Fragmento de «La bastarda» de Violette Leduc

 

 

 

 

 

 

Mi caso no es único: tengo miedo a morir y estoy desolada por haber nacido. No he trabajado, no he estudiado. He llorado, he gritado. Las lágrimas y los gritos me han ocupado mucho tiempo. La tortura del tiempo perdido en cuanto pienso en él. No puedo reflexionar mucho tiempo, pero puedo complacerme en una hoja de ensalada mustia en la que no tengo sino penas que rumiar. El pasado no alimenta. Me iré tal y como llegué: intacta, cargada con los defectos que me han torturado. Desearía haber nacido estatua, soy una babosa sobre mi estiércol. Las virtudes, las cualidades, el coraje, la meditación, la cultura. De brazos cruzados, me quiebro ante esas palabras.

 

*

Te conviertes en mi hija, madre. En tu vejez, recuerdas con precisión de relojero. Tú hablas, yo te escucho. Tú hablas, yo te llevo en mi cabeza. Sí, para ti mi vientre tiene un calor volcánico. Tú hablas, yo callo. Nací portadora de tu desgracia como se nace portador de ofrendas. Cuando se trata de vivir, tú sabes hacerlo en el pasado. A veces me hastío hasta enfermar; a veces, cuando se acerca la medianoche, yo acostada y tú sentada en una butaca, y me dices: “Solo a él he amado, solo he amado una vez, dame un adhesivo”, me convierto en lira y vibráfono para tu melena de polvo. Eres vieja, te abandonas, yo abro la bombonera. Me preguntas: “¿Tienes sueño? Cierras los ojos.” No tengo sueño. Quiero deshacerme de tu vejez. Me enrulo el cabello con mis bigudíes, mis dedos cantan tus veinticinco años, tus ojos azules, tus negros cabellos, tu flequillo perfilado, el tul de tu blusa interior de cuello cerrado, tu gran sombrero, mi sufrimiento a los cinco años. Mi elegante, mi inarrugable, mi animosa, mi vencida, mi chocha, mi goma que me borra, mi celosa, mi justa, mi injusta, mi autoritaria, mi timorata. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué va a pensar la gente? ¿Que diría la gente? Nuestras letanías, nuestras transfusiones. Cuando volvemos de la playa al concluir la tarde, cuando entras a las tiendas, cuando tienes la réplica, cuando cautivas a las amas de casa, yo te espero fuera, no quiero acompañarte. Rabio en la sombra, te detesto, y sin embargo debo amarte puesto que me anulo a causa de los clientes, de los repartidores, de los vecinos. Tú vuelves y yo te digo: “Le has amado. Qué pobre tipo era.” Tú te indignas. No, no quiero echarte por tierra a ti al hacerlo con él. “Un príncipe. Un auténtico príncipe.” Así es como tú le llamabas. Yo escuchaba y babeaba, ya no babeo. (…) Qué niña tan sombría has sido. La mala sopa de los orfanatos te había arrebatado las fuerzas. Siempre cansada, siempre demasiado cansada. Sin bailes, sin salidas, sin amigos. Desdeñosa, introvertida, extenuada.

 

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Tú me dices: “Tu abuela hablaba como un libro.” Me subleva que confundas a tu madre con la madre del otro. Mi abuela no hablaba como un libro: ella restregaba las cacerolas de otros. No he tenido más que una abuela, aquella a la que he conocido. Es la única como lo será también una mujer extraordinaria elevada sobre cientos de peldaños. Fidéline: tu madre, para mí la mayor expresión de la ternura. Ella te habría dicho: “Más tarde no tendrá corazón.” Ignoro si tengo o no corazón. Fidéline no ha quedado enturbiada. No puedes enturbiar un cúmulo de estrellas.

 

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Volvamos atrás, ábrete el vientre, llévame contigo una vez más. Me has hablado tanto de tu miseria cuando buscabas una habitación, cuando no la encontrabas porque ya no tenías el talle fino. Suframos juntas de nuevo. Desearía no haber sido un feto. Presente, despierta en ti. Es en tu vientre donde vi tu vergüenza de antaño, tus penas. A veces dices que te odio. El amor tiene innumerables nombres. Tú habitas en mí como yo he habitado en ti. Te he visto desnuda, te he visto cuidar de tu higiene íntima. Ninguna madre ha sido más abstracta que tú. Tu piel, tus piernas, tu espalda cuando la lavo, el beso de las mañanas que te pido carecen de realidad. ¿Dónde encontrarse contigo? La nube, el olmo o el escaramujo te son indiferentes. No mueras mientras que yo viva. Volvamos atrás, llévame contigo como solías, tengamos miedo juntas de las ratas que tenías que sortear en el pasillo de tu habitación. Tu sangre, madre, el arroyo de sangre hasta la escalera cuando salí de ti, los regueros de sangre del moribundo. El hierro, los fórceps. Era tu prisionera tal y como tú eras la mía. Olvidada, abandonada cerca del arroyo de tu sangre cuando llegué. Es normal, te estabas muriendo. No me limpiaron los restos del parto hasta mucho después. Pero aquellos que te señalaban con el dedo, aquellos que te negaban un techo antes de mi nacimiento, esos estaban pegados a mi piel.

