Una locura cotidiana

Elisabeth Bishop (Worcester, 1911- Boston, 1979) quería estudiar medicina, de hecho, se había matriculado en Cornell Medical School, pero entonces un bibliotecario le presentó a Marianne Moore –su admirada poeta- y ella la disuadió de convertirse en médico porque su verdadera vocación era la escritura. Elisabeth se quedó huérfana de padre a los ocho meses y, poco después, su madre fue ingresada en una clínica psiquiátrica y nunca más volvió a verla. Ella se crió con sus abuelos en Nueva Escocia. Los parajes de su infancia serían idealizados, posteriormente, en sus poemas. Ya saben, la infancia es el paraíso del que perdimos la llave y Elisabeth era capaz de regresar a él, como tantos otros escritores, a través de sus poemas. Además de poeta, traductora y conferenciante, Elisabeth Bishop fue una mujer viajera que vivió en Europa y América Latina y fue amiga de Robert Lowell, T.S. Eliot, Pablo Neruda, Octavio Paz y Ezra Pound.

 En España podemos encontrar sus poemas reunidos por la editorial Igitur y un curioso volumen de ocho relatos autobiográficos que lleva por nombre Una locura cotidiana (Lumen, 2001).

““Mi padre había fallecido, mi madre enloqueció cuando yo tenía cuatro o cinco años. Y los miembros de mi familia, creo que estaban tan desolados por esa pobre niña que intentaron ayudarme en todo lo posible. Y creo que lo consiguieron.”

— Elisabeth Bishop

 La vocación de Elisabeth se despertó muy tempranamente. Cuando en la adolescencia estudiaba en un colegio de Vassar fue compañera de la futura novelista Mary McCarthy con la que fundó la revista literaria Con Spirito donde llegó a entrevistar a T.S. Eliot. Pero fue a los 23 años cuando le llegó el momento decisivo: la poeta Marianne Moore a la que ella le había escrito cartas llenas de admiración, la citó en la Biblioteca Pública de Nueva York. Ahí empezó todo. Elisabeth lo rememora en un poema que le dedicó a Marianne “Invitation to Marianne Moore”. Aquí un fragmento:

Podemos sentarnos y llorar; podemos irnos de compras,

o jugar a equivocarnos constantemente

con un valioso conjunto de vocabularios,

o podemos deplorar con valentía, pero te lo ruego,

te lo ruego, ven volando.

Con dinastías de construcciones negativas

que se oscurecen y mueren a tu alrededor,

con la gramática que de repente gira y brilla

como bandadas de lavanderas en vuelo,

te lo ruego, ven volando.

Si tenéis oportunidad de tener este libro en vuestras manos, no lo dudéis. Aquí os dejo el comienzo de uno de mis cuentos preferidos:

En el pueblo

Un grito, el eco de un grito, permanece suspendido sobre ese pueblo de Nueva Escocia. Nadie lo oye; permanece allí eternamente, una minúscula mancha en ese cielo de un azul puro, un cielo que los viajeros comparan con el de Suiza, tan intenso, tan azul, que da la impresión de seguir intensificándose todavía mas alrededor del horizonte -¿o es alrededor del contorno de los ojos?-, del color de la floración de los olmos, del violeta de los campos de avena; algo que se intensifica por encima de los bosques y las aguas al igual que el cielo. El grito permanece suspendido de ese modo, inadvertido, en la memoria…, en el pasado, en el presente, y en esos años que hay en medio. Simplemente apareció ahí para vivir, eternamente…, no atronador, tan sólo eternamente vivo. Su tono sería el tono de mi pueblo. Golpea con una uña el pararrayos que hay en lo alto del campanario de la iglesia y lo oirás. 

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