«Déjate ver» de Gema Nieto

 

 

 

 

 

 

 

 

Llamarle como el Cid le predispondría a grandes hazañas. Compartir su nombre le determinaría sin duda hacia un destino ineludible y glorioso del cual no cabría dudar. El héroe nunca se cuestiona el sentido de su cruzada, la lleva a cabo simplemente porque es justa, pero sobre todo porque es su cometido y a él se debe, porque la grandeza de un hombre crece con el cumplimiento de su misión y porque es la verdad la que está llamado a defender aunque tenga que imponerla con la espada. La parafernalia de la espada y todo cuanto la rodeaba, precisamente, era lo que más le llamaba la atención mientras estudiaban el cantar de gesta en el colegio. La sangre cayendo por el brazo del Cid desde la empuñadura de su espada le parecía todo un símbolo de identidad y determinación. Eso era, a eso estaba llamado. Con las piernas apretadas contra los lomos del caballo, hendía, una y otra vez, el acero en la carne, y mientras alguien en clase leía los versos él imaginaba su brazo resplandeciente bajo el sol implacable de Castilla. Nombrado igual, él también estaba destinado a realizar proezas. Y todo sumaba en la épica para hacerla notoria, no había razón para considerar inútil ningún movimiento previo, cada instante contaba y todos eran igualmente importantes en la consecución del éxito, desde afiliarse al partido hasta contestar el teléfono cada vez que sonara.

            —Déjate Ver, ¿dígame?

            —Sí, eh… buenos días…. —una voz titubeante al otro lado—. Mire, yo querría hacer una donación en ayuda de las familias y según he entendido en su boletín mensual, ¿ustedes invierten dinero para defender sólo un tipo de familia?

            Al responder a la evidencia se siente investido de la plena autoridad del héroe:

            —Sólo hay un tipo de familia, caballero, los otros tipos no lo son.

            —Sí, verá, es que tengo una duda… yo me refiero, por ejemplo, a la familia de un padre viudo con un hijo que… que se declara homosexual. El padre, quiero decir, el padre es homosexual, no el hijo.

            —Eso no es una familia.

            —Ah, entiendo, ¿entonces qué es?

            ¿En serio? ¿De verdad la gesta pasa por explicar una evidencia del calibre del heliocentrismo? Sea. Todo cuenta para la causa.

            —Todo el mundo sabe qué es una familia y qué aspecto tiene. Le remito a nuestro boletín de junio, acaba de salir a la venta y en él lo explicamos todo mucho mejor, en relación también con la manifestación de la semana que viene.

            —Gracias, lo compraré. ¿También se explica ahí el caso de la familia que le he comentado?

            —Lo que usted plantea no es una familia.

            —¿Entonces qué es?

            —Una familia no.

            —Quizá un grupo de personas, ¿no? Perdone la insistencia, quiero entenderlo bien antes de efectuar mi donación, yo estoy de acuerdo con ustedes.

            —En efecto, un grupo, así podría definirse.

            —Un grupo de personas, digamos, que conviven en una misma casa, se muestran afecto y se cuidan entre ellos, ¿no? Pero sin ser familia.

            —Sin ser una familia. En cuanto a su donación, si es tan amable de darme sus datos…

            —Vaya, así dicho cuesta un poco ver la diferencia entre una familia como Dios manda y una invertida…

            —Pues la hay, se lo aseguro. ¿Qué cantidad desea…?

            —Claro, y tanto que la hay, pero engaña esa similitud…

            —En nuestro boletín de junio lo explicamos mejor.

            —Seguro que sí, esperaré a leerlo y vuelvo a llamarle. Muy amable, gracias.

            Maldita sea. Diez minutos perdidos, imposible añadir tal despropósito de conversación a la hucha de la gesta. Un tiempo completamente malgastado con la cantidad de trabajo que le queda por hacer todavía, terminar de redactar su artículo para el boletín de julio, maquetar los panfletos de propaganda y, sobre todo, dar con un lema ingenioso que contente a su jefe igual que ha conseguido con otros anteriores, aunque esta vez el tiempo se le agota y es difícil concentrarse con tanta gente llamando para afiliarse, para pedir información o únicamente para tocar los coj…

            —Rodrigo, ¿tienes ya listo ese lema?

            Ni siquiera le ha visto venir y ahora le tiene plantado justo enfrente de su mesa mirándole con impaciencia, los dedos tamborileantes sobre el borde al lado de los papeles.