 

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Ella me ha dado sus fotografías. Es un instante extraño aquel en que interrogas a un desconocido en una imagen, cuando tanto la imagen como el desconocido son tus nervios, tus articulaciones, tu médula espinal. Nacida de padre desconocido. Le miro. (…) ¿Tiene ocho años? ¿Diez? Ese rostro suave, con cuánta precisión contemplan sus ojos claros un sueño. La boca está entreabierta y por ella entra también el sueño. Es un niño ligero, reñido con su fantasía. Puede caminar sobre las prímulas sin marchitarlas. Sentado sobre la silla y sobre el chal de flecos del fotógrafo, con la pierna izquierda doblada bajo la derecha, de pantorrillas bien formadas sin llegar a resultar gruesas, las rodillas redondas, muy afable, los botines ceñidos y los calcetines incrustados, las manos abandonadas a fuerza de ser infantiles, los dedos finos, las uñas limpias como si la manicura ya se ocupase de ellas, este niño elegante e irreal viste una blusa marinera blanca con un cuello de seda oscuro con lunares blancos. Un nudo de lazo completa la punta del cuello, la pechera a rayas. Me gusta ese niño ausente de sí mismo, me gusta su fragilidad de anémona. De haber tenido su misma edad, le habría mirado con insistencia. Un domingo de frío, de enfermedad, de desesperación, de soledad, quemé sus fotografías junto al certificado de defunción.

 

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No como, no quiero comer. Mi infancia, hasta ahora, es el hastío de las comidas que son dramas. No tienes hambre. Deberías tener hambre. Hay que tener hambre. Si no comes enfermarás como él, si no comes no saldrás adelante, si no comes morirás. Te voy a moler a palos si no comes. No puedo decir nada. Sufro y hago sufrir mi falta de apetito. Mi madre está obsesionada con la tuberculosis. Sus ojos endurecidos por el terror me aterrorizan a mí. Quiere prevalecer sobre mi mala salud. Lo recuerdo: tengo seis años, lloro, sollozo sola en un rincón: no tengo hambre, no quiero. Mi madre rechina los dientes, ruge. Yo estoy en la jaula y la fiera está fuera. Mi madre ruge porque no quiere perderme. Pasó mucho tiempo hasta que lo comprendí. Cómo podría yo levantar mi tenedor cuando ella me mira así. Mi madre me asusta, me subyuga; me pierdo en sus ojos. Tengo seis años, saboreo su juventud, su belleza severa.

 

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Cinco años más tarde fui consciente al fin de que estaba muerta, de que la amaba, de que no volvería a verla. El ciprés junto a su tumba me desesperaba. Su color, cada vez que llegaba, se me antojaba una antorcha de ira.

Ella me mimaba y su muerte me liberó. Me mimaba tanto que, cuando me arriesgaba a jugar con un niño o una niña, habría deseado que sus manos fuesen de cera templada. Si me hablaban con voz áspera, si me devolvían un rastrillo con un gesto brusco, aparecían las lágrimas: confundía la rudeza y la brusquedad con la hostilidad. Estaba sola, el mundo estaba contra mí en cuanto se alejaban los niños y niñas a los que mi fragilidad impacientaba. Sollozaba si reían, y sus risas arreciaban. Me perdía entonces en la falda negra de mi abuela, sola, protegida, sin límites. A los cinco, a los seis, a los siete años yo lloraba de improviso, lloraba por llorar, con los ojos abiertos ante el sol, ante las flores. Tan pronto Fidéline callaba, me daba la espalda o charlaba con una mujer de su edad, el suelo bajo mis pies estaba ebrio. Me sentaba junto a ella en el banco, deseaba para mí una inmensa pena, la conseguía. Cada lágrima, cada sollozo me aislaba del mundo. Fidéline murió y yo gané aplomo.

 

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A menudo he recorrido mis labios con los dedos; más tarde, he ensortijado también mi vello púbico con un dedo antes de quedarme dormida, al despertar, mientras leía en la cama. He hecho eso sin disfrutar hasta los veintiocho años. Era un pasatiempo, una comprobación. Olía mis dedos, respiraba el extracto de mi propio ser al que no atribuía valor alguno.

 

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Desayunábamos y mi madre me contaba las fealdades de la vida. Cada mañana me ofrecía un regalo terrible: el del recelo y la suspicacia. Todos los hombres eran unos cabrones, unos desalmados. Al hablar, me miraba con tal intensidad que me hacía preguntarme si yo misma era un hombre o no. Ni uno solo de ellos redimía a otro. Abusar de ti, ahí tienes su objetivo. Yo debía entenderlo y tenerlo presente. Cerdos. Todos unos cerdos. (…) Mi madre me explicaba todo. Estaba prevenida, en el futuro no debía cometer un error. Los hombres siguen a las mujeres y no se debe parar. Yo escuchaba y si jugaba con las migajas sobre la mesa, mi madre me señalaba con su mirada que no estaba prestando atención. Yo cruzaba los brazos, el universo era un camino por el cual había que avanzar, sin detenerse jamás: si surgía la sombra de un hombre, se la debía destruir caminando siempre sola, siempre más rápido. Siempre sola, siempre más rápido, la mecánica indispensable del onanista. El camino, a cada lado, te arañaba con arbustos gesticulantes. Seguir a un hombre, escuchar sus palabras, ceder a él… ¿Qué significaba ceder? No volver a ver la sangre, engordar hasta que un niño salga de tus entrañas, caiga en el arroyo contigo. Tras semejante lección, la falta era imposible: estaba prevenida. Mi madre se había superado en coraje, en energía, en magnanimidad cuando dejó la casa de André. No perdonaba a otros hombres lo que había hecho tan solo por uno. He hablado de ello de otra forma en Ravages (“Estragos”), en L’Asphyxie (“La asfixia”). He mezclado la realidad con la novela. Tras la muerte de mi abuela, mi madre quiso transformar a una niña en confidente íntima. Por desgracia para ella y para mí, he sido su receptáculo de dolor, de furia, de rencor. El niño retiene sin comprender: un océano de buena voluntad que recibe un océano de palabras. Sufrí demasiado pronto su humillante experiencia; la arrastraba como un buey arrastra el arado. La afrenta en sus entrañas se hacía universal. Mi madre sufría en el pasado y en el presente cuando decía que yo tampoco tenía corazón. He retenido en exceso sus predicaciones, sus evocaciones. Meandros de olvido, revancha de la inocencia, hasta los diecinueve años creí que las mujeres daban a luz por el ombligo.

