Día I
Querido diario:
Ya que yo no escribo diarios y me han pedido que escriba uno durante una semana, he empezado, porque no sabía cómo, con la fórmula tradicional: querido diario. Pero es mal comienzo. Porque ese “querido diario” convierte a todos los diarios en cartas, ¿en cartas a quién, y escritas por qué? Tal vez porque, cuando escribimos, sea lo que sea, necesitamos saber que hay alguien del otro lado, que alguien lo leerá, que no hablamos para una sordera cósmica. Quizá un diario sea, pues, una necesidad de ser escuchada. Pero eso es entonces directamente contradictorio con el secreto que se le supone, con su rigurosa intimidad. No me cuadra mi comienzo.
Porque, además, si yo le hablase a alguien de mi yo más secreto, lo más probable es que ese alguien no fuese un “querido”, sino una “querida”. Si hubiese podido encabezar esto con una “querida diaria”, quizá me habría sido más fácil empezar. Pero ese masculino me chirría porque yo jamás he tenido verdadera intimidad con ningún hombre. No que yo recuerde. Tengo amigos, los tengo, pero su amistad es de una calidad inferior a la que haría falta para poder compartir con alguno de ellos el aliento que me anima, eso que llaman alma; ¿será porque tampoco he compartido con ninguno mi cuerpo de manera exitosa?
Y si un diario fuera de verdad una crónica dirigida sólo a mí misma, a la mí misma del futuro, tampoco me cuadra porque entonces debería haber empezado con un “Mi querida y vieja Pilar”; o quizá con un más exacto “Mi querida desconocida que fuiste yo una vez”. Ésta sería una manera más propia de empezar, pero un poco preocupante para mí, que soy tan atea radical, que rechazo todo lo que huela a una vida más allá de la que tengo. Serán manías, pero se empieza creyendo en una yo, hoy es lunes, que no esté muerta mañana martes, y se acaba creyendo en eternidades o en reencarnaciones.
Y sin embargo yo sé, como escritora que soy, que todas las escritoras escribimos diarios, aunque les llamemos novelas. Creo que mi obra entera, si la agrupara como trilogía, no sería en el fondo más que un diario. Un diario que debería llamarse “Volumen I: Diario actualizado de mi infancia y adolescencia”, “Volumen II: Diario revisado de mi juventud” y “Volumen III: Diario casi simultáneo de mi madurez”. Y para eso no tendría más que coger mis novelas y arrancarles las hojas por escenas para ir colocándolas cada una en su volumen correspondiente. Deconstrucción de la ficción narrativa le llamaría yo (a ese ir haciendo tres montoncitos para que la performance sonara a moderna y muy sesuda). Habría que grabar un vídeo con el arrancado de páginas sobre banda sonora de percusión y disonancias para tratar luego de que lo incluyeran en la muestra de alguna bienal de algo que se celebrase en Berlín o en cualquier otra ciudad alemana. Quedaría chulo. Aunque, teniendo como protagonista la obra de una mujer, no contaría más que con un trece por ciento de probabilidades de que lo seleccionaran. No merece la pena. Además, yo no soy de llamarle performance a una simple ocurrencia; yo no veo más que los tres montoncitos que se van formando con las hojas sueltas y que se parecen mucho a los que vemos cuando se cuentan votos. Y lo que más me divierte hoy, este lunes en que empiezo mi diario por encargo, es echar cuentas a bote pronto y temerme que el resultado final, contra mis propios pronósticos y encuestas, sería que el volumen I se llevaría la mayoría absoluta; en número de hojas y en número de escenas.
Día II
Querida diaria:
La obra entera de muchas escritoras es un diario, decía ayer. Porque escribimos con voluntad de dejar constancia de lo que somos y de lo que no nos dejan ser. O de lo que conseguimos ser a pesar de que no nos están dejando serlo. A veces no hemos tenido otra manera de ser o de que nos pasen cosas que lo que hemos sido y nos ha pasado en los renglones. Enormes escritoras que apenas salieron de su casa tal vez habrían escrito aburridos diarios, pero se dedicaron a escribir (a diario) inmensas obras aunque no contaran para eso con otro material que sus aburridas vidas. Quizá me vine a vivir al campo (primero porque pude, desde luego, que hay gente que sueña con lo mismo y no se lo puede permitir y, después) con la esperanza de que el día en que no me pasase nada (a diario), el día en que lo que me pasase no fueran acontecimientos externos de la vida en una gran ciudad, tal vez yo también conseguiría escribir una obra de cierto interés para las demás mujeres. Puede que llegase a la conclusión de que probablemente, ya que yo no tengo rabo, cuando me aburriese, me pondría a escribir.
