por María Yuste
Viernes, 30 de enero de 2015
—Dicen que llueve, que llueve, que llueve y luego no llueve.
Esta ciudad es una mina de buenas frases sobre el tiempo. En especial, sobre lo que no sucede nunca como la lluvia, la nieve o el frío. Hoy he salido a la calle sin batería en ningún aparato electrónico que pudiera aislarme del mundo y esto es lo que he escuchado:
Adolescente hablando por el móvil:
—Tío, te confirmas una vez en la vida y en vez de irte de fiesta, ¿coges y te vas a una casa rural?
Conversación entre dos mujeres de mediana edad:
—… y el último día de vacaciones me lo cogí para llevar al niño al médico.
Una chica joven muy preocupada a su amiga:
—Madre mía, cómo me he venido arriba con el regalo de mi novio… ¡Si no tengo un duro!
Una señora a otra señora:
—Cómo siento la muerte de tu marido…
—Pues no lo sientas tanto porque me he quedado en la gloria.
Mientras paseaba y escuchaba todas estas joyas pensaba que tal día como hoy, hace un año, estaba en Madrid. Había vuelto a la ciudad por primera vez después de muchos años y, superadas las ideas que en mis viajes de adolescencia me la habían vendido como un lugar de ensueño, esta vez encontré la capital mugrienta y decepcionante. Además, una semana antes de mi viaje, un hombre me había seguido por la calle con oscuras intenciones y, a pesar de haber conseguido librarme de él a tiempo, aquello me había sumido en algo a lo que Jack Kerouac se refiere al principio de en On the Road como “my feeling that everything was dead”.
Me encontraba en Madrid para asistir al ciclo “¿Literatura alternativa o alternativas a la literatura?” en La Casa Encendida donde Tao Lin presentaba su último libro, Taipéi, y donde, al día siguiente, Luna Miguel, Antonio J. Rodriguez, Carlos González Fuertes y yo participábamos en una mesa redonda sobre alt lit, blogs, Internet… y el concepto de generación.
Estaba alojada en un buen hotel en pleno centro de Madrid pero no salía más que por las noches para ir a La casa Encendida con Luna y Antonio. Durante el día me quedaba tomando notas con la televisión puesta en silencio, leía el libro que me había comprado en La Central de Callao o veía los 40 TV acostada en la cama. Y si alguna vez intentaba salir, lo sentía forzado y acababa volviéndome pronto a la habitación. Era como estar dentro de la película Lost in Translation en la que el hotel en el que se alojan dos extranjeros en Japón puede interpretarse como una metáfora. En ella, Tokio representaría el mundo exterior: ruidoso, impredecible, extraño… y el hotel sería el refugio en el que ambos se aíslan, encerrados en sí mismos. Y ninguno siente la necesidad de salir al exterior porque fuera se sienten desorientados y perdidos.
El día de la presentación de Taipéi no cogí auriculares para la interpretación simultánea y estaba tan nerviosa que no entendí absolutamente NADA de lo que dijo Tao Lin. Después cenamos todos juntos. En realidad, Tao se quería ir al hotel pero las organizadoras querían que se quedara y él, muy correcto, tampoco se hizo de rogar. De la obsesión en sus libros por lo orgánico, yo había dado por sentado que sería vegetariano así que me sorprendió mucho cuando fue el único en pedir pato.
Los componentes de la mesa redonda terminamos la noche en el mejor antro cutre y sucio del mudo, el “Simpatía latina II”. El bar lo llevaban dos mujeres centroamericanas que lidiaban con dulzura y mucha paciencia con una clientela compuesta exclusivamente por gente que estaba allí porque no tenían donde caerse muertos. El televisor retransmitía un partido repetido y la música del local era el audio del programa Tu cara me suena. En la barra una mujer canturreaba en voz alta la misma canción todo el tiempo y, al otro lado, dos borrachos intentaban pelearse sin éxito porque, de tan borrachos que iban, no atinaban a pegarse y se tenían que agarrar a la barra para no caerse. No sabíamos bien por qué discutían pero, en un momento dado, escuchamos a uno decirle al otro algo tan triste como que en la cárcel estaba mejor. Me reí muchísimo aquella noche y yo no sé de qué me reía pero no podía parar. Bebí tanto que cuando llegué al hotel no supe abrir la puerta del cuartode baño y eso también me hizo mucha gracia.
Al día siguiente volví a casa en un tren muy lento atravesando, con una resaca insoportable, los páramos de Castilla.
M.