Berthe, madre, me convertí en tu marido antes de tu matrimonio. Rascaba con mis uñas la tierra de los jardines, robaba guisantes, me burlaba de las alambradas. Te casaste y me compraste lo mejor de la confitería, me has pagado las pálidas esmeraldas en las vainas de mis guisantes. ¿Por qué robaba yo? Porque éramos pobres y vivíamos racionadas. Robar valiéndose de las uñas, tomar de la tierra aquello que da en abundancia, qué fiebre color burdeos, qué motín en el corazón.

 

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A menudo, mi madre me anunciaba en el desayuno: “Hoy tenemos qué comer, pero mañana…” Vaciaba su monedero sobre la mesa y a mí me fascinaba aquel dinero y el que nos había de faltar al día siguiente. Desolada, intrigada, oprimida, comía rebanadas de pan con manteca de cerdo y azúcar en polvo. “Al día siguiente, él [el contrabandista] me daba alguna cosa”, me cuenta ahora mi madre. Yo robaba las grandes coles en la parte trasera de las carretas alemanas a riesgo de recibir un latigazo y mi madre las repartía: no digería la col. Yo me sentía ofendida. Nuestra pobreza nos tendrá encantadas y obsesionadas. Edredón, detonación, bombardeos. Bajábamos al sótano y tú me estrechabas contra ti. Eras tú cuanto yo tenía, madre, y tú querías que muriese contigo.

 

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No puse los pies en una escuela durante seis años a causa de la guerra y la enfermedad. Leer me fastidiaba. “Coge un libro, aprende algo, mira que eres perezosa”, se lamentaba mi madre. Yo prefería mis brazos cruzados, el balanceo de mis pies, los padrastros que mordisquear en torno a mis uñas, los pellejos de mis labios que saborear, un mechón de cabello que atrapar entre mis dientes, el olor de mi brazo desnudo.

 

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Más tarde, un niño de doce años vino por la noche, mientras que mi madre, sentada con las vecinas, velaba sobre los escalones azulados de nuestra casa: yo los baldeaba con agua y así resaltaba el azul de la piedra. Félicien me preguntaba si prefería pasear o caminar por la cerca del huerto, cerca de las palabrerías y la cháchara. Apoyaba su mano en el botón de cobre de la fuente y escuchábamos el ruido del agua. Yo apoyaba mi mano sobre la suya, él la retiraba y la apoyaba sobre la mía, y así sucesivamente. No hablaba, pero rebosaba brío. Si el aro que yo apoyaba contra la pared caía, él se lanzaba a devolverlo a su sitio. Conocía mis costumbres. De repente, echábamos a correr el uno junto al otro. Antes de que me quedase sin aliento, él frenaba y me decía: “Caminemos.” Céline había perdido a su madre y a su abuela. Una noche en la que jugábamos a dar brincos desde la acera a la calzada, Félicien dijo entre dientes: “Le pedirá la habitación delantera a Céline, cerrará los postigos y me esperará allí.” Él ordenaba y yo obedecía. Debía esperar hasta el día en que mi madre iría a la ciudad con Céline, que había aceptado dejarme sus llaves. Tan pronto como las dos siluetas desaparecieron, entré en casa de Céline y cerré los postigos. Apenas si le aguardaba cuando él llamó a la puerta del pasillo. Me pareció que se había frotado los ojos, las mejillas, los labios. Todo brillaba. “Quítese la ropa”, me dijo, casi malévolo. Nos tratábamos de usted porque siempre nos veíamos al caer la noche. “Quítese la ropa”, repitió, “vamos a casarnos.” Obedecí. Él se desnudó también y me dio la espalda. Yo me tendí sobre la cama; podía oír el latido de mi corazón, pero no tenía miedo. Él subió a la cama. Veía su miembro como otras veces había visto el de otros chicos en los barreños los sábados por la noche, cuando llegaba de improvisto a la hora del baño. “Cierre los ojos,” me dijo él. Los cerré y adiviné que él avanzaba de rodillas, evitando hacerme daño. Sentí el roce de la suave carne sobre mi frente, sobre mi mejilla, sobre mi otra mejilla, sobre mi párpado, sobre mi otro párpado, sobre mi boca cerrada, allí donde estaban mis senos, sobre mi pubis sin vello. Ligero, se tendió sobre mi cuerpo desnudo y me advirtió: “No respiremos.” Le obedecí. Sus cabellos mojados enfriaban el hueco de mi hombro. Mucho después, respiró y yo lo hice con él. “Me he casado con usted,” dijo. Se incorporó, se vistió nuevamente dándome la espalda y se marchó sin decirme adiós. Alisé la sábana y reabrí los postigos: la luz era un regalo. Volví a casa y lloré sin aflicción, me preguntaba por qué lo hacía. Él me ignoró cada vez que volvió a nuestro barrio.