Desvarío. Pero ¿qué puedo contar yo en un diario si hace años que vivo en mitad de la Sierra de Cazorla y a mí no me pasa nada que no vaya yo a buscar que me pase? Podría escribir que me levanto enamorada de la mujer que duerme a mi lado desde hace, pronto hará, veinte años. Pero eso también sale en mis novelas porque se las dedico todas. Y podría escribir que soy yo la que se levanta antes y le prepara el desayuno, pero no lo haré porque parecería por eso que soy yo la que más curra en la casa, y no es cierto. Luego es ella la que hace la comida y eso se lleva más tiempo. Y la que pone la chimenea, y eso se lleva más trabajo. O se lo llevaba antes de que el cambio climático nos haya traído hasta finales de noviembre sin tener que encenderla ni un solo día. Vidas privilegiadas las nuestras, las de ahora, que no empiezan como antes con el despertador y el transporte camino de la revista de coches en la que trabajaba ella como pilota probadora o en la agencia de publicidad donde trabajaba yo como creativa. Ahora tenemos que pararnos a pensar si es martes o miércoles. Hemos convertido en un chiste privado entre las dos la escena que me contaron a mí de una película que no he visto: esto es una yanqui (subida al autobús que traslada al grupo de turistas de una visita organizada a otra) que le dice a su marido señalando con el índice un renglón concreto del programa de la agencia: “Mira, cariño, no discutas: si hoy es martes, esto es Bélgica”. Nosotras también buscamos referencias para saber en qué día vivimos y ése es el lujo más lujo que existe.
Día III
Querida diaria:
Si hoy es miércoles, hoy tengo dentista. Y también ella (es tímida, no le gusta que la mencione mucho en público, pongamos que se llama S). Lo que significa que tendremos que coger el coche para ir a Úbeda, el pueblo más grande de los alrededores, y conducir 45 Km., la mitad de ellos por una carreterilla menos que secundaria que baja de la sierra al valle y la otra mitad por una nacional que llevan años diciendo que van a desdoblar en autovía. Cada vez que se acercan elecciones, hay movimiento de obras; se ven máquinas que descarnan terrenos, que allanan la tierra, que la asabanan (diría yo si me consintieran la palabra), pero luego nunca le ponen la colcha de asfalto, así que, cuando pasan las elecciones, esas sábanas (sabanas) se llenan de matojos y el agua las arruga marcándoles riachuelos hasta que acaban perdiendo su perfecto planchado y… vuelta a empezar. Pero no importa, es dinero público.
Otra consecuencia de vivir juntas en el campo es que tenemos que agrupar las citas para no duplicar los viajes: si yo tengo revisión, S también; y además aprovecharemos para ir al Carrefour a hacer compra grande. Y luego, después de comer, ya de vuelta, pasaremos las dos por mi pueblo a darle un beso a mi madre, que hace un mes que no la veo. Le llevaremos un bote de vitamina B12, porque el domingo me llamó dos veces en el plazo de un cuarto de hora para preguntarme lo mismo: si nos íbamos a pasar el martes o el miércoles. Hace unos meses me hubiera parecido un despiste normal, pero ya no. Cuando colgué el teléfono la segunda vez, me entró una tristeza nueva, una congoja que se me agarró al pecho y me estrechó las vías respiratorias. Inspiré hondo varias veces hasta que volvieron a abrirse a su tamaño natural y después llamé a mi hermana, que vive en Granada, para preguntarle si ella también había observado esas ligeras pérdidas de memoria. Me dijo que sí. Somos cinco; tengo tres hermanos, pero no se me ocurre preguntarles a ellos, hombres los tres, si han observado un cambio tan sutil en mi madre. Las vitaminas de parafarmacia son el bálsamo de Fierabrás, lo sé, pero, ¿qué puedo hacer? En mi pueblo no hay actividades para que las mujeres mayores ejerciten su cerebro y retrasen la entrada en la oscuridad. Qué puedo hacer yo. Los hombres viejos juegan al dominó en el bar (siguen haciéndolo, no es una oxidada imagen costumbrista) y es un buen ejercicio para sus facultades. Pero, ¿a qué juegan las mujeres?, ¿dónde se reúnen? No puedo decirle a mi madre, que tiene 77 años, que vaya al centro de día de mayores porque allí no se va, es de pago y “te llevan”; te llevan y se van unas horas hasta que te recogen. Mi madre no está para eso. Sólo con decírselo le daría un disgusto. Mi hermana es psicóloga. Me comentó que esas pérdidas de la memoria inmediata no eran todavía preocupantes. No sé si trató de tranquilizarme, ella, que es la pequeña, a mí, que soy la mayor. Pero está claro que es el inicio de un deterioro y que le vendría bien algún tipo de ejercicio con la mente. Pero, ¿adónde acudir?