            —Estoy a punto de dar con él, sólo tengo que descartar un par de opciones…

            —Queda una semana, tenlo en cuenta —su jefe le mira con desconfianza y se da la vuelta para marcharse.

            Aunque tienen el lema de la pancarta principal («Por las familias reales, no las impuestas»), necesitan otro secundario que sirva de gancho y de inscripción en globos y camisetas, y se le está resistiendo. Queda una semana para la manifestación y todo tiene que salir perfecto. Sabiendo que también van a asistir muchos niños, se le ocurrió a él encargar chocolatinas con formas de hombres y mujeres unidos por un corazón central de chocolate blanco, y también fue suya la idea de alquilar una avioneta con la pancarta. Toda la ciudad la vería cruzar el cielo con su cartel ondulante como la cola de una cometa y levantaría la cabeza para seguir con la mirada su sinuoso rastro de serpentina. Aunque no quisieran, todo el mundo la vería desde cualquier barrio. Tenían el lema principal, los globos amarillos, las chocolatinas y la avioneta, pero su jefe había insistido en la necesidad de una segunda consigna, más breve y pegadiza, que los niños pudieran repetir canturreándola y que los adultos convirtieran incluso en aforismo duradero. Su jefe espera mucho de él, tanto como su propio padre, cofundador de la asociación, y no es para menos dada la importancia del asunto: ellos son los defensores de la verdad, los únicos en este país que parecen conservar la cordura, los convocantes de una gran manifestación en pro de la pareja, del amor universal y de la familia entendida de manera unívoca, no en contra de nadie, es importante puntualizar esto, que ellos no odian ni persiguen a nadie, pero la familia y el matrimonio son instituciones ancestrales que han definido su composición y su esencia desde la época de los romanos y no puede alterarse así como así por el capricho de unos pocos enfermos, desviados que cualquier psicólogo diagnosticaría como víctimas de una tara emocional o biológica. Y aun así, pese a todo el daño que son capaces de causar, la asociación en ningún momento pretende transmitir sensación de persecución. No les queremos, de acuerdo. Ojalá pudiéramos librarnos de ellos, ojalá no existieran. Pero nada de estrellas rosas ni hornos crematorios, nosotros luchamos desde la tolerancia y el respeto a las leyes naturales, las mismas que ellos pervierten con impunidad a través de esa aberración del matrimonio entre personas del mismo sexo. Ni la asociación ni el partido alientan ninguna violencia contra nadie, sólo pregonan la verdad que muchos no quieren ver. Porque ¿qué será entonces lo siguiente, casarse con tres personas o formar familia con tu perro? Es absurdo, tanto que no ve la diferencia entre estas exigencias y los matrimonios concertados con niñas en la India o esos musulmanes que tienen diez esposas. La verdad es común e incuestionable, quién es nadie para oponerse a ella, la verdad es… De repente surge el fogonazo. Rápidamente apunta en un papel: «Hombre + Mujer = Matrimonio. Hombre + Hombre: ¿Hombremonio?». Le parece genial y está seguro de que su jefe, cuando lo vea, también se entusiasmará. Hombremonio. Quizá los diseñadores lo puedan acompañar con algún dibujo de un mono o de un demonio. Cada vez se siente más orgulloso de su ocurrencia. Y con esta absoluta satisfacción del deber cumplido da por finalizado ese día en su cruzada y, como es viernes, se marcha a comer a casa de sus padres. Al salir de la oficina, el calor de junio le golpea con toda su saña en plena cara.

 

Verle nadar era casi un milagro. En la placidez de la siesta, el único movimiento el de su cuerpo bajo las sombras de las ramas, sus brazos alargándose entre espasmos de sol y su espalda recogiendo las mismas ondulaciones del agua. Parecía como si no hiciera ningún esfuerzo por avanzar sino que fuera la misma corriente la que lo llevaba galopando, resultaba hipnótico ver cómo el agua se apartaba a su paso, cada músculo una fluctuación brillante y cálida, cada brazada un chapoteo de luz y silencio. Su cuerpo entero agua, forja líquida, temblor o reflejo del sigiloso adentrarse de la tarde mientras él, escudero suyo en esas horas, contenía en la mirada la única espera de su adolescencia en aquellos campamentos donde el verano era auténtico y no una plancha de metal sobre el cerebro ni el asfalto estallando contra los oídos, sólo el rumor del agua y Sebastián bailando en ella. Se tendía sobre las hojas tiernas y con el ir y venir del agua se marchaba él también, adormecido, se dejaba ir hasta el claro de una espera tranquila que no tenía más remedio que llegar, como una eterna promesa anunciada cada verano mientras contemplaba a su monitor escabullirse y resurgir en cada pequeña ola de sol, sosegado, vigilante, seducido no por su cuerpo sino por su presencia y la perfección de su impulso. Hay movimientos perfectos, y él parecía dominarlos todos. Se apoyaba con los antebrazos en las tablas del pequeño embarcadero y se giraba, la cabeza rubia brillante de sol, hacia algún otro chico que llegaba corriendo para preguntarle algo.