 

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Los bastardos están malditos, un amigo me lo ha dicho. Los bastardos están malditos. (…) ¿Por qué los bastardos no se ayudan entre sí? ¿Por qué se rehuyen? ¿Por qué se detestan? ¿Por qué no crean una cofradía? Debieran perdonárselo todo, puesto que tienen en común lo más preciado, lo más frágil, lo más fuerte, lo más sombrío que poseen: una infancia torcida como un viejo manzano.

 

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¿Cuándo me explicó mi madre que iba a casarse en el pueblo con un hombre de la ciudad, que regresaría a nuestra ciudad, que yo iría al colegio, que sería de nuevo pensionista? No lo recuerdo. Casarse. No lo entendía, no lo comprendía.

Un vehículo cerrado, llevado por un cochero, llegó una tarde. Tras una breve comida en el comedor de la granja, mi madre subió al cupé junto al hombre con quevedos que había visto cuando vivíamos en “Los Glacis”. Él me dijo: “Hasta la vista, pequeña mía.” Mi madre se había casado, el cupé se los llevó a ambos al crepúsculo. Respiré. Volvía a ser una campesina entre los campesinos, sí, pero al anochecer…la obsesión…¿Qué palabra ha elegido mi madre para introducir a ese hombre en mi vida, qué significa esa palabra? ¿Un suegro? Un suegro es el padre del esposo, es el padre de la esposa. No, no puede ser eso. ¿Qué significa esa palabra? “Vas a tener un padrastro…” Es un padre artificial. Es una muñeca que abre y cierra los ojos, que dice: soy un papá. ¿Qué es un padre? ¿Qué es un padrastro? Vuelvo a dormirme. Tengo madre, ella arrastraba los muebles en nuestra casa. Ella era, al mismo tiempo, padre y madre.

 

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El día que siguió a mi regreso a Valenciennes para volver a estudiar interna, me levanté exactamente a las nueve y media. Una hora después me dirigí a mi padrastro, con miedo, sin ímpetu. Le saludé con un “buenos días, señor”, le besé. Él me respondió: “Buenos días, pequeña mía.” Esa expresión, dicha con cierta distracción por un hombre que no era un extraño puesto que le besaba, pero al que llamaba “señor” al besarle dos veces, me aterrorizó. “¿A qué hora te levantaste?,” me preguntó, a lo que yo respondí casi con alegría: “¡A las nueve y media!” Me miró, me escrutó, sus ojos eran fríos tras los cristales de los quevedos. Añadió entonces: “No es necesario mentirme.” Quedé pasmada más de treinta años. Desde entonces, él me asustó y yo fui incapaz de ser yo misma. ¿Por qué habría hecho yo trampas con la hora? ¿Acaso quería él juzgar en el primer contacto, sus ojos fijos en los míos, al seductor de mi madre al que yo me asemejaba? Un bastardo debe mentir, un bastardo es fruto de la indiscreción y la mentira, un bastardo es la reserva de las irregularidades. Me sentía intimidada, quería mostrar buenos modales. Es así como puede dar comienzo la hipocresía. Comprendía de forma confusa que él hubiese querido hacerme desaparecer. Era yo el lastre de un gran amor, una mosca sobre un paño blanco.

 

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(…) Recordar a los catorce años…es demasiado pronto.

(…) No he pasado hambre en casa de mi madre y su esposo, pero en las comidas me sentaba en una silla con tres patas. De los catorce a los veinte años, ha faltado la cuarta. Esa cuarta pata no era otra que el difunto, el seductor de mi madre.

Trajiste al mundo un río de lágrimas, madre. (…) Sí; más tarde daba portazos, no te soportaba. Mi herida se reabría. Mi herida: la que me infligieron cuando te arrancaron de mí. ¿Celosa? No. Nostálgica hasta sentir vértigo. Repudiada a pesar de tus bondades, madre. Oh, sí; exiliada de nuestro edredón que nos calentaba durante los bombardeos.

(…) ¿Dónde nací? ¿Dónde caí tras salir del vientre de mi madre? En un sombrero de copa. Hubiese preferido seguir llamando a mi padrastro “señor”. La palabra “padre” era siempre la misma espina en mi gaznate. Me preparaba para decir “buenos días, padre” como quien se prepara para la mesa de operaciones. Al fin y al cabo, había habitado una tierra sin hombres desde que mi madre me advirtiese contra ellos.

 

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Me sentí inundada durante la clase, pedí permiso para salir. Tenía el sexo caliente, abierto a todo cuanto encontraba en el patio de honor del colegio. Entré en los baños, palpé con mi mano, comprobé aquello que esperaba, aquello que presentía. El interior de mi mano estaba teñido de rojo, pegajoso.