Día IV
Querida diaria:
Ayer, como otras veces que vamos a Úbeda, nos quedamos a comer en un restaurante. Otra particularidad de vivir en el campo es que pillas los restaurantes con la misma ilusión que quienes no se los pueden pagar a menudo. Fuimos a uno que nos gusta desde hace mucho, pero que empieza a estar lleno (con gente de fuera de la zona; o de más fuera todavía, que habla con laísmos y muchas más eses de las que caben en las palabras) porque seguro que lo han metido en alguna guía. Úbeda es, a fin de cuentas, patrimonio de la humanidad. Y tengo que contar lo que nos pasó porque es de esas cosas que vienen a un diario que ni pintadas: estoy contenta de tener material externo a mí. Aunque no fue un “pasarnos” exactamente; fue más bien un “fuimos testigos de”. Se sentó en la mesa de al lado una familia perfectamente equilibrada, como las de mis anuncios de Leche Pascual, o sea: papá-hombre, mamá-mujer, hijomayor-niño e hijamenor-niña. Entonces S cayó en la cuenta (porque era raro tener allí turistas con hijos en un día laborable), de que en Madrid era fiesta. Nosotras ni nos acordábamos; hace mucho que sólo estamos pendientes de los puentes si queremos invitar a alguien a nuestra casa.
Empiezo a fijarme más en la familia telerín cuando escucho cómo la madre convierte la lectura del menú a su niña de 7 u 8 años en una tesis doctoral. Ya me parecieron raros cuando los vi entrar y acomodarse. La madre le comenta los platos a la hija y la obliga a razonar sobre qué puede comer y qué no y por qué sí y por qué no. Yo no salgo de mi asombro, más que por el contenido de la lección, por el tono que utiliza la madre, desproporcionadamente más pedagógico que cariñoso. Pensé para mí que me había perdido el momento en que en este país habíamos pasado de preguntar a niños con dientes de leche “¿qué te apetece comer, cariño?”, como si fuera lógico que pudieran elegir de la carta lo que quisieran, a este otro momento en que la elección debe ser el resultado lógico de un método analítico-deductivo. Se lo comento a S y me dice que ella no cree que sea un comportamiento moderno que se haya estado extendiendo a nuestras espaldas desde que nosotras no estamos en el mundanal ruido. “Yo creo más bien que son así de raros ellos”, sentenció, y seguimos hablando de nuestras cosas.
El caso es que hasta el orden en que se sentaron los cuatro a la mesa fue un razonar con criterios preestablecidos; por eso no aceptaron la primera distribución casual y por eso se cambiaron los puestos y por eso el padre, aunque había caído, según entraron tras la camarera, frente a la madre, se sentó finalmente frente a la hija, y la madre frente al hijo con la hija a su lado. Te aseguro, querida diaria, que el padre estuvo a punto, pero a punto, créeme, de plantar el culo según entró y sin pensar; hasta tenía la mano en el espaldar para retirar la silla. Pero era la silla equivocada, y una mirada de la madre y un gesto de su mano los obligó a todos a rodear la mesa una vez y media hasta que el criterio coincidió con la distribución y, entonces sí, finalmente, se sentaron.