            Le veía, ahora, colocar la fruta igual que atravesaba el agua, con delicadeza, sin dañarla, posando suave la caricia sobre su superficie, y siempre que paraba en su tienda camino a casa le atendía sonriente, porque no sabía dónde trabajaba ni quién era su padre, y tampoco pensó nunca en decírselo. Sólo le recordaba como aquel chico callado, un par de años menor que él, que estaba en su grupo de los campamentos de verano cuando eran adolescentes, al que le había enseñado a remar y a tirar con arco, a quien siempre veía tumbado en la orilla mientras él nadaba y los demás dormían la siesta. Cada vez que entraba en la frutería de Sebastián, pequeña y luminosa, Rodrigo volvía a contemplar la perfección de movimientos en sus manos, que colocaban con cuidado cada pieza por tamaños y colores, formando montones o pirámides, o seleccionaban las manzanas más rojas, las naranjas más dulces, para limpiarlas, pesarlas y envolverlas sin prisa. Mientras hace cola detrás de una señora, le escucha decirle a otro cliente por delante de él que le queda sólo una semana para casarse por fin con su novio, con quien lleva ya ocho años. El hombre le da la enhorabuena sonriente, la señora se une a las felicitaciones, comentan lo felices que les hace que por fin el matrimonio sea una realidad posible para todas las parejas. Rodrigo se gira discreto y sale a la calle sin que nadie repare en él.

 

Para su padre, abogado y político, cofundador de Déjate Ver, autor del libro Por la familia, del que él mismo compró la tercera parte de la tirada después de llamar cada semana a la editorial preguntando por las ventas y convencerse de que la chica de prensa y marketing no estaba haciendo bien su trabajo, el mundo se había vuelto completamente loco. No encontraba explicación ninguna a que todo, leyes, valores, cuestiones jamás discutidas, de repente estuviese al revés, y mucho menos entendía que aquel gobierno hubiese permitido semejante dislate e incluso lo fomentara. Jamás podría encontrar lógico que una persona con cualquier anomalía se mostrara orgullosa de su disfunción y encima exigiera trato especial por ello. ¿Acaso él si fuera diabético lo proclamaría con euforia a los cuatro vientos y pediría días y leyes especiales mientras al mismo tiempo reclamara igualdad? Nada tenía sentido. ¡Hombres con hombres, por todos los santos! Y dos mujeres era aún peor… ¿Qué podían hacer dos mujeres? Esa gente quería imponer la sinrazón colectiva. En personas como su hijo depositaba su fe por que todo volviera a su cauce en el menor tiempo posible; como no podía ser de otro modo, el absurdo tenía los días contados. Y cuando todo estuviese solucionado, el incendio convenientemente atajado de raíz y esta ridícula Babilonia destruida, su hijo tendría tiempo para encontrar una mujer y formar una familia auténtica, de verdad, con muchos niños educados en valores que serían el consuelo de su vejez y el reflejo de que el mundo marchaba según lo correcto.

            Rodrigo sentía a menudo que su padre le miraba disimulando el recelo a una insólita posibilidad, dando a entender siempre una sospecha o la inquietud que resumía en una sola pregunta: por qué no tienes novia y te casas de una vez, que ya vas para los treinta. Pero Rodrigo, en su fuero interno, se había convencido de que no la necesitaba, él estaba muy por encima de esos impulsos primitivos de emparejarse o copular, sus inquietudes eran mucho más elevadas, infinitamente más importantes. Enamorarse es de imbéciles que no tienen nada mejor que hacer. Tal vez al principio, cuando era más joven y menos reflexivo, había sentido envidia o celos de sus amigos y de las chicas que se acercaban a ellos, pero él había dejado de insistir después de aburrirse y considerar que no valía la pena malgastar sus energías en chicas que no le merecían. Nada que pudieran ofrecerle se comparaba a sus objetivos en la vida. Ningún deseo puede ser digno de él, situado, como los héroes, en una esfera virtuosa más allá del estoicismo y de la abnegación, un páramo de plumas en el que echarse a dormir o seguir avanzando por pura inercia mientras espera, quizá, que la vida de verdad se presente.