Pedí tomar lecciones de piano. Las neuralgias, las punzadas en los oídos, las anginas me debilitarían menos. Suplicaba a mis compañeras, les decía que tiritaba y ellas aceptaban cederme su lugar junto al radiador. Yo dormitaba, con la cabeza inclinada sobre el mismo, y esperaba a que acabase el estudio de la tarde para subir y bajar la escala. La débil luz eléctrica empobrecía las charlas, las reprimendas. Era como si tuviese que engullir raciones de lentejas fuera del refectorio. El estudio de la tarde…una prueba de monotonía por mi pereza. Aprendía mis lecciones sin comprender, sin retener. Estudiar no me parecía serio. Con mi trabajo hecho de forma chapucera, regresaba a mi caverna y el caracol en mi cerebro volvía a entrar en calor. Admiraba a las alumnas estudiosas, inteligentes, dotadas. Nunca se me ocurría pensar: “No tengo más que ponerme a ello.” Si me aplicase, podría reconquistar el paraíso perdido del esfuerzo, las buenas notas, las recompensas, los elogios. No, no era yo una perezosa a la que asaltasen las dudas. Mi libro de geografía me gustaba por los diminutos detalles en los mapas. La bonita lombriz azul pálido, unas veces apacible, otras retorciéndose, era un río que atravesaba Francia. Un grano de café: una isla con millares de habitantes. Tenía más coraje que todas las alumnas juntas para estar sola al lado de mi compañera. Los plátanos de sombra, desnudos o vestidos, me gritaban: se acabó el vals en el cafetín, se acabó Marly. Tenía más coraje que todas las alumnas juntas cuando se me interrogaba, cuando me paralizaba, cuando, tonta, me atontaba, cuando comenzaba a ver en los ojos ajenos que era fea, que eso les divertía, que se daban codazos.

 

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Aquellas vegetaciones durante las vacaciones, al principio del matrimonio de mi madre…con este motivo, una calesa esperaba delante del negocio de ambos. Subí a ella con mi madre para acudir al laringólogo y, mientras ella me preguntaba si tenía miedo de la pequeña operación, yo no me atrevía a preguntarle a mi vez: “¿Es la misma calesa, se parece a la que vino a Arras?” Tras la intervención, vomité sangre en los cojines del vehículo. Podía aguantar el escozor en mi garganta, pero no el reguero de sangre que tanto había esperado ella. Me reencarnaba en André, y la herida en mi garganta humillaba nuevamente a mi madre hasta en su matrimonio, incluso en el negocio gracias al que ella salía adelante. Cuando me preguntaba si sufría, respondía que no con malicia. Yo sufría y rumiaba. Mi madre quería ayudarme a desvestirme, a descalzarme, yo me negaba. Me agachaba, desanudaba los cordones y cubría de sangre mis zapatos Oxford. “No quiero ayuda”, le dije a mi madre. Hoy estoy segura de que quería escupir la sangre como él lo hacía. Quería sentirme unida a él, comenzaba a pagar por él.

Sin gritar, sin cerrar de golpe la tapa de su pupitre, nuestra inspectora conseguía el silencio de sesenta alumnas durante el estudio de la tarde. Preparaba unas oposiciones y estudiaba más que nosotras. Nosotras la mimábamos; sí, mimábamos a nuestra niña, nuestro pájaro cuando bajaba del estrado. Tan pronto como ella llegaba a mi mesa, en cuanto ella se inclinaba sobre mi cuaderno, yo no respiraba: me lo había prometido. Yo me hacía a un lado en lo que me era posible. Dejaba de verla, de oírla. Ella estaba demasiado cerca. Yo ignoraba lo que quería. Sufría si se acercaba, sufría si se alejaba. A fuerza de no respirar, estallaba. Entonces ella, sorprendida, confiada, indiferente, preguntaba: “¿Qué ocurre?” Yo respiraba y me protegía con la excusa de un acceso de tos. Ella dejaba mi mesa, y yo la quería. Me dejaba caer sobre mi libro y derramaba lágrimas de rabia, de ignorancia, de impotencia. “¿Y ahora qué pasa?”, volvía a interrogarme, con un poco de indulgencia, a lo que yo respondía sin cortesía: “Tengo una migraña.” ¿Adivinaba ella acaso los primeros remolinos de la adolescencia? Los domingos por la mañana, si tenía la dicha de salir del colegio, le hablaba de la inspectora a mi madre en el cuarto de baño húmedo, y ella me escuchaba durante largo tiempo. Me comprendía y no se impacientaba. Le describía mi agitación; quería a mi oyente y sin embargo, mi madre comenzaba ya a dejar de ser la única.