Pero como esto no era más que el principio de la llegada de la familia a la mesa de al lado, no le di importancia a la escena de elegir los sitios; mi cerebro la registró por su cuenta sin buscarle otra explicación que la de la normalidad de cualquier familia que sabe cómo debe distribuir los sitios para que la comida vaya bien encaminada. Tal vez la niña pequeña necesitase que a su lado se sentara la persona más eficaz en la tarea de que comiera como es debido o cuanto es debido. No sabía que el criterio para la colocación no tenía que ver con cómo comiera la niña, sino con otras claves que fui viendo aparecer después…
La niña escucha las preguntas de la madre, asiente y trata de corresponderle de vez en cuando con un “sí, lo sé”o un “no, ya lo sé” mientras el niño y el padre llevan un rato hablando… de qué hablan. Es el padre el que le habla al hijo, de unos doce o trece años, pero en voz lo bastante alta para sea yo quien lo escuche. Prohibido, pues, hablar de cosas simples, que tenemos público, hijo mío. S tiene un oído muy bueno, incluso muy fino y de amplio espectro, según le dijo el especialista al que fue porque estaba preocupada, salvo cuando hay ruido de fondo, que entonces, efectivamente, no oye muy bien; por eso, como se da cuenta de que estoy escuchando más al hombre y al retoño que a ella, me pregunta: “Y de qué hablan ellos”. “De cosas de profundis desde que se sentaron, ya sabes”, le contesto yo con otro de nuestros chistes privados y ella sonríe abiertamente. Pero como tú, mi querida diaria, no estás en nuestros guiños, te aclararé que se trata de un papá culto ilustrando al chaval con sus ingentes conocimientos sobre casi cualquier materia. “Te apuesto lo que quieras a que él es profe de alguno de esos grados nuevos en una universidad privada”, le digo yo a S, “o puede que sea arquitecto técnico, de los que ni con tortura confiesan que son aparejadores”. Y S, que ya no puede evitar participar en la intriga, me dice: “Pues por cómo desparrama la vista por todo el restaurante, es como si diera por hecho que alguien tiene que reconocerlo; así que a lo mejor es tertuliano de alguna de esas cadenas que nosotras no vemos”. La verdad es que S puede que tenga razón porque el hombre habla con el bazo, desde el bazo, como hablan los locutores de radio para que su voz grave (y agravada) vaya ganando en autoridad en la misma medida en que se aleja de los agudos de la voz femenina.
Mientras tanto, la niña escucha y contesta cuando es interpelada. La niña se esfuerza por agradar a la madre con una respuesta científica o al menos razonada: “entonces es mejor que pida el pescado, ¿verdad, mamá?” “Sí, cariño”. ¿A qué se dedicará la madre? Porque yo creo que sí que trabaja fuera de su casa: muestra maneras y ritmos que requieren cierto grado de autonomía. No tengo ni idea. Sería demasiado sencillo suponer que en algo relacionado con la nutrición. Ya veré luego -si deja las patatas de la guarnición- si es de las que no mezcla los hidratos con las proteínas.
Pobre cría, pensé. Está pagando el pato de que su madre esté peleada con el padre y lleven toda la mañana viendo renacimiento andaluz con vestigios mudéjares sin hablarse entre ellos. Sus progenitores ni siquiera se han mirado desde lo del juego del corro y la elección de silla. Que están peleados es seguro. Se puede una preguntar si son de los matrimonios que se levantan sin hablarse desde la noche de antes o son de los que se enfadan durante el desayuno. Ahí no tengo teoría. Cuando rodábamos anuncios de Leche Pascual, papá y mamá aparecían comunicativos, sonrientes, participativos, cariñosos entre ellos y con sus hijos; es verdad que ambos acababan de conocerse aquel día en el plató y es verdad que se les pagaba para que se portaran así, pero es que no podíamos arriesgarnos a rodar con una familia como la que yo tenía al lado. Con gente real interpretando su vida cotidiana estás vendida. ¿Cuántos días de rodaje hubieran hecho falta para seleccionar luego treinta segundos de felicidad capitalista y heteropatriarcal?
