¡Bruja, más que bruja! A propósito de Shirley Jackson

 

cuentos escogidos Minuscula

 

 

 

Cuentos escogidos, Shirley Jackson

Minúscula, 2015

Traducción de Paula Kauffer

 

La editorial Minúscula acaba de recuperar algunos de los mejores cuentos de la escritora estadounidense Shirley Jackson (San Francisco 1916 – Bennington 1965). Murió joven para lo que se presupone la vida larga, sabia y llena de experiencias que todo escritor desearía tener. Pero apenas más de 40 años -aunque se rumorea que se quitaba tres, ya fuera por coquetería o por no ser mayor que su marido, el intelectual Stanley Edgar Hyman- le bastaron para convertirse en una narradora conocidísima en su país, modelo a imitar, adorada y odiada a partes iguales. Shirley Jackson tenía una forma peculiar de ver las cosas. Una mirada suspicaz, profundamente perturbadora, que se posaba en detalles cotidianos que para otros pasaban desapercibidos. Como comentaba en su conferencia «Experiencia y ficción», uno de los textos recogidos por Minúscula en Cuentos escogidos, la mayoría de sus historias provenían de la experiencia propia. Jackson desarmaba los acontecimientos diarios, les buscaba un significado, aderezaba los personajes, introducía nuevos sucesos y volvía a armarlo todo con la herramienta de la ficción.

El de Shirley Jackson es uno de esos casos de escritoras aclamadas en vida y olvidadas por los manuales de literatura. Pocos coetáneos pueden presumir del honor de haber causado el mayor número de cancelaciones en suscripciones al The New Yorker. Fue en 1948, cuando publicó el relato La lotería, recogido en el volumen de Minúscula y por toda buena antología de relato breve estadounidense que se precie. A su agente no le gustó. Al encargado de publicaciones del The New Yorker tampoco le gustó. Y aun así se lo publicaron. Tan sólo le pidieron una modificación: que el estremecedor suceso acontecido en el relato tuviese fecha del día siguiente, cuando sería publicado. Jackson estaba tranquila. Empujaba el cochecito de su bebé, hacía la compra, se sentaba a la máquina de escribir con un vaso de alcohol y un paquete de Pall Mall bien a mano. Mientras, la redacción del periódico echaba humo. Durante las siguientes semanas, la escritora tuvo que alquilar el buzón más grande de la oficina de correos. El cartero nunca volvió a sonreírle.

 

Le llegaron cartas de todo tipo, como recuerda en Biografía de una historia, la conferencia que narra el germen y explosión de La lotería. Desde aquellos que se creían que la historia era verídica y que el gobierno de los Estados Unidos estaba vulnerando los Derechos Humanos hasta los que simplemente la insultaban. El relato se le ocurrió un día cualquiera y lo escribió en un par de horas. Apenas le hizo ninguna corrección. Era un día cualquiera en un lugar cualquiera de Norteamérica. Gente normal de un barrio normal con empleos y aficiones normales. Quizá fue eso lo que perturbó al público: la cotidianeidad de los horrorosos hechos narrados. ¿Cómo esa escritora, colaboradora habitual del The New Yorker, más o menos respetada, se había atrevido a mirar el día a día de una manera tan diferente, tan atroz, tan extraña? La posibilidad de que el horror y el misterio habitasen a la vuelta de la esquina, de que estuviesen confundidos con la apacible vida real, dormitando, a la espera, fue más de lo que los remilgados lectores del 48, recién superada la Segunda Guerra Mundial, fueron capaces de soportar.

Se ha calificado la escritura de Shirley Jackson de muchas maneras. La más común -y seguramente también acertada- es como «clásico del horror gótico estadounidense». No esperen golpes de efecto ni asesinos en sus historias. Eso es el terror, un pastiche de emociones manipuladas. Lo de Jackson es horror en estado puro: extrañeza, desconcierto, sospecha, sugestión. Eso, lo que quiera que sea, rara vez asoma la pata. Pero está ahí, lo sabemos, y eso es lo que nos estrangula las entrañas. Es ese origen desconocido y atroz del ritual de La lotería. Es ese extraño viajante de La bruja y lo que el niño ve a través de la ventana del tren. Es esa ciudad que se deshace en La muela. Después de leer un relato de Jackson, cualquiera de los siete reunidos en Cuentos escogidos, al lector se le queda el corazón encogido y la mente hecha trizas. No sabe cómo asimilarlo. Ni siquiera sabe qué es lo que hay que asimilar. Pero algo ha sucedido, de eso está seguro. Algo horrible. ¿Cómo lo ha hecho la bruja ésta?

La personalidad de tan singular escritora apoya todas estas teorías de dama del horror gótico. Reacia a entrevistas, apenas dio unas clases y algunas conferencias en la Universidad, de la que rechazó ser profesora en numerosas ocasiones. Se quedaba encerrada en casa, con sus depresiones, sus pastillas para la obesidad, su vaso de alcohol y sus dos paquetes diarios de tabaco. Cuidaba la casa, los hijos y se sentaba a escribir. Centenares de cuentos y unas pocas novelas. Aunque después de su muerte quedó un poco en el olvido, prácticamente desconocida en países que no fueran los Estados Unidos, importantísimos escritores han reclamado su obra. Joyce Carol Oates, Richard Matheson, Kurt Vonnegut Jr. y el que más la adora de todos, la máquina del horror comercial, Stephen King, que la dedicó su novela Ojos de fuego. La sutileza con la que Jackson narra el horror cotidiano y lo presenta como normal a la vez que le produce una bofetada al lector es incomparable.

Muchos críticos señalan también la importancia que el elemento sobrenatural tiene en sus obras. La línea entre los géneros de la fantasía y el horror es muy delgada. Hay algunos que incluso dicen que inexistente, y que el horror bebe de esa extrañeza imprescindible de lo fantástico, y que a su vez lo fantástico bebe de esa sensación de miedo y pérdida que caracteriza al horror. Eso que perturba al lector mientras lee las narraciones de Jackson, eso que le persigue una vez cerrado el libro, que le asalta mientras intenta dormir, que le hace dar un respingo cuando dobla una esquina desconocida, tiene algo de sobrenatural. Un numen no explicado. Una presencia que ni siquiera sabemos si es real. Rara vez Jackson se refiere de manera directa a un fantasma o a un monstruo. Pero ahí está, esa presencia de lo imposible. No en vano, Shirley Jackson fue una gran coleccionista de libros de ocultismo, algunos escritos en lenguas desconocidas que nunca pudo leer. Además, dicen, era una maestra echando las cartas del tarot.

Su peculiar forma de ser nos recuerda de manera entrañable a la de Merricat, la protagonista y narradora de Siempre hemos vivido en el castillo, la novela más aclamada de Shirley Jackson, incluida en la revista Time como una de las diez mejores novelas publicadas en 1962. Mary Katherine, su hermana mayor Constance y el tío Julian son los únicos miembros de la familia Blackwood que quedan con vida. Todos los demás murieron envenenados por alguien de la propia casa seis años atrás. Merricat es desconfiada, retraída y sueña con volar a la Luna en su caballo alado y ver a todos los demás muertos. Menos a Constance, claro. «Nos tragamos el año. Nos comemos la primavera y el verano y el otoño. Estamos esperando a que crezca algo para luego comérnoslo», cuenta Merricat. Jackson le dio otra vuelta de tuerca a la clásica historia de la casa encantada. Algo inapreciable, una sospecha que eriza la piel. Algo que sólo ella sabía hacer. Cosa de brujería, seguramente.

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