Prescindía de los recreos desde que decidiera dar clases de piano. Teníamos anotadas nuestras horas fijas de estudio, pero podíamos estudiar más siempre y cuando encontrásemos un piano libre. Yo corría a la caza del tesoro y me alejaba con voluptuosidad de los gritos bárbaros de mis compañeras. Prefería la pequeña sala lejos del patio de honor, cerca del patio sin árboles con sus redes de baloncesto sobre el polvo negruzco. Una celda, una ventana de cristales opacos, un piano, una silla, eso era todo. Entraba y pertenecía al piano, y el piano me pertenecía a mí. Lentamente, un gesto tras otro. Si lo veía abierto, lo cerraba para abrirlo yo misma. Lo deseaba portador de un secreto cada vez que yo llegase. Desabrochaba mi musiquero en un rincón del cuarto porque antes de estudiar debía mantenerme a distancia de aquel mueble silencioso en el silencio. Cerraba nuevamente el musiquero. ¿El ruido del cierre? Ruido de triunfo para la silla, para el teclado. Sentada, menos encorvada que de costumbre, hojeaba el método. Intimidada, hundía un dedo en el agudo y después otro en los bajos: medía la extensión del teclado, deseaba el mismo silencio entre el agudo y el grave. Sin ceder al cansancio, estudiaba la escala cromática por su romanticismo y me alzaba sobre la tristeza en la tecla negra. No, no me cansaba de aquellas subidas y bajadas de melancolía coja. A menudo era presa del desaliento. Había comenzado a estudiar demasiado tarde, mis dedos no se desenredaban, mis puños no se libraban de los vendajes de escayola. Mi cabeza caía sobre las notas bajas del teclado, lloraba mientras que un trueno resonaba tras la destrucción de las notas. Secaba mis lágrimas sobre las teclas amarillentas por el uso, seguía estudiando. Prefería los ejercicios a los pequeños fragmentos que interpretaba mal. (…) Me despertaba por la noche con sudores fríos si no había estudiado lo suficiente. Diré más. Me despertaba tras quedarme dormida a la una de la mañana, después de haber llorado sobre la sábana por ser distinta a las otras alumnas en el dormitorio ya que ellas dormían, hablaban en sueños, discutían, reían mientras que yo permanecía insomne. Me levantaba molida, detestaba mis artículos de aseo, el paso de la inspectora por el pasillo. Hacía mi cama en mi pequeño cuarto entre dos tabiques, me dominaba, guardaba las crisis y las depresiones para más tarde. Cuanto menos dormía, más pedía estudiar piano después del desayuno. Tenía una cita; olvidaba que estaba privada de libertad.

 

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(…) Al casarse, mi madre aportó al matrimonio una carga, su “lastre”, como ella misma decía. El día después de su boda, mi madre comenzó a trabajar para pagar de inmediato el pan de su “lastre”. Antiguo alumno de la escuela Boule, experto en la madera, los estilos, las tapicerías, los briscados, los tafetanes, las sedas, mi padrastro le enseñó todo a mi madre, que a su vez trabajó de ocho de la mañana a once de la noche con el coraje, la voluntad, la energía y la generosidad presentes en el esfuerzo de aquellos que carecen de instrucción, que sufren. “Me volqué en todo aquello”, recuerda ella. Qué progresos, qué visión para los negocios. Organizaba y ponía orden en un viejo negocio de estancias sofocantes, de artículos insuficientes. Mi padrastro y los suyos eran de cortas miras. Mi madre pensaba a lo grande. Paciente, ligera y más flexible que otras por haber servido en casa de otros, mi madre levantaba, arrastraba y enseñaba las colecciones de papel pintado sin fatigarse de escuchar las historias de los clientes adinerados. Quería vender y vendía. Su paciencia, su modestia y su maña le hacían prevalecer sobre los caprichos, los antojos o las indecisiones. Oculta en un pasillo sombrío, a los catorce años y medio, yo escuchaba a mi madre sin verla, bebía su voz, me refrescaba con sus inflexiones. Yo la admiraba y sufría. La comerciante era una extranjera, se entregaba en exceso a los otros.

 

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Más tarde he cometido la audacia, el cinismo, la injusticia de reprochar a mi madre el hecho de haber traído al mundo a un ser feo. ¿Cuándo encontraré yo a un cíclope? Le querré. Le enseñaré un espejo, le diré: “Veo dos rosas en este espejo. Mira, te lo ruego: eres tú, soy yo.”

 

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“Aprende”, me decía mi madre. “No quiero que sufras las consecuencias de no tener una educación, como me ha pasado a mí. Escribir una carta sin faltas…” Una carta sin faltas: su tierra prometida. Yo le hablaba de las faltas de ortografía de Napoleón. Ella no se dejaba convencer y suspiraba. En aquellos momentos hubiera querido depositar mi libro de gramática a sus pies, sobre un cojín de camelias. He recibido de ella notas en lugar de cartas porque temía escribir mal las frases. Sus mensajes son abstractos como ella misma cuando le lavo la espalda.

 

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Cuando yo tenía dieciséis años, mi madre quedó encinta de un hijo legítimo. Una noche en la que estaba sentada a la mesa, callada como de costumbre (…), dije sin reflexionar: “Una mujer embarazada es fea.” Mi padrastro alzó la mirada, me contempló sin bondad. Si había pronunciado aquellas palabras era porque quería recuperar a mi elegante y esbelta madre, mi coqueta madre que iba arriba y abajo ante el gran espejo con la paciencia propia de la modelo de una casa de modas. Los puños de su camisa, su blusa interior de cuello cerrado con ballenas, su inmenso sombrero, elegido entre tantos otros; la nostalgia de todo aquello me hacía gemir. Gorda, pesada, mi madre engullía fideos en todas las comidas. No, no estaba celosa del fruto de su amor; yo vivía sola en otro mundo, fría, rígida, dudando de mí misma y de los demás. Por ello, anhelaba amores extravagantes, incestos. Quería una compensación, una revancha con lo anómalo. Una noche en la que mi madre estaba acostada, con mi padrastro velando en su despacho, ella me llamó: “Escucha, ven y escucha, el niño se mueve.” Yo apoyé mi oído sobre la sábana de su cama, sobre su vientre. “Me asusta”, le respondo a mi madre, “eso me asusta.” Le di las buenas noches y me retiré a mi dormitorio. Mi dormitorio, con el Pleyel silencioso: mis entrañas sin sobresaltos.