La niña todavía sí, porque todavía es pequeña, pero el que ya no me da pena ninguna es el nene, el adolescente. Para mí que ya es un caso perdido. Las ansias moldeadoras de papá y de mamá han hecho ya su trabajo. Y lo sé porque me ha mirado de un modo tan duro, tan sobrado, tan lleno de desprecio a una edad tan temprana, que…: y no es que yo esté gorda, pero me sobran unos kilos (en comparación con su madre, lo menos diez, desde luego); llevo el pelo sin teñir, lleno de canas y sin estilo en el corte; visto sin ningún sello personal y mis gafas no están a la moda. Por eso el zagal me ha calado y lo sabe todo de mí: que soy una cateta señora de pueblo capaz de llamarlo zagal en lugar de muchacho, a la que seguramente le viene grande el ambiente de este restaurante fino, algo corta de vista y medio zoqueta. Claro que yo también lo he calado a él y a su familia a primera vista. La cuestión no es que los dos lo hayamos hecho a primera vista, sino cuál de los dos es más certero en sus suposiciones. Se podría opinar que es más fácil que acierte yo porque soy mucho mayor que él, pero no estoy de acuerdo. Si algo he aprendido en lo que llevo vivido, es que la superficialidad, la falta de hondura, no depende tanto de la edad cuanto del punto de vista que elijamos para observar a los demás. Hay adolescentes que, a su nivel de experiencia, son capaces de pensamiento profundo y lxs hay sin fuste ninguno, como este nene.
No me fijé en los zapatos que llevaban los cuatro, a pesar de que a menudo me parecen muy significativos para rematar un retrato de familia. Fue un descuido imperdonable, pero es que dejaron de interesarme cuando la conversación entre S y yo se centró en un reciente cotilleo muy sabroso sobre cierto personaje de su familia; cotilleo que no te voy a contar a ti, mi querida diaria, por mucho que te apetezca.
Día V
Querida diaria:
Ayer me extendí mucho escribiendo. Me acosté tarde, incluso. Hoy no tengo previsto salir de casa; como mucho, iremos a dar un paseo campo a través hasta el barranco como cabras que somos las dos y que ya han tirado al monte; pero pararemos mucho antes de correr el riego de despeñarnos; así que es poco probable que me pase algo digno de ser consignado en un diario. Pero, en fin, a ver… intentaré contar algo.
Hemos desayunado oyendo las noticias. La SER, el grupo PRISA, está cada vez más a la derecha, es un asco el sesgo, y Onda Cero tiene por la mañana a hombres muy hombres que no hacen más que reírse entre ellos, con un compadreo (digo compadreo en su sentido estricto, es decir, sabiendo que podría escribir comadreo si me hiciera falta) en el que no me siento incluida. Luego me he subido a mi ordenador y he abierto el correo. Tengo dos mensajes que destacar. Uno privado y el otro…
El otro es de mi librería, que ya me tiene preparado mi pedido de libros, así que dentro de un rato les haré una trasferencia por internet. Es una librería pequeña y comprometida de Madrid. Vivir en el campo, desde que existe internet, ya no es lo que era. Pides lo que quieras (y puedas pagar) y te lo traen. Por cierto, con un mínimo de conciencia, se nos debería de caer la mano con la que paguemos un libro en una gran superficie (voy a poner un tuit con esa frase). Deberíamos apoyar a las librerías comprometidas con el feminismo y la revolución. Ningún libro es tan urgente que no pueda esperar a ser comprado en una librería decente, con librerxs que no sean “dependientes”, sino libres y sabixs consejerxos. Mira, eso rima. ¿Por qué no somos más militantes (activistas, se dice ahora, pero, como “esto es una guerra”, yo sigo prefiriendo “militante”, me suena más combativo, más organizado) a la hora de negarnos a comprar nuestros libros en esos sitios? Mi nueva novela sale dentro de pocos días y yo no pienso ir a presentarla a ninguna macrolibrería que necesite escaleras mecánicas. Cuando vivía en Madrid, compraba mis libros en sitios solidarios con la buena literatura y, muchas veces, dejándome aconsejar por quienes las llevan, conseguí descubrir verdaderas maravillas a las que yo no me habría acercado por propia iniciativa. Pues viviendo en el campo es lo mismo: mis libros no están a un solo clic en una supertienda online (que además de con mis gustos trafica con mis datos personales); están a un correo electrónico que escribo empezando con un saludo y termino firmando con un abrazo. Lo hago, además, con la ilusión cierta de que estoy ayudando a mantener el tipo de contenidos de la cultura que me interesa. Ellxs me preparan el pedido, me lo mandan igual de rápido que los grandes monstruos empresariales y por sólo un euro de portes (que a veces ni me cobran). Finalmente, cuando llega el paquete y lo abro, siempre me encuentro de vuelta un abrazo enorme y muchos besos. Ni comparación.
