Los cuentos que el miedo cuenta a las niñas

La lectora, Albert Anker

 

La lectora, Albert Anker

 

 

Ahora empiezo a comprender por qué los cuentos eran terroríficos: no te acerques a los pozos, porque allí dentro vive el Pauet, un niño que se cayó y desde entonces intenta arrastrar a otros niños consigo. No te asomes a ese lago, porque vive la Llorona, que busca sus hijos perdidos. No te internes en el bosque, porque habrá un lobo feroz. Antes el mundo no vallaba la trayectoria de los niños; el relato atemorizante era un intento de procurar que cuando la pequeña o pequeño se internara en las aventuras cotidianas, el miedo tirara hacia atrás como un anzuelo y lo retuviera frente al abismo.

Yo no quería ser una madre dramática. No quería habitar un cuento de miedo. Pero ante el carácter intrépido de mi hija, escaladora, gateadora, abridora de puertas y cajones, exploradora de objetos e instrumentos, saltarina y asomadora, me encuentro convertida en una madre que repasa desgracias como un rosario. “Si te caes de ahí, te harás pupa en la cabeza, y tendremos que ir a un hospital a que te cosan la cabeza”. Eso le digo. Y lo digo en serio. Y por dentro estoy ardiendo y temblando como una brasa en una hoguera, porque mi hija corre por Madrid Río, al hilo de las bicis veloces, encima de las rejillas de ventilación, cercana a las vías de los coches. Y a la vez quiero preservar su carácter curioso y valiente: quiero aprender de mis amigos cirqueros que comparten con sus hijos la relativización de la gravedad y otras leyes. Por eso empiezo por “Sube, pero con cuidado”. O, si algún desconocido bienintencionado le dice “Te vas a caer”, yo susurro “No te vas a caer si subes con cuidado”. Pero luego añado lo de que si va muy deprisa se puede caer y entonces habrá que coser la herida en el hospital.

Qué imposible equilibrio entre vigilancia y disfrute de la libertad. Pienso en Nada se opone a lanoche de Delphine de Vigan, la historia de la madre y los tíos de la escritora, niños de familia numerosa, tan expuestos al gozo del caos como al accidente fatal. Luego pienso en otra obra, esta vez de ficción: El camino,de Delibes, donde los niños también corren, investigan y aprenden, a veces en peligro irreversible. Hace poco me refugié en Antología literaria para regresar a la infancia, editado por Catedral (2017), que aúna cuentos de Sylvia Plath, Carmen Martín Gaite, Mercè Rodoreda, Katherine Mansfield, Anton Chejov, Roald Dahl, Amadou Hampaté Ba y un largo etcétera, todos seleccionados por tener en común ese juego del escritor a retornar a la mirada de un niño. Es muy bello acompañar a una niña en su perplejidad y celebración cotidiana del descubrimiento, tanto en mi vida como en la lectura. Pero yo me sé ya más cerca de La Domi, la criada anciana de El príncipe destronado de Delibes, con su trágico romancero popular. “Porque te amaba, porque te amaba te imaginé muerta de todas las formas posibles. Uno tiende a pensar en la muerte de los seres amados”, decía la Elsa Palavrakis de Angélica Liddell en La familia Palavrakis. He leído demasiadas noticias de periódico, demasiados libros de ficción y biografías. Querría que esta información no contaminara a mi hija como una sombra que proyecta su madre sobre el campo de juego. Comprendo el valor de explicar a mi hija que los accidentes existen, y que puede ser útil saber de la experiencia de otros. Pero a veces es inútil saber de la experiencia de otros, y solo te puede entristecer.

Retiro, parque de luto, esta semana algunas rodeamos tus verjas y nos parece adecuado que estés atravesado por el silencio y el vacío. Aquel día cayeron decenas de árboles. Tu tierra estaba blanda, tus árboles pesaban como cuerpos que ya no podían sostenerse. Un niño iba en su patinete. Yo sé que esta muerte me está doliendo demasiado para lo que podríamos considerar sensato o decoroso, que los accidentes ocurren todos los días en todos los rincones del mundo, que me paraliza la cercanía, que no soy quién para pronunciar nada al respecto. Pero no me quito esta pesadumbre; me duele la cercanía, sí. Me duele además que sucediera en el corazón lúdico y benévolo de Madrid, el corro de árboles donde hemos ido tantas veces a salvar el día. Ayer me encuentro inesperadamente con un nuevo ángulo del hecho relatado por Elvira Lindo, y constato que efectivamente este terror me ha alcanzado como una nube de ceniza. Solo puedo decir ya: lo siento mucho.

 

 

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