 

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Bien vestida, bien calzada, bien peinada, me hice más indulgente al evocar al seductor. Mi madre me describía al detalle antes de salir y decía: “Su padre, es su padre…” Su elogio indirecto me halagaba. Cada vez añoraba menos Marly. Una cesta, un cuchillo, unos dientes de león me habrían hecho sonreír. Quién sabe si no hubiese volcado la cesta con la punta de mi bonito zapato… “Su padre, es su padre…” Salía, me encontraba con el crepúsculo, me miraba en los primeros escaparates iluminados, volvía la cabeza hacia la penumbra, tosía varias veces para un transeúnte en la otra acera, me pavoneaba porque me parecía al tuberculoso, porque tosía como él. Iba a su calle y cortejaba las puertas y ventanas de su casa que ahora pertenecía a otros. No me decía: “Tu madre se fatigó por ellos y por él en el jardín, tu madre se las ha arreglado, tu madre ha tenido energías.” No. Yo iba y venía para tener la ilusión de ser la heredera de aquella gran casa, de aquella calle siempre dormida.

 

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—Él era protestante, tú también lo serás —me comunicó mi madre—. Debes informarte, debes ir.

Yo me informé y asistí al oficio del templo un domingo por la tarde. “Suba”, me indicó una mujer. Subí, el armonio me sorprendió. Los feligreses cuchicheaban mientras esperaban al pastor. Una puerta se abrió a la derecha del púlpito, al que subió un hombre de corta estatura vestido de negro, con un rostro apacible y libros y papeles en las manos. “Rezaremos a Dios”, dijo él. El pastor le hablaba, le tuteaba, repetía a menudo: “Te invocamos, oh Dios nuestro todopoderoso.” Aquel “nosotros” rozaba algo. ¿El qué? Todos aquí oyen a Dios, me decía, y yo no oigo nada. Alguien hizo el preludio con el armonio. Una mano regordeta de uñas cuidadas tomó el libro de Cánticos sobre mis rodillas. Todos cantaban. La mano me devolvió el libro abierto por la página indicada por el pastor. Yo canté. “Prosigamos, hermanos míos”, dijo el pastor. Un dedo carnoso como el de un niño pequeño se posó sobre la página de mi libro, indicó el pasaje. No volví la cabeza, no di las gracias. Ya no cantaba. Estaba entre ellos y era diferente a todos. El pastor abrió un grueso libro y anunció los salmos que leería. Alguien se acercó y puso bajo mis ojos una biblia abierta. Yo seguía aquello que el pastor leía. Miraba los caracteres minúsculos, el papel fino como papel de seda, miraba también la mano que sostenía la biblia, la otra mano enguantada en piel de cabritilla. Al fin, giré la cabeza. Blancura, rojeces, transparencia, temblor, la fragilidad de la más frágil de las zarzarrosas. De ser más delgada, no tendría esa tez. Ser rolliza, tener su boca pequeña, pequeñita. Era hora de bajar la mirada. Sus pantorrillas formaban un ligero michelín sobre la caña de sus botines. Es anticuada, va demasiado cuidada. Increíble: osa limpiar los cristales de sus gafas durante el sermón. Cerremos los ojos, ya que ellos los cierran. Buscar a Dios, qué trabajo. Si uno de mis cabellos se descolocase, si cayese una de mis uñas mientras que yo busco a Dios… Animamos a los buenos alumnos… Un buen movimiento, Dios todopoderoso. Dios descansa, Dios todo lo ha creado. Fidéline hacía girar una llave en su misal. Abramos los ojos. “Cantaremos el cántico…Versículos…” Es por ese “nosotros” que me tendrán aquí el próximo domingo.

—Le traeré una biblia y un libro de cánticos, serán para usted —me ofrece la chica en la puerta del templo.

Por la noche, en mi cama, para ayudarme a recordar ese rostro y sobre todo esa mano, mis dedos ensortijaban el vello de mi pubis, inocentemente. Un pasatiempo en plena concentración.

(…)

—¿Cómo se llama?

—Me llamo Aline. Aquí tiene la biblia y el libro de cánticos. Subamos.

—Subamos.

¿Quién me lo indicaba? Me quité los guantes y los eché en mi bolso. ¿Quién me indicó: sostén tu libro con la mano izquierda? No creo en el Maligno. Si Dios existe, no tiene rival. El infierno es nuestra ambición del mal. Obedecía a un dictado. Su brazo se deslizó bajo el mío, mi mano estaba en la suya, sus dedos entre los míos. Yo cantaba lejos del cántico, un rayo de sol alumbraba mi rodilla. Ella estrechaba mi mano con todas sus fuerzas, yo estrechaba su mano con todas las mías, el pastor indicaba que había que volver a cantar. Sus dedos se separaban de los míos con la delicadeza de una flauta al distinguirse del oboe. “Oremos a Dios”, dijo el pastor. ¿Regresarán los dedos de la chica? Con los dedos entrelazados, habíamos escuchado el sermón. Estaban todos tan absortos que no reparaban en nuestra unión. A la salida la evité: salvaje, no me despedí de ella. Por la tarde, por la noche, por la mañana, al día siguiente y al pasado también, yo me aplico en revivir sus dedos entre los míos. Al domingo siguiente Aline se ocupaba del armonio, y yo no me atrevía a afligirme en el templo. Al pie de las escaleras, ella me preguntó si quería tricotar para los niños de la escuela dominical. Las agujas se cruzaban por nuestros dedos entrelazados. Mis padres no daban crédito: yo corría al templo, corría para oír a los predicadores, me convertía en una persona caritativa. Tenía un secreto, un trampolín: la mano en la mía. A menudo, por la noche, mis padres insistían y yo les cantaba el famoso cántico Tenons nos lampes prêtes (“Tengamos preparadas las lámparas”). Desentonaba con tal diligencia que lloraban de risa. Vivía yo, pues, por un brazo, por una mano, por la biblia y el libro de cánticos del oficio de los domingos. Cuando el oficio terminaba, yo la evitaba y ella me evitaba a mí.

