Diario de una joven de provincias IV

por María Yuste

Miércoles, 28 de enero de 2015

 

A veces si escribo mucho y muy seguido empiezo a sentirme vacía. Anoche, cuando me acosté, estuve llorando. Me acordé de un pasaje muy bonito de Cómo debería ser una persona, el libro de Sheila Heti que iba para obra de teatro y acabó convirtiéndose en la historia de cómo no fue capaz de escribirla. En él, Sheila reflexiona sobre muchos aspectos de su vida y del proceso creativo. Y en ese pasaje en concreto, divide el mundo en dos tipos de personas; los que van vestidos y los que están desnudos:

 

La mayoría de la gente vive toda su vida sin quitarse la ropa e incluso si quisieran quitársela, no podrían. Y luego están los que no pueden ponérsela. Son los que viven la vida no como personas sino como ejemplos de personas. Ellos están destinados a exponer cada rincón de su ser para que el resto pueda saber lo que es ser humano”.

 

Por supuesto, no es que yo me considere a mí misma un ejemplo de nada, pero creo que esa metáfora está estrechamente ligada a lo que yo siento al escribir y a ese vacío posterior. Esta mañana, al despertarme, aún me sentía rara pero luego se me ha pasado. Mi hermana ha venido a despedirse porque se iba de viaje a Zaragoza. Le he pedido que me traiga una estampita de la Virgen del Pilar porque he decidido que quiero empezar una colección de estampitas de vírgenes de todo el mundo. Mi madre ha visto en ello signos de una fe incipiente que la ha puesto muy contenta pero, simplemente, es que me gusta lo kitsch de la iconografía religiosa, del mismo modo en que me fascinan los bazares chinos, los antros cutres y los centros comerciales en decadencia.

De hecho, no se me ocurre un lugar mejor para una cita que un centro comercial pasado de moda que aún conserve al menos una sala de cine abierta. Hoy he andado hasta el que estuvo de moda durante mi infancia porque quería comprar unas sábanas de oferta en Carrefour. Hacía, por lo menos, diez años que no iba por allí. De pequeña, era lo único que se nos ocurría hacer los fines de semana. Ahora los chorretones de mugre resbalando por la pared alrededor del letrero de Toys R Us me han recibido con el atardecer de fondo. Andando por los pasillos medio vacíos del centro, he acabado divagando por los de la memoria hasta los famosos diarios que intenté escribir de niña. De todas las páginas que tiré, tan solo hay una que recuerdo haber escrito. La última de todas de un diario verde estampado en hadas rosas. Lo recuerdo porque también fue la última página que tiré. Los hechos narrados sucedieron quince años antes en ese mismo centro comercial cuando fui con mi padre al cine, ahora convertido en un gimnasio-spa, a ver La Bruja de Blair y luego cenamos en el primer McDonald’s de la ciudad, ahora vacío y libre para alquilar. Es el último recuerdo bonito que tengo de mi padre antes de morir. Y uno de los pocos que sobreviven en mi memoria en general. Apenas un vago recuerdo de aquella tarde, un par de flashes, no más, porque mis recuerdos los mandé a quemar en un vertedero. Pero esta ciudad es la arqueología de mi memoria.

Por cierto, me gustaría añadir algo que ayer se me olvidó decir a propósito de la luz del mediterráneo y nuestro sol postapocalíptico y es que eso hace que aquí muchas calles huelan a mierda reseca.

M.

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