Día VI
Querida diaria:
Ayer, como ya te adelanté, no pasó, del verbo pasar, nada más que se pueda considerar un hecho narrable. Me zumbaron en el cerebro un enjambre de pensamientos imposibles de resumir, como nos pasa a todas; porque todas nosotras tenemos un cerebro que no descansa ni cuando duerme. ¿Quién puede pretender meterlo en los renglones sin que el resultado sea volverse loca? Además de un fracaso.
Los recuerdos son la forma que ha encontrado nuestra mente de seleccionar los hechos más significativos que nos han ocurrido y los pensamientos que los acompañaron. Por eso casi todas las novelas son diarios, como decía al principio, pero casi ningún diario es por sí mismo una novela. Falta la criba.
Ayer por la noche estuvieron poniendo imágenes de cárceles por dentro, eran fotos: que si son cómodas, que si no lo son, que si cumplen la media europea, que si más bien están por encima de las de países que le piden cuentas al nuestro… Y cómo saber si eso es cierto, me preguntaba yo. ¿Cómo puede juzgar alguien (y alguien es casi todo el mundo) si lo que dicen es cierto cuando no se ha estado nunca dentro de una cárcel? Poca gente ha estado dentro de una cárcel para poder opinar; no es un sitio al que te dejen entrar así como así; y menos dentro de varias, y menos que menos dentro de varias de distintos países. Ni siquiera yo, que sí he visitado una por dentro, puedo juzgar. Y no lo haré. Pero las noticias de anoche sobre las cárceles me dan pie para contar aquí, mi querida diaria, un recuerdo que me parece interesante porque mi memoria me lo tiene ya bien filtrado, sin posos de moralina (espero) y sin la manierista morosidad en los detalles con la que salí de aquella visita pensando que iba a necesitar media novela para contar mis impresiones.
Hace unos años, conocí a la directora de El Acebuche, la cárcel de Almería. Ella me invitó, como escritora que soy, a dar una charla a las presas. No suelo ir de charlas por ahí, pero como yo estaba empeñada en ver una cárcel de mujeres por dentro, acepté de mil amores. Pensé que tenía que hablarles, a las mujeres que acudieran a oírme (como si hubiera muchos más sitios a los que ir…), no de literatura, desde luego que no, y mucho menos de mi obra, sino de algo que de verdad pudiera serles útil. Decidí que mi charla se titulase: “¿Para qué nos sirve a las mujeres haber aprendido a leer y a escribir?” Mi intención era (y no lo digo porque venga aquí a cuento) que, después de explicarles por qué, salieran de la reunión con unas ganas locas, y además fundadas, de escribir un diario. Y que ninguna tuviera miedo de hacerlo fuese su nivel cultural el que fuese.
Les expliqué mi sueño de Las Dos Bibliotecas Universales. Debería de haber dos bibliotecas universales: en la biblioteca A estarían, como hasta ahora, todas las obras literarias y científicas de la humanidad. En la biblioteca B estarían todos los diarios y escritos biográficos que los seres humanos “no escritores ni estudiosos” habrían tenido que dejar por obligación (por obligación moral) a las generaciones futuras.
Un sueño que parte de la idea de que los seres humanos sólo podemos aprender de otros seres humanos. Y que tenemos por eso una deuda moral con quienes nos han precedido, especialmente las mujeres con las mujeres (les desarrollé el porqué). Que todas, hombres y mujeres, deberíamos aceptar como obligación el dejar por escrito un resumen de nuestra vida, o de un trozo de nuestra vida al menos; unas lo haríamos en más páginas y otras en menos, cada una a nuestro modo, y lo mismo si se tiene eso que llaman talento para escribir como si no (porque el talento sería lo de menos si supiéramos de antemano que nuestro escrito va destinado a la Biblioteca B, no a la Biblioteca A).
Y si existieran esas dos bibliotecas, en cuál de ellas creéis vosotras, les pregunté, que me tiraría yo las horas muertas leyendo. Por muchas mentiras o presunciones que cuente la gente al hilo de su propia historia, sé que encontraría más verdades en la biblioteca B que en la A. Si me pierdo, como se decía antes, buscadme en la Biblioteca de la gente normal, y concretamente en el apartado de la vida de las mujeres, que la de los hombres me la tienen ellos ya muy contada y yo me la tengo muy sabida. Me interesan menos. Se repiten.