 

«Cerrado por boda gay». El letrero pegado en el cristal de la frutería, con grandes y onduladas letras rosas junto a una pequeña bandera arcoíris, le saltó a la cara como un insulto camino a la manifestación.

            Su padre iba en cabeza sosteniendo la pancarta, él se situó unas filas más atrás. Todos ellos, los cruzados incomprendidos de la causa justa, habían conseguido tomar una de las avenidas principales de la capital y convertirla en una riada de voces y consignas a favor de la familia, carteles como estandartes, globos amarillos, banderas y niños a hombros, una masa de ojos hambrientos, inflamados de ascuas, determinada a hacerle frente a la misma vida.

            El sol caía en picado sobre las cabezas que marchaban, por primera vez Rodrigo sintió en su propia piel el despropósito de convocar a las seis de la tarde de junio en Madrid. Y ni siquiera se había traído una gorra. Pero entre el calor y la algarabía avanzaba con el resto de bienaventurados, dispuesto también él a detener toda locura. El sol pegaba tan fuerte que pocos miraron hacia arriba para ver la avioneta con la pancarta. Por un problema de última hora con los impresores y los proveedores de la lona, ésta no resultó del tamaño adecuado, tuvieron que emplear un formato más pequeño y la estela quedaba corta; el aspecto final era el de un trozo de papel higiénico que se había quedado pegado a un zapato, pero ni eso, ni el hecho de que las chocolatinas se hubieran derretido por el calor y los brillantes papeles amarillos ahora sólo envolvieran una blanda masa marrón que los niños apretaban y tiraban al suelo, iba a desmoralizarle. Él también daba palmas y coreaba, arrastrado en la marea, llevado por su rugido. Sin embargo, mucho antes de que llegaran hasta el escenario dispuesto para la lectura del manifiesto, el clamor empezó a aturdirle. Le ensordecían el calor y las palmadas, los cánticos machacones por los megáfonos, los globos que pasaban por delante de su cara amarillos e irritantes como soles repetidos. El sudor empapándole los ojos. Sebastián saliendo del agua haciendo fuerza con los brazos sobre las tablas.

            «Estas leyes, y quienes las aprueban, inculcan en los niños un estilo de vida equivocado». Alguien leía, los niños chillaban por encima de las cabezas. Rodrigo pone toda su voluntad en concentrarse, en no caer. Aquellas ondas en el agua. «Pero somos una mayoría moralmente comprometida y obtendremos la victoria, porque nuestro mensaje es claro: las personas que respetamos a la familia no aceptamos someternos al yugo opresor de la inmoralidad militante y de la dictadura homosexual». Los carritos de los niños golpeándole los tobillos. Cerrado por boda gay. Le arde la cara, la cabeza entera. Su espalda nadando bajo las ramas, el silencio de la tarde entre las hierbas altas de la orilla, el clamor de la multitud dentro del pecho. «Estas leyes erosionan los valores tradicionales y suponen, sobre todo, una amenaza para nuestros hijos…». «No está mal», le había dicho su jefe sobre el lema, sólo eso, «no está mal», «… la ideología homosexual acecha a nuestros hijos, pretende captarles, no podemos descansar…», el ruido de la avioneta amortiguado por encima de las voces, «a ver cuándo te casas que ya vas para los treinta», el calor como un puño de fuego. «¡Déjate ver, déjate ver!». Los malditos globos, los lemas vociferados. Quién coño quiere casarse y complicarlo todo, las chocolatinas aplastadas en el suelo, cerrado por boda gay, si no fuera por los putos desviados él ahora mismo estaría en su casa frente al aire acondicionado y no aquí al borde de la lipotimia, «… lo que en realidad quiere esa gente es el derecho legal a proponerles a los niños que existe un estilo de vida alternativo que es aceptable…», por qué tienen que existir y mostrarse para que todo el mundo les vea, por qué no pueden ser normales. Los globos que le sofocan, las banderas y los letreros como golpes de sangre en los ojos, «… no podemos aceptar la discriminación que sufrimos las personas normales y quienes defendemos los valores y las familias tradicionales», los aplausos, el pitido en los oídos, las piernas apretadas para obligarlas a sostenerle. El mareo, algo parecido a una impaciencia en bruto o una furia le impulsa a golpear un balón de plástico gigante que rebota entre las manos alzadas de la multitud. Cuando llega hasta él la vista se le ha nublado pero todavía tiene voluntad para concentrar todo su esfuerzo en levantar el brazo y golpear, fuera de aquí, aléjate, HOMBREMONIO en letras negras sobre la circunferencia, el impacto es mayor de lo que había calculado y la pelota monstruosa sale disparada hacia adelante, choca contra la cabeza de un niño subido a unos hombros y doblándole el cuello le arranca la gorra como en un disparo perfecto. La perplejidad del crío se convierte en llanto al instante, el padre se vuelve hacia atrás y parece dirigir todo el ruido y la cólera hacia un punto ciego hasta que por fin da con la mirada medio desvanecida de Rodrigo, y los ojos que le atraviesan son dos brasas.

