De 1979 a 1989 un millón de soldados soviéticos participaron en una devastadora guerra en Afganistán que no solo se cobró 50.000 víctimas, sino la juventud y la humanidad de muchas decenas de miles más. En Los muchachos de zinc (1992), la periodista Svetlana Alexievich logró dar voz a la trágica historia de aquella guerra. Lo que emergió de sus páginas fue una historia coral que sorprendió por su brutalidad y reveló sus similitudes con la experiencia norteamericana en Vietnam, un parecido que Larry Heinemann describió de manera conmovedora en la traducción al inglés del libro.
Los soldados muertos eran devueltos a casa en ataúdes de zinc sellados (de ahí el título del libro) mientras el Estado negaba la existencia misma del conflicto; incluso hoy en día la sociedad rusa sigue rechazando conmemorar el denominado Vietnam soviético. Muchachos provocó una mezcla de controversia e indignación cuando fue publicado por primera vez en la URSS, y fue tildado por periodistas afines al régimen como un “libro lleno de calumnias y fantasías” y un “coro histérico de ataques malintencionados”.
Su autora, la ganadora del Premio Nobel de literatura de 2015, Svetlana Alexievich, nació en 1948 en la ciudad ucraniana de Ivano-Frankovsk. Tras la desmovilización de su padre del ejército, la familia regresó a su nativa Bielorrusia y se instaló en un pueblo donde ambos padres trabajaron como maestros. La joven Svetlana dejó pronto el colegio para trabajar como reportera en el periódico local de Narovl. Comenzó así una carrera periodística que cubre la catástrofe de Chernobyl, la guerra soviética en Afganistán y muchos otros eventos, a través de historias y reportajes basados en miles de entrevistas con testigos. Fue perseguida por el régimen dictatorial de Lukashenko, que la obligo a exiliarse en 2000. Residió en París, Gotemburgo y Berlín, hasta regresar a Minsk en 2011.
La revista Granta en español, a cargo de Valerie Miles y Galaxia Gutenberg, ofrece, en su tercer número de otoño de 2015, un fragmento de Los muchachos de zinc, en traducción de Irene Oliva Luque. Se nos ofrece el testimonio en primera persona de una esposa (“[el ataúd] estaba precintado, así que no pude besarlo por última vez (…) hablaba simplemente con el ataúd, como una loca”); un responsable de prensa (“Siempre mataban primero a los héroes de ojos azules”); una enfermera (“No debíamos sentir compasión pero la compasión era lo único que hacía que todo tuviera sentido”); una madre (“Planté campanillas de invierno para tener un mensaje de mi hijo (…) Llegan desde él hasta mí, desde allí abajo”).
Suficiente para que Alexievich logre arrebatar del agujero de la memoria la verdad no solo de la guerra de Afganistán sino de cualquier guerra: la belleza que convive con lo salvaje, el asesinato y la mutilación, la vergüenza de regresar a una vida destrozada. “Así es como yo escucho y veo el mundo, como un coro de voces individuales y un collage de detalles cotidianos” ha declarado la periodista. Las mujeres y hombres que expresan sus pensamientos y experiencias en Los muchachos de zinc no necesitan presentación: saben hablar por sí mismos. Podrían ser cualquiera de nosotros.