No obstante, ella me invitó a escuchar música de conjunto en casa de sus padres, a la salida de la ciudad. Su madre me condujo a la pequeña fábrica de jabón en la que Aline, ataviada con una larga blusa blanca, trabajaba con su padre. Reconocí su corona de cabellos rubios. “No me des la mano”, me dijo ella. Aline se ocupaba del empaquetado. Su padre no separó los dientes. Me asaltó como un rayo aquel olor químico, indolente, en segundo plano.

Cenar con protestantes…aquello era una locura. La música de conjunto me aburría. Aline tocaba el violín. Si la velada se prolongaba, tendría que quedarme a dormir con ellos. La velada se prolongó con la conversación del violín, el violonchelo y el piano. Yo escuchaba y mis cabellos oscurecidos por el aburrimiento caían suavemente sobre la ranura de las puertas. Finalmente, la familia y yo intercambiamos las buenas noches.

En su cuarto de baño me trastornó el mismo olor a pastilla de jabón. Apagué la luz y esperé descalza, vestida con un ligero camisón de noche.

Aline me sonrió en su cuarto, desde su cama, cerró la biblia y la dejó sobre la mesilla de noche. Un cuarto que relumbraba de virtud. Ella dormiría con su corona de cabellos rubios. Yo entré en la cama. “Apague la luz”, dije con dureza. “Ya”, respondió Aline con dulzura. Encontró mi mano y la estrechó como lo hacía los domingos. “¿Por qué calla?”, me preguntó. Yo estreché sus dedos con furor. “Vamos a dormir”, le respondí. Yo no quería dormir. Ignoraba lo que deseaba aquel arco tendido de la espera. Cinco minutos más tarde, Aline dormía. Las cosas, los objetos me impusieron por un momento, así como el silencio, más severo que el de mi propia habitación. Derramé lágrimas sobre la almohada ajena. Nada podía hacer yo contra el sueño de una zarzarrosa. Escuchaba su respiración, escuchaba el movimiento de la más antigua de las máquinas: el cuerpo humano. Me dejaba atrapar por aquel cuento de Las mil y una noches: una respiración apacible. Me acerqué a Aline, busqué su boca, robé el beso que di. Aline no se despertó, mis labios sobre los suyos no insistieron. Había tenido el aliento de la zarzarrosa en mi boca, aquello me bastaba.

Tuve tiempo de reflexionar más tarde sobre la comediante en que me había convertido desde que ya no era una niña de las calles. Ya no hablaba por miedo de hablar mal, pero a menudo, lo más a menudo posible al principio del matrimonio de mi madre, me iba a distraer a las obreras tapiceras del taller de mi padrastro. Imitaba los gritos de las pescaderas. Si mi padrastro aparecía, yo empalidecía, me sonrojaba, me avergonzaba de distraer a sus empleadas y, lo que era peor, de ser yo misma. Mi examen de conciencia sobre un colchón mullido, bajo un edredón nublado. ¿Qué hacía yo en esta tierra? Nada. Vivía del trabajo de mi madre. Su matrimonio me había corrompido. Con esto quiero decir que, con la posibilidad de darme una educación, mi madre me había arrebatado mi coraje de Marly, mi armadura de niña de las calles. El piano, los libros. Yo no me decía que Tolstói y Dostoyevski valían años de colegio. No hablaba de ellos: eran los confidentes de mis noches blancas. Vivía en sus universos, me entregaba a sus personajes, los devoraba porque cuanto más leía sus novelas, más se recrudecía el hambre a cada página. La vida no se compone únicamente de noches de lecturas y de escalas cromáticas. No entendía nada, nada retenía, no conseguía ninguna recompensa. Mi madre no me regañaba: firmaba mi boletín escolar sin leerlo. Aquella noche, en la cama de la pura Aline, en el corazón de un hogar protestante, tuve suficiente, francamente suficiente del templo protestante, del catequismo que pronto habría de seguir. Yo no negaba a Dios. No le situaba en lugar alguno. Durante la semana, entraba a veces en las iglesias como un químico que comienza de nuevo el mismo experimento.

Seguí el catecismo sentada enfrente de uno de los sobrinos de André. Se parecía a su tío. Yo le miraba sin franqueza y él hacía lo mismo conmigo. Él callaba y yo permanecía igualmente muda, él se abstenía y yo también cuando los otros catecúmenos trataban superficialmente cuestiones de teología. “Pronto comulgará”, me dijo el pastor. Le miré un momento y le respondí que no estaba preparada para tragar el cuerpo de Cristo. No volví a aparecer. Nunca he comulgado. Así es como perdí el brazo, la mano, los dedos de Aline.

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