 

Cuando ya es de noche decide dar un rodeo para llegar a casa sin pasar por delante de la frutería y tener que volver a ver el absurdo cartel pegado al cristal, como una afrenta a todos sus logros o una burda resistencia al triunfo de esa tarde. Si no vuelve a leerlo no será real, esos dos hombres no van a casarse, todo lo que han hecho, la manifestación, el discurso, las proclamas, la avioneta, sin duda ha servido para algo. Un dolor de cabeza no va a estropearle la satisfacción, han movilizado a muchísima gente y los políticos no van a poder ignorarles, tendrán que plantearse derogar esa ley. Se han impuesto. Vencerán. Al cruzar un semáforo se para en seco. Cómo es posible que haya caminado tan distraído y que sus pasos le hayan llevado a las calles del barrio gay, el rodeo que necesitaba dar en absoluto es tan grande. Lo único que quiere es llegar a su casa y tomarse una aspirina y en cambio se ve allí, con toda esa gente que le asquea revolcándose feliz en su lodo y, lo que es más grave, haciendo ostentación de ello sin ningún pudor… No se lo puede creer, es insólito.

            Al girar una esquina distingue la cabeza rubia de Sebastián despidiéndose en la puerta de un bar. No ha visto a quién, pero parece haber besado a alguien y comentar algo entre risas antes de agitar la mano y darse la vuelta. Ahora camina por las calles del barrio y Rodrigo va detrás de él, sin pensarlo, llevado de la misma inercia inexplicable que le ha conducido hasta allí, toda su corriente sanguínea concentrada únicamente en las piernas para seguir avanzando, vacío el resto del cuerpo de toda voluntad o reflejo de vida. Le sigue hasta más allá de las calles del centro, traspasan la frontera del barrio gay y ahora cruzan un parque y siguen caminando por calles menos transitadas, más estrechas, manzanas residenciales lejos del bullicio de las zonas de copas. Avanza como en una niebla de irrealidad, apresura el paso arrastrado por la misma sensación de aquellas tardes en el campamento mirándole nadar, todo era irreal, aquello no había ocurrido nunca, él no estaba acercándose ahora cada vez más a la espalda de Sebastián, su espalda empapada de sol surgiendo del agua, una brecha de luz abriéndole el pecho. Hay movimientos perfectos. Su brazo es espada, y de repente despierta para alzarse como un látigo. Su golpe, en la nuca de Sebastián, una chispa que inicia el incendio. Cae al suelo al segundo puñetazo en la espalda y las llamas le cubren como en una lluvia de fuego. Completamente desprevenido, no ha tenido tiempo de darse la vuelta ni reaccionar, y ahora los puños de Rodrigo son flechas en su cara y sus costados, la resolución del héroe que todavía le imagina incorporándose en la hierba, girando la cabeza para contestar a la llamada de los chicos que se acercaban corriendo, sus labios al sol chorreantes de sangre. Rodrigo no está allí, a horcajadas sobre el cuerpo inconsciente, está observándole nadar desde muy lejos, en un mundo que no existe. Sin despertarse todavía acerca la cara a su barbilla y se queda escuchando su respiración. Abre los puños, los siente doloridos, y con sus dedos le toca la cara hinchada, los mechones de pelo sobre las cejas. Luego desliza una mano hacia abajo, la deja apoyada allí donde se inicia todo pálpito, y mientras aprieta el oído contra su pecho siente por fin el latido de la vida que no le pertenece. Un hilo de sangre le resbala por el brazo hasta el codo.

 

 

*

 

 

Gema Nieto (Madrid, 1981) es licenciada en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura – Literatura Comparada por la Universidad Complutense. Actualmente trabaja en el mundo de la edición y colabora en revistas como Culturamas, Qué Leer y Pikara Magazine escribiendo artículos sobre libros, cómics y videojuegos. Su primera novela, La pertenencia, fue publicada por Caballo de Troya en 2016.           

 

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