Como iban a pagarme un poco por dar la conferencia (la cantidad apenas cubría mis gastos de transporte desde la Sierra de Cazorla hasta Almería y no daba para un hotel) decidí gastar ese dinero en llevar cincuenta libretas que repartí entre las mujeres que asistieron. Libretas de las que van cosidas con una grapa en mitad de las hojas, no de las de espiral; el detalle era importante porque, hacia el final de la charla, iba a explicarles que la mejor libreta para acometer la tarea de escribir sobre ellas mismas era la que no permitiera la censura de arrancarle hojas al día siguiente por vergüenza de haber escrito con muchas faltas de ortografía o con demasiada sinceridad o con muy poca gracia o… a saber; en el juego que yo les proponía, no valía arrancar hojas.
Me enseñaron, tal como pedí yo, todas (o eso supongo) las dependencias de la cárcel. Una de las dos funcionarias que me asignaron me explicó que no debía llamar presas a las presas, sino internas. Pero aquello no era un internado. Si lo fuera, me habrían conducido monjas por los largos pasillos, y no mujeres, también uniformadas, pero sin rosarios haciendo las veces de cinturones (sacad vuestros rosarios de nuestras vaginas, gritábamos); los pasillos estarían más limpios y no veríamos por dentro ninguna “celda”, porque las celdas son sólo para las monjas y no conozco a nadie de fuera que haya visto la celda de una monja por dentro. Si aquello fuera un internado (como el que yo describo en mi última novela), las internas serían hijas de familias ricas, y allí no había más que pobres e hijas de pobres, a mí no me habrían invitado a hablarles y más de una se habría fugado la noche de antes. Son presas, pensé. Y están presas, además. A mí no me cabe la menor duda.
Me quitaron el paquete con las cincuenta libretas y me explicaron que otra funcionaria las llevaría después a la sala de conferencias; me aseguraron que estarían en mi mesa antes de que yo empezara a hablar.
(Este diario fue escrito en el mes de noviembre de 2017).
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Pilar Bellver nació en Villacarrillo (Jaén) en 1961. Pasó los primeros años de su infancia en Colombia. A los siete años, sus padres volvieron a Villacarrilo y ella estudió en su Instituto público. Después se trasladó a Madrid para estudiar y licenciarse en Ciencias de la Información (rama de Periodismo) en la Universidad Complutense.
Durante muchos años vivió y trabajó en Madrid como directora creativa de una agencia de publicidad. Una de sus campañas más conocidas fue la creación de un personaje que llegó a adquirir cierta vida propia fuera de la publicidad: “Mi primo, el de Zumosol”.
Obras publicadas:
- Ganó el Primer Premio del Concurso Nacional de Redacción, organizado por la Cía. Coca-Cola (al que ella llama “pecado de adolescencia”, porque tenía 14 años). La redacción fue publicada por la Fundación Coca-Cola España en diversión ocasiones; la última, en el libro recopilatorio de los ganadores del concurso desde 1961, titulado “Al pie de la letra”.
- De las cosas que aprendí con el cedazo Nº 1 de mi abuelo. Cuento. Premio Clarín de Cuentos de 1980. Publicado en un libro con los demás finalistas por la Editorial de la Universidad Complutense.
- La tercera vez. Novela. Premio Certamen de Novela Corta “J.L. Castillo Puche”. Editada con el patrocinio de Caja Murcia.
- Veinticuatro veces. Novela. Publicada por Esther Tusquets en Ed. Lumen.
- La vendedora de tornillos o El tratado de las almas impuras. Novela. Publicada por Elipsis Ediciones.
- Vecinas. Cuento. Publicado por Ana María Moix en Editorial Bruguera, dentro del libro Un deseo propio. Antología de escritoras españolas contemporáneas.
- A todos nos matan antes de morir. Novela. Publicada por Algaida.
- A Virginia le gustaba Vita. Cuento. Incluido en la antología Ábreme con cuidado, publicada por la editorial Dos Bigotes.
- A Virginia le gustaba Vita. Novela. A partir del cuento y con el mismo título, surge la novela que publica también la editorial Dos Bigotes, 2015.
- V y V, Violación y Venganza. Novela. Publicada por la editorial Dos Bigotes, 2017.
Nota: La autora creó en 2008 la página www.pilarbellver.com con el único fin de ir permitiendo la descarga gratuita de sus obras ya publicadas en papel, pero agotadas y libres de derechos editoriales. En ella hay algunos datos biográficos más.