están sometidas a más presión ideológica como madres, se encuentran, paradójicamente, a la cola de natalidad.
Badinter me enseñó, en definitiva, una diferencia fundamental: que no es lo mismo una política familiar que una política feminista. Y que no debemos dejar que nos den gato por liebre. Las políticas familiares –como las que existían en Luxemburgo o reclamaban las integrantes de la leche league– están encaminadas a reforzar nuestro rol de madres dentro de la sociedad. A ayudarnos para que desempeñemos del modo más eficaz posible nuestro papel reproductor y de ángel guardián de la casa. Las políticas feministas, en cambio, están encaminadas a apoyar no a la madre sino a la mujer para que ésta pueda desempeñar distintos rolesen la sociedad. En otras palabras: las políticas familiares ensanchan la brecha entre hombres y mujeres mientras que las políticas feministas luchan por la igualdad entre ellos. La extensión de la baja maternal y las ayudas económicas para quedarse en casa son, por ejemplo, políticas familiares. Las guarderías públicas gratuitas, la ayuda económica para contratar niñeras a domicilio y el fomento real de que sean los padres los que tomen el relevo y extiendan la baja son, en cambio, políticas feministas.
Seguí leyendo a Elizabeth Badinter cuando llegué a casa. Mientras mi marido se lavaba los dientes, desde la cama yo cantaba victoriosa cifras, tasas y fechas a voz en grito. ¡Francia es el país donde menos mujeres piden reducción de jornada! ¡En Japón las guarderías cierran a las dos de la tarde! ¡En Francia existen nodrizas de alquiler desde el siglo XIII! ¡En Alemania te guardan tres años tu puesto de trabajo!
Aunque desde luego Badinter era de mi tribu y recomendaría su lectura a toda mujer que busque un poco de verdad y de historia en los discursos sobre la maternidad, había algo que no me terminaba de convencer del todo. No eran sus ideas, con las que estoy completamente de acuerdo, sino que algo me hacía sospechar que las cifras y las fechas –la verdad histórica vaya- no serían de gran ayuda en la lucha que me esperaba una vez que mi bebé –y no ese muñeco de Madame Flink- alcanzara el cuello del útero. Todavía tenía que encontrar a Julia Kristeva y su comprensión del amor materno como pasión.
III
Lo cierto es que todas las cifras, ironías, miedos, aseveraciones, ensoñaciones y demás emociones filtradaspor lo mental –¡ay, esa luna que tengo en géminis!– se fueron simple y llanamente a freír espárragos cuando, a los tres meses, fui a hacerme la ecografía de la semana 12. Yo, tan feminista e intelectual, tan celosa de mi libertad y movimiento, me creía que iba tan tranquila, incluso un tanto escéptica (sinceramente, no había dormido en toda la noche y estaba como excitada, pero, por supuesto lo atribuía al artículo sobre Vila-Matas que había entregado esa misma noche para una publicación importante). Bueno, como decía, cifras, miedos e ironías se fueron literalmente a freír espárragos cuando el Dr. Borsi puso el gel congelado en mi tripa y allí estaba –en esa cueva mística que es el útero– la imagen más absolutamente maravillosa que he visto jamás.
Un pequeñito ser que, durante esas mismas semanas en que yo había leído compulsivamente a Elizabeth Badinter, había realizado un viaje mucho más milagrosos y difícil que el mío: un viaje hacia la vida. Un viaje para el que se requiere una valentía gigantesca, de otro mundo. Aquí estaba el verdadero milagro de la vida, el milagro del otro: como diría el filósofo José Luis Pardo, otroser humano viene a desmontar nuestras ficciones, los relatos que nos hemos contado sobre nosotros mismos, viene, en definitiva, a mostrarnos que ser humanoes, precisamente, estar abierto a lo otro y dejar que nos desmonten nuestras ficciones. Viene a desarmarnos –y esto ya no es de José Luis Pardo– a recordarnos que el amor siempretriunfa sobre la muerte, porque el amor es el camino.
Al volver a casa, me miré en el espejo con alegría. No me vi vieja, sino, qué extraño, muy joven y muy mayor al mismo tiempo: cosas de esta nueva temporalidad que las mujeres sabemos que existe. Como Alicia en el País de las maravillas, estaba creciendo y menguando al mismo tiempo. Y entonces vino a mi cabeza una frase de la Señora Dalloway, el personaje de Virginia Woolf, al final del libro: «Ningún placer podía igualar, pensó, mientras enderezaba las sillas y volvía a colocar un libro en la estantería, al de haber acabado con los triunfos de la juventud, haberse perdido en el proceso de vivir, para volver a encontrar la vida, con un sobresalto de placer, al salir el sol, al morir el día».
Cristina Oñoro Otero nació en Madrid en 1979. Es doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y licenciada en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Ha desarrollado su trabajo como profesora e investigadora en universidades de España, Italia, México y Francia, país donde ha sido Investigadora Postdoctoral del programa IDEX (Initiatives d’excellence) en la Université de Strasbourg. Actualmente es profesora de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid. Compagina su trabajo universitario con la gestión cultural y, en este ámbito, ha colaborado con instituciones como la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, la Fundación Mapfre o la Casa de Velázquez. Ha sido coordinadora del Taller de Escritura creativa de la Fundación Complutense (2003-2008), dirigido por Antonio Garrido. Es autora del libro Enrique Vila-Matas. Juegos, ficciones, silencios (Visor Libros, 2015) y del volumen didáctico Todo lo que hay que saber sobre cultura (Taurus, 2010). Ha publicado trabajos de crítica literaria en volúmenes colectivos y revistas especializadas como Ínsula, Quimera, Signa o Blusa. Sus poemas han aparecido publicados en el libro colectivo Voces Nuevas (Torremozas, 2015) y en la web La Tribu de Frida, donde por otro lado desarrolla una sección ensayística de relecturas en clave feminista. Cristina Oñoro es una de las autoras antologazas en el libro La Tribu (La Señora Dalloway, 2016), editado por Ángelo Néstore y Carmen G. de la Cueva.