Mary Anne Webster, la mujer más fea del mundo

 

 

 3.

 (una de los nuestros)

 

Mary Ann Webster nació a las afueras de Londres en 1874. Nunca fue una chica guapa, pero su mirada tranquilizaba a los ancianos del hospital donde trabajaba. Otras enfermeras llevaban la falda ceñida y se ruborizaban ante los guiños de los cirujanos. Pero ella no. Jamás se tuvo que preocupar de que ningún pellizco asaltara su trasero al cruzar los pasillos. Y eso no era malo del todo. Sabía mirar con afecto y era una buena mujer. Algo tendría cuando Thomas Bevan decidió casarse con ella. Un poco tarde, murmuraban las compañeras el día que se despidió. Porque hace cien años casarse con veintinueve era haber esperado demasiado. Vale. Pero Thomas decidió darle hijos y un apellido nuevo.

            Y los pasillos de los hospitales fueron apagando las luces, lejos.

            Así la vida fue dando pasos de bebé por la nueva casa y Mary Ann disfrutaba de la rutina. Eso de ser una familia normal, con su ruido de vajillas y su silencio cómplice. Todo iba bien, hasta que todo cambió para siempre. Esa mañana sintió los primeros dolores. Como si hubiera un ejército dentro de su carne intentando arrancarle la piel. Se miró desnuda al espejo y vio por última vez un cuerpo que ya nunca sería igual. Su cuerpo dolía y se transformaba. Y dolía mucho.

            Algo raro ocurría con ella. Algo feo.

            Al principio los médicos no terminaban de explicarle qué era. No tenían ni idea, y la derivaban a uno u otro sitio.  Los analgésicos calmaban los dolores, pero no impedían que su cuerpo creciera. Otro ser creciendo encima de su carne. Le pesaban los párpados y su rostro era una máscara de cera derretida, hinchada, monstruosa. Un ser que la devoraba poco a poco. Cada día. Cada noche. Thomas la cogía de la mano y le prometía que aquello se iba a solucionar. Pero mentía. No había solución. Mary Ann Bevan tenía acromegalia, y nadie había inventado un remedio para eso. Aquello era para siempre: una vida de dolor y deformación.

            Y entonces Thomas murió.

            Dejándola triste, pobre y fea. Y con cuatro hijos que alimentar. Piedras en las ventanas, insultos en el colegio. Eres fea, Mary Ann. Eres lo más feo que ha pisado las calles de Londres. Fea. Fea. Una aberración de Dios. Un monstruo. Sin remedio. Risas en el mercado, murmullos en la escalera.

            Y el mundo girando.

            Así. El siglo XX se quitaba el polvo de las bombas de la chaqueta. Acabada la guerra que los mataba a todos por igual, la gente sentía, otra vez, la necesidad imperiosa de recordar quién era. Poder decir: soy yo, y ser yo es también ser como los demás, parte de la confortable normalidad. La atonía del equilibrio. Esa gente necesita monstruos a los que señalar y de los que mofarse. Necesita sentir que no son ellos. Que la maldición los ha esquivado. Que lo anodino es su marca. Así de simple, siempre. Alguien entra en El Prado y sonríe ante la Magdalena Ventura de Ribera: mira, es una mujer con barba negra y cara de viejo, y le da de mamar a un niño. En ese momento se siente más seguro. Como delante de un programa de telebasura, la jaula llena de enfermedades amaestradas. Lo necesitan, y están dispuestos a pagar por ello.

            Mary Ann Bevan apenas tiene unas monedas sobre la mesa y lee una y otra vez un recorte de periódico amarillo. Al otro lado del océano hay otra mujer gigante sosteniendo una antorcha. Alguien organiza un concurso para decidir quién es la mujer más fea del mundo, y el premio son unos cuantos dólares. Ella es viuda y pobre. Sus hijos tienen hambre. Así que traza una línea con sus dedos deformes entre su casa y los Estados Unidos, pide algunas libras para el pasaje y se va. No es una huida, es la única forma de plantar batalla. El dolor y la metamorfosis no van a cejar nunca, habrá que seguirles la corriente. Y así es. El jurado del premio jamás ha visto algo así.

            Mary Ann Bevan, eres la mujer más fea del mundo.    

            La gente aplaude y una orquesta toca una marcha cómica entre confeti y petardos. Le colocan una corona brillante y un telón de carcajadas. Qué más da. Venid a verme, piensa. Venid a reíros si queréis, a decir: tú no eres yo y me alegro. Haced lo que queráis, pero dejad unas monedas a mis pies.

            Como una diosa antigua, en la tierra del sueño de Coney Island. En naipes y periódicos. Recorriéndose las ferias de la joven América. Junto a enanos y mujeres siamesas. Compartiendo cartel con el hombre del cuerpo tatuado con escamas y la lengua bífida, en la misma caravana que el músico sin piernas ni brazos y el tipo que gira su cuello trescientos sesenta grados. Una más. La emperatriz del espanto. Una noche proyectan Freaks de Tod Browning en una sábana del campamento y ella ríe como una niña durante la escena de la boda. Gobble, gobble. Una de los nuestros. Al día siguiente la función es real. Toda esa gente ignorante alimentándose del escarnio. Alguno recordando a los monstruos que en otros tiempos no había lugar para ellos. Unas piernas cerradas a tiempo, un niño sin ojos abandonado en el bosque. Pero ahora están las ferias de fenómenos y el reguero de monedas que dejan a su paso.

            Y Mary Ann Bevan forma parte de eso.

            A veces recuerda la mano de Thomas sobre la suya.

            El tiempo es un monstruo más cruel.

            La mujer más fea del mundo a veces se mira desnuda al espejo y recuerda lo que fue hace años. Recibió la herencia podrida de los dioses. Y qué. El día que soportó que el reflejo le devolviera la mirada supo que no había escapatoria. La herida es un arma. Y su mirada seguía siendo la misma que calmaba a los enfermos.

 

                                                                              (fragmento de un libro inédito)

 

 Por Raúl Quinto: El interior del vértigo.

 

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