Pasamos las fiestas del Pilar sin salir de un virus constante. O sin que el virus salga de nosotras. Tienes tos y mocos. Luego parece que estás mejor. Al día siguiente tienes fiebre. Después, diarreas. Y nosotros también tenemos todo lo que tu tienes, por solidaridad progenitora. Tu tía te compra un traje de baturra de segunda mano por quince euros. Se quiere vestir contigo. Vamos a Río y juego, el espacio más bonito de todo el programa de fiestas. No te ríes, no juegas. Tienes fiebre. Tu abuela se ha roto la muñeca y va con el brazo escayolado. Tú no entiendes qué pasa, pero sabes que algo es distinto. Por eso, cuando la ves, la abrazas. Hasta ahora no lo hacías con tanta efusividad. Pasamos más ratos de los habituales en casa. Juegas con tus juguetes, pides brazos, coges tus libros o sacas los nuestros de las estanterías. Te encanta hacerlo. El otro día tus abuelos fueron contigo a una tienda. Había juguetes y libros. Pasabas de los juguetes y te volvías loca con los libros. Tu profesora me dice que te gustan mucho los cuentos, y me pregunta si hacemos algo especial para haberlo conseguido siendo tan pequeña. No, sólo leemos. Conjugamos el verbo para que nos imites. Yo leo, tú lees, ella lee, nosotros leemos. Ya está. Nos compramos libros y te compramos libros. Sólo eso. Desde que has empezado la guardería, comes regular y duermes peor. Por los virus, por los mimos, por lo que sea. El otro día, mientras te daba de comer, cogiste tú otra cuchara y te la ibas metiendo en la boca. Te hacía gracia y así fuiste comiendo. Tú sola. Te haces mayor a portazos, a esdrújulas, a kilos, a mares. El próximo lunes empiezo a trabajar. Me presenté a unas oposiciones hace diez años y me llaman ahora. Después de tanta precariedad, voy a ser funcionaria. Así es esta puñetera vida, Carmela. De eso quiero escribirte hoy. De eso necesito escribirte. Quiero contarte cosas.“Aprender a vivir es aprender a nombrar”, dice Luisgé Martín en El amor del revés. Te preparo unas palabras, como te preparo la comida, para que las tengas listas cuando puedas venir a por ellas. Y las puedas leer y nombrar y aprender. Quiero contarte cosas. Nos moriremos. Verás morir. Yo tengo que prepararme para sufrir por lo que te pase y para verte sufrir. No puedo ponerte esquineras a todas las cosas de la vida. Joder, cómo duelen los hijos por adelantado. Duelen por lo que pueda pasarles aunque no les esté pasando nada. Tendrás que acostumbrarte a convivir con ausencias. Eso forma parte de la vida. Dejarás de escuchar una risa, una voz y el sonido de unas llaves cuando van a abrir la puerta. Pasarás del ruido al silencio. Un silencio que te estallará por dentro. La carencia es un perfume asfixiante que lo impregna todo. Perderás una manera de ser abrazada, unas conversaciones, unas miradas. Se te agarrotará el cuerpo de miedo. Y un vacío inmenso se te quedará metido como si fueras uno de esos paquetes que se envasan sin aire. La pena te rascará la piel hasta que toda tú te conviertas en heridas. Creerás que el dolor se ha hecho una casa en ti y vivirá allí para siempre. Y puede que sí. Pero también puede que aprendas a vivir con el dolor como una aprende a vivir con sus debilidades, con su colesterol o con sus problemas de espalda. Y que, poco a poco, el recuerdo de quien se ha ido vaya ganando paso a la pena. Porque te quedarás con todo lo vivido. Lo vivido es nuestro. Llevamos con nosotros el amor que hemos tenido. Como si fuera otro hueso más o el hueso principal que nos hace levantarnos cada día. Te parecerá imposible volverte a reír a carcajadas, y, de repente, te verás así. Te acordarás de un gesto y recordarás con ternura y con una sonrisa. Podrás hablar de la ausencia sin echarte a llorar. Conseguirás recordar sin que te escueza hasta punzarte el aliento. Y tú, que ya te habías muerto un poco, te volverás a sentir viva. Esta semana ha fallecido mi tío Javier, tu tío abuelo Javier. A veces hay cosas que no se quieren contar, pero son, Carmela, pasan. Suceden y duelen. Quería contártelo.